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Authors: Annabel Pitcher

Tags: #Drama, Relato

Nubes de kétchup (13 page)

BOOK: Nubes de kétchup
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—Para un momento —le dije, con un dolor en el costado, los pies recogidos debajo de las piernas—. ¡Me ha dado un calambre!

Aaron se detuvo junto al restaurante chino de comida para llevar.

—Hola —me dijo cuando me hube sentado de una manera normal.

—Hola —le respondí, y un petardo seco explotó en la oscuridad entre nosotros. Él llevaba unos vaqueros desteñidos y un jersey azul holgado y su pelo rubio no es que tuviera nada especial, pero le quedaba perfecto ahí en lo alto de la cabeza.

—Entonces, ¿adónde vamos? —preguntó Aaron.

A algún lugar muy lejano. Eso era lo que me habría gustado decirle y lo primero que me vino a la cabeza fue Tombuctú, pero ni que decir tiene que le pedí que me llevara a la calle Ficticia, porque sabía que mi madre me estaba esperando. Aaron lanzó una mirada de comprobación por encima del hombro y volvió a arrancar, mientras en el restaurante chino una mujer le daba la vuelta al cartelito de la puerta.
Abierto
. Las luces se encendieron y un dragón que había en la ventana se iluminó en verde haciéndome pensar en aventuras en tierras lejanas, y con más fuerza que la mayor parte de las cosas que he deseado en mi vida deseé que el coche fuese mágico y que pudiera llevarnos a Tombuctú, porque por entonces yo pensaba que era un lugar mítico tipo Narnia más que una verdadera ciudad africana, asolada por la pobreza y el hambre.

—Aquí estamos. Calle Ficticia —dijo Aaron, solo que por supuesto dijo mi dirección de verdad y me encantó que supiera dónde está mi casa sin tener que preguntar por dónde se iba.

Una vez mi padre se leyó un libro sobre la adaptabilidad de los humanos y sobre que somos criaturas notables por nuestra capacidad de acostumbrarnos a cualquier cosa, y eso, Stuart, es verdad si se tiene en cuenta que la gente se duerme en los aviones, sin pararse a pensar siquiera en lo milagroso que es ir volando por el cielo más alto que las nubes hasta Sudamérica o donde sea, ir al retrete a miles de metros sobre la tierra, hacer pis por encima de todo el océano. Y así mismo era ir en el coche con Aaron. Al principio era como Guauuuuu, pero al cabo de unos minutos me acostumbré y tuve la extrañísima sensación de que era justo en aquel asiento donde yo tenía que estar. El coche circulaba por la larga calle y los semáforos se iban poniendo en verde en el momento preciso, como si el dragón del restaurante estuviera exhalando un fuego de esmeralda para iluminar nuestro camino de vuelta a casa.

Aaron me miró de refilón el uniforme.

—¿Instituto de Bath? —preguntó—. Yo también estudié ahí. Y mi hermano todavía va.

—¿De verdad? —dije poniendo cara de interés pero con los órganos enfriándoseme. El hígado. El bazo. El corazón. Se me congeló todo.

—Max Morgan. ¿Lo conoces? —Aaron giró a la derecha. Aceleró por la calle despejada. Frenó un poco y torció hacia la izquierda.

—Max… —empecé, pero detrás de nosotros se oyó el rugido de una ambulancia con su estruendo de sirenas. Aaron se apartó de inmediato del paso, acelerando bruscamente con el pie, mientras una cosa dura chocaba contra el cristal al lado de mi cabeza: una minúscula figura roja había salido volando desde el espejo retrovisor y repiqueteó contra la ventanilla. La deposité en la palma de mi mano mientras la ambulancia recorría a toda velocidad la calle y desaparecía a la vuelta de una esquina.

—¡Qué cerca ha estado! —respiró Aaron.

—¿Es esta…?

—La señorita Amapola del Cluedo —asintió Aaron—. Y unos dados del Cluedo. En mi facultad todo el mundo lleva cosas de esas cutres de peluche, así que a mí se me ocurrió que mejor colgar del espejo unos dados de verdad. Además. El Cluedo mola.

—¿Te gusta el Cluedo?

—¿Te gusta a ti?

—Me encanta —respondimos los dos exactamente al mismo tiempo, y entonces sonreímos.

—Es muchísimo mejor que el Monopoly. Eso de ir todo el rato dando vueltas… —dijo Aaron.

—Y pasar por la casilla de salida…

—Y robarle dinero a la banca para comprarse casas… —terminó Aaron—. Todo el mundo roba un poquito —se defendió al ver la cara de horror que se me había puesto.

—¡Yo no!

—Cómo que no.

—¡De verdad que no!

—¿No has robado nunca dinero en el Monopoly? —preguntó Aaron—. Pues entonces no has vivido. Ya te enseñaré alguna vez cómo se hace.

