Nueva York (128 page)

Read Nueva York Online

Authors: Edward Rutherfurd

Tags: #NOVELA HISTÓRICA. Ficción

BOOK: Nueva York
9.34Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Tienes razón, Charlie. Perdona. ¿Y qué se siente cuando a uno lo echan de un hotel?

—Lo voy a obligar a que nos dé esa habitación.

—Llévame a casa solamente, Charlie. Ha sido muy amable por tu parte traerme aquí, pero ¿no podemos cenar en Nueva York, por favor?

Con el transcurso de las semanas, Charlie se dio cuenta de que ella tenía razón. Al estar relacionado con el teatro y el arte, siempre había tenido muchos amigos judíos. A decir verdad, tenía amigos de toda clase. Cuando estaba con ellos, a veces hacían alusión a su condición de judíos, o le tomaban el pelo por ser un episcopal de clase alta, pero aquello no sucedía con frecuencia. Cuando estaba con gente de su propia clase, personas que había conocido en el colegio o ese tipo de cosas, podían surgir comentarios sobre cualquier tipo de raza que uno no diría en compañía de otra clase de personas. Eran prejuicios inofensivos, chistes sin importancia que apenas parecían revestir trascendencia cuando tenían por blanco a otra persona. Entonces, empero, comenzaba a observar esos comentarios con otros ojos.

Charlie le había hablado a menudo a Sarah de su familia. Le había contado anécdotas de su vida de antaño y explicado que, en la mayoría de actitudes, su madre era una espléndida reliquia de aquel pasado.

—Me encantaría que la conocieras —señaló en una ocasión.

—No creo que fuera una buena idea —contestó ella.

Él, de todos modos, siguió pensando en ello.

—Vamos a Park Avenue a ver a mi madre —le propuso de improviso una tarde de principios de marzo, al salir de una exposición en una galería de la calle Cincuenta y Siete.

—No sé, Charlie —objetó ella—. ¿Cómo vas a presentarme?

—Muy sencillo. Eres la persona que organiza la exposición de Theodore Keller. Ya te dije que nuestra familia fue su primer mecenas.

—Supongo que tienes razón —repuso, dubitativa.

La visita tuvo un magnífico desenlace, de hecho. Su madre se mostró encantada de verlos. Relató a Sarah la gran fiesta que había dado, en los viejos tiempos, a raíz de la publicación del libro de Edmund Keller, y prometió llevar gente a la inauguración de la exposición.

—Quiero que me des al menos treinta invitaciones para que las pueda enviar. Escribiré una carta y llamaré por teléfono. Conozco a muchas personas que seguro van a comprar.

—Eso sería estupendo, señora Master —se congratuló Sarah.

El pequeño incidente tuvo lugar a la salida del edificio. El portero, George, había llamado a un taxi. Como no le gustaba tener que correrse en el asiento, Charlie rodeó el taxi mientras George aguantaba la puerta a Sarah. Justo cuando ésta se subía al taxi, vio que el portero le miraba la cabeza con cara de repugnancia.

—¿Hay algún problema, George? —le preguntó, tajante.

—No, señor Master.

—Espero que no —dijo, con tono amenazador.

Dado que un día iba a heredar aquel apartamento, a George le convenía tener cuidado. Se instaló al lado de Sarah, enojado.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó ella mientras se alejaban.

—Nada.

—También me ha mirado así cuando hemos llegado, pero tú no te has dado cuenta.

—Haré que lo despidan.

Sarah se quedó mirando por la ventana un momento y luego cambió de tema.

—Tu madre es estupenda —alabó—. Podría ser muy útil con esas invitaciones.

Una semana después, cuando cenaba en casa de su madre, ella sacó a colación el tema de Sarah.

—Tu novia parece una buena chica.

—¿De qué hablas?

—De la chica que trajiste el otro día.

—Sarah Adler. Está realizando una magnífica labor con la exposición, creo.

