Cuando dejamos a Soph a la puerta de su escuela, apenas nos dijo adiós. Se fue andando penosamente por el camino mientras Dot le decía adiós encantada sacando por la ventanilla del coche la mano que se suponía que le dolía.
La primera vez que vi a Max ese día fue en el comedor y, para ser sincera, me quedé sin aliento al verle y eso me sorprendió, porque estaba yo respirando tan tranquila y al segundo siguiente dejaron de funcionarme los pulmones al verlo entrar con un balón de fútbol bajo el brazo, con el pelo oscuro chorreando. Nos sonreímos el uno al otro en la cola mientras la encargada del comedor gritaba: «¡El siguiente, por favor!».
—¿Una ensalada? —dijo Lauren al verme coger un cuenco lleno de hojas y colocarlo en mi bandeja—. Si tú odias la ensalada.
Le lancé una mirada penetrante.
—Qué va. Me encanta.
Lauren me devolvió la mirada, sin darse cuenta de que estaba Max detrás.
—Pues en Historia me has dicho que tenías tanta hambre que te comerías a tu abuela empanada con guarnición de patatas y puré de guisantes.
Max sonrió porque se me veía avergonzada, pero cambié la ensalada de mi bandeja por un plato de comida de verdad.
El resto de la comida me lo pasé sentada con Lauren en nuestra clase, porque los radiadores soltaban un calor ardiente y seco. Estuvimos garabateando en nuestros diarios y la puse al tanto de lo de Max, pero no de lo de Aaron, haciéndola reír con lo del papel higiénico y exagerando el apuro con la madre al pasar por el pasillo. Lo de Max en cierto modo parecía menos privado. Más fácil de contar. Lo de Aaron resultaba demasiado íntimo para decirlo en voz alta. Lo de la fiesta y lo de la hoguera y cuando me llevó a casa en coche, todo había ocurrido al abrigo de la oscuridad y por eso resultaba difícil sacarlo a la luz, sobre todo en un aula con unos chicos que se tiraban un
frisbee
a la luz de los tubos fluorescentes. Lauren dibujó una casa y yo dibujé una cara sonriente y ella dibujó un corazón y yo dibujé un perro y un gato cutre con las colas atadas en un gran lazo.
—Qué monos —bostezó Lauren echando la cabeza hacia atrás con la boca abierta de par en par, y el
frisbee
vino volando de no se sabe dónde y se estampó contra su nariz.
Lauren entró dando traspiés en la enfermería y yo la esperé en la puerta, cogiendo un folleto sobre el embarazo en la adolescencia. «Cómo decírselo a tus padres». Eso era lo que estaba leyendo cuando oí un ruido de pisadas detrás de mí. Me di la vuelta y vi a Max mirando el folleto con los ojos redondos del susto a pesar de que ni siquiera habíamos estado cerca de hacerlo.
—Me visitó un tal Gabriel. Resplandeciente. Con unas alas muy grandes.
Max puso cara de desconcierto y luego de risa.
—No siempre pillo tus bromas, pero me gusta que las hagas.
Se dejó caer en el suelo con una pierna estirada, con su camisa del uniforme toda salpicada de barro y su
aftershave
mezclándose con el olor de la hierba y la lluvia. Tres niñas de un curso inferior se escaparon corriendo al ver a Max quitarse el calcetín, soltando risitas y diciéndose cosas al oído y apoyándose las unas en las otras en esa especie de adoración irremediable. Tenía el pie hinchado, así que se lo toqué con cuidado, mirando de refilón a las niñas. Como era de esperar, me estaban traspasando con la mirada, y me gustó el centelleo de esos puñales que me lanzaban.
—Qué gusto —murmuró Max, así que se lo volví a tocar.
—Tú no tendrás mi teléfono, ¿verdad? —le pregunté—. ¿No me lo dejé en tu casa?
Max cerró los ojos y apretó las mandíbulas.
—Sí. Lo tengo en el vestuario. ¿Nos vemos allí después de clase?
Nada en su voz indicaba que su hermano hubiera encontrado el teléfono, y al mirarle más de cerca la cara tampoco le vi ningún moratón.
Ni que decir tiene que cuando sonó el timbre para irse a casa yo no tenía ni la menor intención de besar a Max, pero tampoco tuve demasiada alternativa, o sea, tú imagínate, Stuart, una boca fuerte que se pega a la tuya y unas manos firmes que te aprietan la espalda contra el muro, y ahora que lo pienso puede que tú hayas pasado alguna vez por eso, porque por desgracia he oído los rumores sobre lo que suele ocurrir en las cárceles de hombres. Aunque intenté quejarme, tenía los labios de Max pegados a los míos y mis palabras se perdieron entre nuestra saliva, pero tampoco me esforcé demasiado en volver a encontrarlas.
Esa noche, mis padres empezaron otra discusión que continuó durante toda la semana, en la cocina y en el cuarto de estar y en el cuarto de baño mientras mi madre se lavaba los dientes con tanta fuerza que pensé que se los iba a arrancar. Mi padre quería que mi madre se pusiera a trabajar y mi madre se negaba categóricamente.