—Claro —dije encogiéndome de hombros, pero por dentro tenía el corazón derretido, chorreándome por todos los huesos.

La placa de la calle Ficticia apareció ante nuestra vista, letras negras sobre un poste blanco en lo alto del cual se había aposentado un gordo gato marrón, y en la vida real, Stuart, estoy oyendo ahora mismo a uno a la puerta del cobertizo, maullando en la oscuridad. El gato del poste de la calle estaba más bien callado y al ver que nos acercábamos le brillaban cada vez más los ojos, pero yo no quería irme a casa, ni en ese momento ni en ningún otro.

—Para aquí un instante —dije.

Aaron se llevó la mano a un gorra de chófer imaginaria mientras detenía el coche cerca del gato.

—¡Vamos a decirle hola!

—¿Qué…? No… ¡Espera! —lo llamé, pero Aaron ya había desaparecido dejando la puerta del coche abierta de par en par.

—Hola,
Señor Gato
—dijo acariciándole la mancha blanca de entre las puntiagudas orejas.

—Se llama
Lloyd
—le corregí—. Vive en la casa de al lado. Con
Webber
.


Lloyd Webber
—murmuró Aaron mientras el gato saltaba del poste y venía a frotar la cabeza contra mi pierna con un ronroneo como rasposo—. En la casa de al lado de la mía hay un perro que se llama
Mozart
.

Asentí como si no lo supiera.

—Le deberían haber puesto
Bach
—dije en broma, pero sin muchas ganas. Aaron se rio y ese sonido me puso alegre y triste, en plan, imagínate, Stuart, unas caretas de esas de teatro colgadas de mi costillar en mitad de mi estómago.

—Qué animales tan bonitos —murmuró Aaron mientras el gato salía disparado a meterse entre los arbustos—. ¿No te parece?

Me subí al muro estremeciéndome ligeramente.

—No sé. Prefiero los perros.

Aaron de un salto se puso a mi lado.

—Son muchísimo mejores los gatos. Más libres. Como
Lloyd
, que se escapa sin más para ir a explorar.

—Pero siempre están solos. Los perros son más sociables. Mueven la cola. Corretean de aquí para allá.

—Los gatos saben trepar a los árboles —argumentó Aaron.

—Pero los perros saben nadar. Y los gatos matan pájaros, que es una cosa que yo no sería capaz de hacer.

—Tú y tus pájaros… —dijo Aaron subiendo un pie al muro y apoyando los brazos en la rodilla doblada.

—Me encantan. Más que los perros y los gatos y todos los animales juntos.

—Y ¿qué les ves de especial? —preguntó Aaron volviéndose a mirarme como si le interesara extraordinariamente la respuesta.

Me quedé un instante pensando.

—Bueno, saben volar.

Aaron resopló.

—No, ¿de verdad?

Le di un golpe en el brazo.

—¡No seas idiota! No te lo pienso contar como no…

—No, sigue, sigue —dijo él con una chispa en los ojos.

—Bueno, pues saben volar… —Le eché una mirada suspicaz, pero él no dijo nada—, lo cual es increíble, o sea, tú imagínate que fueras capaz de despegar del suelo y marcharte a donde quisieras. Como las gaviotas. Es una locura lo lejos que se van.

—¿Esas que son migratorias? —preguntó Aaron.

Me senté sobre mis manos y asentí.

—Se marchan en invierno, esas cositas minúsculas cruzan como flechas el océano, sin ningún miedo. Viajan veinte mil millas o lo que sea, y luego vuelven otra vez volando cuando hace un poco más de calor en el mundo. No sé. Es como muy guay —concluí sin demasiada energía.

Aaron extendió un brazo y me apretó la pierna.

—Guay de verdad —dijo. Una descarga eléctrica me recorrió como un relámpago la pierna y seguía zzzzzumbándome por todo el cuerpo mucho después de que él me la hubiera soltado—. Bueno, y ¿qué vas a hacer este fin de semana? —me preguntó esforzándose mucho en que le quedara natural.

Yo me esforcé todavía más al responderle.

—Ordenar las estanterías de la biblioteca en la que trabajo. Y ¿tú?

—Escribir un ensayo. Un muermo total.

—A mí también me han puesto un montón de deberes. Mi madre no para de presionarme con que si las notas y que si necesito hacerlo muy bien si quiero entrar en Derecho.

—¿Quieres entrar en Derecho? —preguntó Aaron cruzando los brazos.

Yo arrugué la nariz.

—En realidad no. Pero mi madre y mi padre son abogados, así que…

—Así que ¿qué?

—Bueno, es un buen trabajo, ¿no?

—Depende de lo que entiendas por bueno —dijo Aaron—. Yo personalmente no puedo imaginarme nada peor. Estarse todo el día sentado en una oficina. Entre papeles. Mirando a la pantalla de un ordenador.