—Estoy segura, cariño. Parece muy competente. Y también es tu amante. —Rose lo miró a los ojos—. Se nota, ¿sabes?

—Ah.

—Es muy joven. ¿Le sigues el ritmo?

—Sí.

—Perfecto. ¿Y es difícil, siendo ella judía?

—¿Por qué debería serlo?

—No te hagas el tonto, cariño. Ya sabes que en este edificio no abundan precisamente los judíos.

—El maldito portero estuvo impertinente.

—¿Qué esperabas? Aunque creo que no ha surgido la cuestión, que yo sepa, no imagino que la junta de copropietarios permitiera que un judío comprara un apartamento aquí.

Charlie siempre había encontrado divertida aquella característica de la vida en los pisos de la ciudad. La mayoría de los edificios de pisos de Park Avenue eran cooperativas ahora. Su madre ya no alquilaba el apartamento, sino que era una accionista del edificio. Éstos elegían una junta que tenía derecho a vetar a quien quisiera integrarse en ella. Si uno quería vender su piso a alguien a quien los otros ocupantes del edificio consideraban indeseable, la junta podía negarse a permitir que culminara la transacción. En ese caso era posible que expusieran los motivos o no. En cualquier caso, se regían por ciertas normas que se sobreentendían sin necesidad de expresarlas.

—Es absurdo —se indignó—. Estamos en los años cincuenta, por el amor de Dios.

—Hay muchos edificios que los vetan, en el West Side, en todo caso. —Lo miró con aire pensativo—. ¿No estarás planeando casarte con ella?

—No —contestó, sorprendido por la idea.

—Te quitarían del Registro Social, ya sabes.

—No había pensado en eso.

—Pues creo que deberías. Aunque no pongan reparos a que uno sea pobre, sí se fijan en las personas con quien se casa uno.

—Al diablo el Registro.

—De todas maneras —concluyó con sentido práctico—, en realidad no puedes permitirte fundar otra familia ¿no?

Su relación con Sarah también le hizo caer en la cuenta de que no conocía gran cosa sobre el judaísmo. Tenía amigos judíos y, ocasionalmente, había asistido a alguna boda o funeral. Aparte de la
chuppah
y la tradición de romper la copa, la ceremonia de boda judía no parecía muy distinta de las cristianas, a su modo de ver. Estaba claro que las omnipresentes bendiciones cristianas provenían directamente de la tradición hebrea.

Aparte de eso, sabía poco más. A veces le hacía preguntas a Sarah sobre el modo de vida de su familia y las costumbres judías. Su curiosidad iba en aumento.

—¿Quieres venir a un
Séder
de Pascua? —le preguntó de repente Sarah a finales de marzo.

—¿Un
Séder
? ¿Dónde?

—En Brooklyn. Con mi familia.

—¿Que vaya a conocer a tus padres?

Era muy consciente de que los padres de Sarah no tenían ni idea de la relación que mantenía con él. Según había explicado ella, todavía imaginaban que era virgen, o cuando menos mantenían la esperanza. La perspectiva de conocerlos lo intrigaba, pero también lo ponía nervioso.

—¿De veras crees que es conveniente? —planteó.

—Se sentirían muy honrados. Ten en cuenta que me han oído hablar de ti, en tanto que propietario de la colección Keller. Tú eres mi primer cliente realmente importante. Saben que representas mucho para mí.