—¡Pero las niñas ya no te necesitan tanto ahora que son un poco mayores! —dijo mi padre por enésima vez el sábado por la mañana, despertándome.
—¡Mira lo que ha pasado con Dot! —replicó mi madre escupiendo ruidosamente en el lavabo—. ¡Yo tengo que estar en casa!
—¿Por quién, exactamente?
—¿Qué me estás queriendo decir con eso?
—Las niñas están en clase, Jane. Durante el día no te necesitan, así que ¿por quién te quieres quedar, eh?
Se abrió el grifo.
—Soy la madre, ¿no? ¡Mi trabajo es estar en mi casa!
—Puedes ser la madre y trabajar en una oficina. Sobre todo a media jornada. Tampoco hace falta que te pases aquí hasta el último segundo del día. Antes compaginabas las dos cosas.
—¡Y mira lo que pasó! —gritó mi madre, y como yo no tenía ni idea de a qué se refería me incorporé en mi cama, escuchando atentamente—. ¡Tú mira lo que ocurrió cuando volví a trabajar, Simon! —Se oyó cómo el cristal chocaba contra los azulejos al abrir ella de un tirón la puerta de la ducha—. No me pienso arriesgar. Y ahora ¿podrías por favor dejarme un poco de espacio para que pueda arreglarme?
Soph apareció a los pies de mi cama en pijama, con todo el pelo revuelto.
—Ya no se quieren.
Me tapé la cara con el edredón mientras la ducha se ponía a todo trapo, decidida a disfrutar del último instante de cama antes de mi turno en la biblioteca.
—Cómo que no —dije, aunque no soné muy convencida—. Solo que lo llevan por debajo.
—¿Por debajo de qué?
—De las preocupaciones por el dinero y por el trabajo y por el abuelo… —Me interrumpí preguntándome si aquello les ocurría a todas las parejas. Y cómo ocurría. Cuándo. Sin saber por qué me acordé de mis abuelos en las fotos en blanco y negro y luego vi a mi madre como una estrella en el cielo, su luz plateada apagándose a medida que mi padre se iba alejando.
—Yo no quiero crecer nunca —me cortó Soph, y eso era exactamente lo que yo estaba pensando. Se tiró encima de mi cama—. Nunca.
—¿Te quieres quedar con nueve años para el resto de tu vida? —le pregunté desde debajo de las sábanas.
—No. Claro que no. Los nueve son los peores.
—O sea ¿que no quieres ser niña pero adulta tampoco? —aclaré.
—Eso es. Quiero ser… ¿qué más hay?
Me destapé la cara.
—Estar muerta —me eché a reír, pero Soph no se rio conmigo.
—A mí se me daría bien ser un cadáver —dijo después de una pausa, cruzando los brazos sobre el pecho—. Sería agradable estar por un tiempo en un ataúd.
—Te aburrirías.
—Qué va.
—Que sí. Y además, yo te echaría de menos.
Estiró los brazos en plan zombi.
—Volveré de la muerte a visitarte —canturreó con voz terrorífica—. Pero solo a ti —añadió con su voz normal—. A papá y a mamá no. Y a Dot, desde luego, tampoco.
* * *
Al empezar mi turno en la biblioteca, me puse a arreglar las estanterías de la sección de Historia, colocando los libros por orden cronológico. Y, lo mismo que en la hoguera, no hubo nada que me preparara. Primero Aaron no estaba y al instante siguiente apareció allí, sentado a una mesa, a solo unos metros de donde estaba yo detrás de una estantería. Agarrándome a la madera para recuperar el equilibrio, pestañeé a toda prisa como unas diez veces para estar completamente segura de que mis ojos no estaban viendo visiones. A través de un hueco en la sección de Nazismo, con la nariz suspendida por encima de una esvástica, contemplé cómo Aaron abría su mochila, sacaba un cuaderno, lo hojeaba y se ponía a escribir.
Con algo parecido a una expresión simpática, empecé a andar hacia su mesa, cambié de opinión en el último momento y me volví zumbando a la estantería, con el estómago lleno de mariposas. Dirás que soy una cobarde, pero me dio miedo plantarme ahí toda chula cuando la última vez me había hecho con su número y había salido corriendo por una calle oscura. Además, no lo había llamado, y no sabía cómo explicarle eso sin mencionar a su hermano y el hecho de que nos habíamos pasado cinco minutos besándonos en el vestuario desierto y yo había disfrutado de cada húmedo instante.
Aaron mordió el extremo de su bolígrafo y luego apuntó algo en un margen. Levantó la vista, así que me agaché, agarrando los estantes con las manos y con el corazón retumbándome contra las costillas. Despacio, muy despacio, me volví a poner de pie otra vez para espiar por el hueco, con todos los nervios del cuello contraídos y tensos y la respiración temblándome en las ventanas de la nariz. Aaron estaba escribiendo otra vez, se le veían los anchos hombros con aquella camiseta blanca que era lo más deslumbrante que había en aquella biblioteca y muy probablemente en el mundo entero, y me sentí atraída hacia ella por una fuerza gravitatoria, porque aquel chico luminoso era el centro de mi universo, o, por lo menos, más interesante que amontonar libros en un estante polvoriento.