Temiendo que empezara a pensar que yo era aburrida, le dije:

—En realidad, mi sueño es escribir novelas. —Nunca se lo había dicho tan abiertamente a nadie, y de pronto me sentí estúpida—. Aunque con eso tampoco voy a llegar a nada. A nada serio.

—¡Eh, no digas eso! Eres demasiado joven para ser tan escéptica.

—Escéptica no. Realista. Escribir novelas no da de comer —dije repitiendo las palabras de mi madre.

—Según J. K. Rowling, sí.

Me reí.

—Créeme, mi historia no es tan buena como
Harry Potter
.

—O sea, que estás escribiendo algo… Cuéntame de qué va.

—¡Sí, hombre!

—Gallina. —Se puso a graznar y a batir los codos como alas.

—Aaron, eso es un pato.

Me echó una sonrisa.

—Puede que no sea experto en pájaros, pero detecto a las cobardes en cuanto las veo.

—Bueno, vale. Se llama «Pelasio el Simpasio»…

—Buen título.

—… y trata de una criatura azul y peluda que vive en una lata de judías, pero entonces un día a un niño que se llama Mod le apetece una tostada con judías, así que abre la lata y la vacía en un cuenco, pero sale Pelasio con un
chof
, y no se lo había contado nunca a nadie, así que prefiero que no me digas nada ni hagas nada. —Él hizo lo que le pedía. Literalmente. Se quedó ahí sentado completamente inmóvil sin respirar. Levanté las cejas—. Bueno, vale, igual puedes decir algo.


Fiu
—exhaló—. Estaba empezando a asfixiarme. —Me empujó juguetonamente con el hombro—. Tiene buena pinta.

—Y tú ¿qué proyectos tienes? —dije para cambiar de tema, y me volví hacia él poniéndome a caballo en el muro.

—¿Proyectos? No tengo ningún proyecto.

—Todo el mundo tiene algún proyecto —le dije, sorprendida.

—Pues yo no.

—Entonces, cuando acabes el instituto vas a…

—Voy a… —Aaron dibujó con la mano una onda en el airever qué pasa. Pensármelo un poco. Tampoco hay prisa, ¿no?

Rasqué el musgo con el dedo y traté de imaginarme a Aaron con treinta años más. Serio. Cansado. Con las patillas grises como mi padre. Resultaba imposible. Especialmente cuando se puso de pie en el muro y me ayudó a levantarme. Me agarré con fuerza a su brazo para no caerme.

—Me gusta subirme a los muros —anunció de pronto.

—Eh…, a mí también me gusta subirme a los muros —dije luchando por mantener el equilibrio.

—Me gusta el invierno y me gusta la oscuridad y me gustan los gatos y me gusta la lluvia y me gusta subir a las montañas y sentarme en la cima entre las brumas. Y de momento eso es lo único que necesito saber de mi vida. Es bastante sencillo. Y todo eso lo puedo experimentar gratis.

—Pero el dinero es necesario —razoné—. Nadie puede vivir sin dinero.

—Es verdad. Pero solo lo suficiente para sobrevivir. Y puede que un poquito más para tener alguna aventura. De hecho, eso es lo que pienso hacer cuando termine el instituto. Largarme a algún lugar. Cuando cumplí diecisiete años mi padre me regaló un cheque enorme para que me comprara un coche con matrícula personalizada. No creo que DOR1S fuera exactamente lo que él tenía en mente, pero funciona bastante bien. Y el resto del dinero me lo he guardado para gastármelo en algo divertido.

—Esto es divertido —dije sin pensarlo, preguntándome si sería así como se sentían mis padres al principio del todo, cuando se escribían el uno al otro cartas de amor.

—Sí —dijo Aaron echando hacia atrás la cabeza en la llovizna—. Es verdad.

Justo cuando pensaba que la noche no podía ser más perfecta, la imagen de un aparcamiento se coló a la fuerza en mis pensamientos. Un aparcamiento por el que iban andando dos personas. Que se paraban al lado de una farola. Y bajo aquella luz de ámbar, se abrazaban.

—Tengo que marcharme —dije de repente, saltando del muro, echando a perder aquel instante—. Me ha dicho mi madre que esté en casa a las seis.

Aaron se quedó donde estaba, desplegando los brazos y manteniéndose en equilibrio sobre una pierna.

—Menos mal que te he traído. Si no, habrías llegado tarde. De todas formas, ¿qué estabas haciendo allí?

—¿Cómo? —dije, aunque le había oído perfectamente. Me sacudí el polvo de la falda del instituto, rehuyendo su mirada.

—¿Qué hacías en ese barrio a la salida del instituto? Yo vivo por ahí.

—He ido a ver a mi abuelo —murmuré quitando de la tela una suciedad inexistente.

—¿En qué calle vive?

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