El día acordado, Charlie entró en Brooklyn por el puente Williamsbourg. No conocía muy bien la zona. Contaba con una gran extensión de muelles y un sinfín de pequeñas fábricas, almacenes y plantas industriales que aún hacían de ella uno de los puntos principales de producción del país. Aunque en el mundo de Charlie uno estaba enterado de eso, normalmente ni lo veía. Tenía un amigo profesor que vivía en una amplia y bonita casa de piedra parda en el barrio de Heights, cerca de Prospect Park, y había estado allí unas cuantas veces. La vivienda le recordaba las espaciosas casas del West Side, y pasear por el extenso Prospect Park resultaba una delicia. Sabía que Brownsville quedaba a unos kilómetros al este. Había oído decir que había muchos judíos allí, pero lo que sí sabía sin margen de duda era que se trataba de un suburbio peligroso donde tenía su sede la agencia de Murder Inc., especializada en los asesinatos del hampa. Desde Prospect Park, la avenida Flatbush proseguía, no obstante, hacia el sur, lo que daba pie a suponer que la barriada de Flatbush debía de ser un lugar mucho más tranquilo.

Como no podía ser de otro modo, Sarah le había dado un mapa dibujado con toda precisión acompañado de instrucciones, de modo que localizó sin dificultad la casa de sus padres. Ella lo recibió en la puerta y lo acompañó al interior.

Estaban todos allí: sus padres, sus hermanos y su hermana Rachel con su familia. Hasta la tía Ruth, que detestaba a Robert Moses, había acudido desde el Bronx. Se sintió un poco fuera de lugar en su condición de único gentil presente, aunque la familia Adler no evidenció ningún reparo al respecto. Tal como había vaticinado Sarah, lo trataron como a un honorable invitado.

—Le iremos explicando en qué consiste el
Séder
poco a poco —le aseguró Rachel, la hermana.

Toda la familia se mostró complacida con la idea.

El doctor Adler resultó ser exactamente igual a como había previsto Charlie. Como padre de familia, consideraba aquel día muy importante para él y estaba resplandeciente de gozo. A Charlie no le costó mucho trabar conversación con él, a propósito de sus compositores favoritos y los pianistas que él había visto actuar en el Carnegie Hall.

Los Adler también se interesaron por la exposición de las fotografías de Theodore Keller en la que estaba invirtiendo tanto esfuerzo Sarah, así que les habló de la relación que su familia venía manteniendo durante varias generaciones con los Keller, de la gran amistad que lo había unido a Edmund Keller y de lo honrado que se había sentido de que éste le hubiera encomendado aquella misión.

—Para mí cuidar y dar a conocer la colección supone una obligación que tengo contraída con la familia Keller —explicó—, pero mi deber para con ella no acaba allí, porque tiene que ver con el respeto hacia la obra en sí. —Se volvió hacia el doctor Adler—. Imagine cómo se sentiría si la familia de un compositor al que admira le entregara todos sus papeles y encontrara decenas de composiciones, de sinfonías completas incluso, que nunca habían sido interpretadas ni publicadas.

—Se trata de una gran obligación —corroboró, admirado, el doctor Adler.

—Por eso le estoy tan agradecido a su hija por la magnífica labor que realiza en la galería —aprovechó para añadir Charlie—. Eso también es muy importante para mí.

El doctor Adler estaba radiante. Toda la familia parecía encantada. Si antes se habían mostrado cordiales y acogedores, a partir de entonces advirtió otro grado de calidez en su actitud hacia él.

Sólo hubo un nubarrón que se interpuso en el idílico marco. Charlie hablaba con Rachel cuando oyó la conversación que Sarah mantenía con su madre, a escasa distancia.

—Todavía no me has dicho nada —oyó que le reclamaba a la señora Adler—. ¿Cuándo vas a volver a ver al nieto de Adele?

—No lo sé. Supongo que pronto.

—Adele dice que te llevó a cenar a Manhattan.

—¿Lo tenéis que saber todo?

—Dice que le gustas mucho.

—¿Ella sabe eso?

—Sí, porque él se lo dijo. Es un médico muy bueno.

—Te creo.

—Bueno, no quiero meterme en estos asuntos.

—Me alegra oírlo.

Charlie había estado escuchando con tanta atención que poco faltó para que perdiera el hilo del diálogo que mantenía con Rachel relacionado con sus hijos. ¿Qué médico sería ése? ¿Cuándo llevó a Sarah a cenar?