Apretando los labios, conseguí ir hacia Aaron, pero él estaba tan concentrado en su trabajo, y mis nervios, tan descontrolados, que me limité a pasar a toda velocidad a su lado sin pararme. Al pasar torpemente por encima de su mochila casi le rozo el brazo con el muslo y fue como si oyera los ojos de Aaron saliéndosele de la cara con un
booooiiiiiing
de cómic. Llegué prácticamente corriendo al mostrador y por hacer algo agarré la caja de Devoluciones, las manos temblándome contra la cartulina.
La incliné demasiado. Los libros cayeron ruidosamente sobre el mostrador y mi jefa, la señora Simpson, chasqueó la lengua detrás de su ordenador.
Cumbres borrascosas. Casa desolada. La reina en el palacio de las corrientes de aire
. Un libro sobre el muro de Berlín y otro sobre sapos.
—Chica de los Pájaros —oí susurrar, y al darme la vuelta vi a Aaron, a unos pocos centímetros de mi cara. Sonrió al verme ruborizarme.
—Esos libros no van a volver a su estante ellos solos —dijo la señora Simpson bajando la vista por su larga nariz. Cogí del montón dos libros al azar y le tiré de la manga a Aaron para decirle que me siguiera.
Casa desolada
, de Charles Dickens.
La D.
En Literatura, la primera planta.
No sé si fue la escalera de caracol o el sonido de los pasos de Aaron justo detrás de mí lo que me hizo marearme. Al llegar arriba, desaparecí entre dos estanterías estrechas. Estábamos completamente solos. El rubor me envolvió el cuerpo entero como una llama.
—No me has llamado —dijo él.
—No —susurré—. Mi hermana se ha roto la muñeca, así que he estado un poco entretenida.
—Te perdono —respondió Aaron echándole una mirada a
Canción de Navidad
, que estaba en el estante—. Yo voy a ir a ver eso dentro de unas semanas. Una versión musical de
Muchas gracias, mister Scrooge
, con mi madre. A ella le encanta. Arrastrarnos a todos al teatro. A Max no le hace ninguna gracia.
—A mí me encanta la Navidad —dije rápidamente, deseosa de desviar la conversación del tema de su hermano—. El pavo y los regalos y la emoción y esas cosas.
—¿Cuáles han sido tus mejores Navidades? —preguntó Aaron apoyando el codo en el estante.
—Muy fácil. Unas que pasamos en Francia. Yo tenía como siete años e hice un muñeco de nieve con…
—¿Nieve? —completó Aaron.
Metí
Casa desolada
en un hueco.
—Bueno, sí, claro. Y también un cruasán.
—¿Acabas de decir
cruasán
?
—Bueno, es que no tenía un plátano ni ninguna otra cosa para hacerle la boca, así que tuve que apañarme con lo que pude conseguir. Soy una chica ingeniosa —le dije.
—Y ¿cómo lo llamaste? —preguntó Aaron—. ¿Pierre?
—Más bien Fred.
—Muy francés.
—¡Tenía pinta de Fred!
—Y ¿qué pinta tienen los Freds?
—Tienen pinta de simpáticos —dije tras un instante—. Y de viejos. Al muñeco de nieve le pusimos una boina en la cabeza y una pipa en el cruasán. O sea, una pipa de mentira. Hecha con un palo. ¿Qué? —pregunté, porque Aaron me estaba mirando con ojos chispeantes.
—Nada —dijo de una forma que me hizo pensar que sí que era algo, y algo bueno además.
Pasó el dedo de un lado para otro por el lomo de los libros y mi propia espalda se estremeció. Di un paso hacia delante y Aaron también dio otro y entre nosotros, Stuart, no había más que un libro, pero dio la casualidad de que justamente era el que hablaba del muro de Berlín, y estoy segura de que sabes que era imposible saltarlo. Aaron sonrió y yo sonreí y luego se nos pusieron las caras serias a ambos lados de aquella gran extensión de treinta centímetros de espacio. Con la sangre palpitándome en los oídos, me incliné hacia él y…
—Perdona.
Nos dimos la vuelta los dos al mismo tiempo y vimos a una mujer mayor con un anorak.
—Estoy buscando algún libro para mi nieta, que va a venir a pasar unos días conmigo. ¿Podrías recomendarme algo?
Con la cara contraída por la frustración, bajé como una tromba por la escalera de caracol hasta la sección de niños y le tendí lo primero que encontré, un libro de dibujos titulado
Molly, la vaca que hacía mu
. La señora parpadeó.
—Mi nieta tiene dieciséis años. Y es vegetariana.
Para cuando encontré un libro adecuado ya había aparecido la señora Simpson junto a los pufs, con una chaqueta amarillo pálido con flores por botones.
—Hay mucho que archivar en la oficina, Zoe —dijo, la cardada melena como un casco de pelo redondeando su angulosa cara.
—Pero tengo que poner esto en su sitio —dije enseñándole el libro sobre el muro de Berlín—. Y Literatura está un poco desordenado.
La señora Simpson siguió mi mirada. Aaron seguía en la zona de la D, esperando a que yo volviera.