Luego llegó el momento de iniciar la ceremonia. La mesa presentaba un aspecto magnífico, con toda la vajilla de plata resplandeciente. Durante el pausado transcurso de la comida, Rachel o su madre explicaban el simbolismo de cada gesto con la ocasional intervención de alguno de los hermanos.

—La
mitzvah
de Pascua tiene como finalidad transmitir a las generaciones siguientes el episodio de la servidumbre sufrida en Egipto y la posterior liberación —introdujo Rachel—. La ceremonia tiene por ello dos partes. La primera es para recordarnos nuestra esclavitud y la segunda, nuestra libertad.

—Y éste es el pan ázimo, el pan sin levadura —dedujo Charlie, observando una bandeja situada en el extremo de la mesa.

—En efecto. Hay tres panes ázimos. En la bandeja del
Séder
también ponemos hierbas amargas, para acordarnos de la amargura de la esclavitud, y
charoset
, que es una especie de engrudo y representa la argamasa que utilizaban los esclavos judíos para construir los almacenes de Egipto. A modo de verdura, tenemos perejil, que mojamos en agua salada para acordarnos de nuestras lágrimas. También están presentes, como símbolos, los huevos asados y una pierna de cordero deshuesada. Durante la comida bebemos cuatro copas de vino, o zumo de uva para los menores, como recordatorio de las cuatro promesas realizadas a Dios.

El doctor Adler inició el
Séder
con una bendición, después de la cual se lavaron las manos. Luego mojaron el perejil en sal y tras partir en dos el pan ázimo situado en el centro, dieron comienzo al relato de la primera Pascua.

Charlie observaba con creciente admiración el desarrollo de la velada. Nunca había tenido conciencia de lo hermoso que podía ser aquello. Después de escuchar la recitación del
Séder
, no en hebreo sino en arameo, cayó en la cuenta, como si de una revelación se tratara, de que aquéllos debían de haber sido exactamente los mismos gestos que efectuó Jesús en la Última Cena. Pensando en los envarados episcopalianos de Nueva Inglaterra que tan bien conocía, se preguntó cuántos de ellos debían comprender realmente la compleja textura de Oriente Medio, a la cual pertenecía su propia religión.

Luego le llegó el turno al menor de los hijos de Rachel de formular las Cuatro Preguntas.

—¿Por qué es esta noche distinta de las otras noches? —fue la primera.

Qué emotivo resultaba. Charlie lo comparó con la fiesta de Acción de Gracias, la celebración familiar más arraigada en la tradición de Estados Unidos, en la que todos se reunían en torno a la mesa. Esa fiesta era algo auténtico. Era importante, y ya contaba con tres siglos de tradición. La Navidad era, desde luego, más antigua, pero la moderna forma de celebrarla, con la cena, el árbol de Navidad e incluso Santa Claus —las costumbres que para todos eran sinónimos de Navidad— no eran ni de lejos tan antiguas como la de Acción de Gracias. Con todo, en los hogares judíos existía una tradición que no se remontaba a siglos, sino a milenios.

Las enseñanzas que se impartían a los niños eran fundamentales en el ritual. Éstos debían participar de forma activa en el relato de la Pascua, las Cuatro Preguntas, el significado del
Séder
. El doctor Adler estuvo hablándoles un rato sobre el significado de la aflicción y la huida de Egipto y después enumeraron las Doce Plagas. A continuación vino la segunda copa de vino, tras lo cual se volvieron a lavar las manos e impartieron bendiciones antes de dar comienzo a la cena.

Other books

Timescape by Robert Liparulo
Proposals by Alicia Roberts
Gift of the Goddess by Denise Rossetti
The Chessmen of Mars by Edgar Rice Burroughs
The Lady Most Willing . . . by Julia Quinn, Eloisa James, Connie Brockway
Jamie by Lori Foster