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Authors: Catherine Moore

Tags: #Ciencia ficción,Fantasía

Northwest Smith (27 page)

BOOK: Northwest Smith
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La estremecedora impresión que le hizo sobresaltarse, incrédulo, le volvió de tal suerte a la realidad que jamás olvidaría, a pesar de todos sus esfuerzos, la violenta impresión que supuso ver los ojos de Judai. Durante todo un minuto no comprendió lo que veía. Era demasiado increíble para que su cerebro lo admitiera. Con el corazón batiéndole alocadamente, se quedó rígido, mirando fijamente el irreal rostro que se volvía hacia el suyo.

Bajo aquellas largas pestañas curvadas no vio las sombrías profundidades luminosas que había esperado. Bajo los blancos párpados de Judai no había ojos. En su lugar se encontró mirando dos abismos rodeados de pestañas, dos pozos de forma almendrada llenos de humo gris, de un humo que daba vueltas, que se movía y hervía inquieto como el de los fuegos del infierno. Entonces supo que el cuerpo curvilíneo y blanco como la leche que había sido de Judai se hallaba ocupado por una entidad más diabólica que cualquier diablo engendrado por los fuegos del infierno. No sabía cómo habría podido llegar hasta aquel cuerpo, pero sí sabía que la auténtica Judai ya no existía. Al mirar en el interior de aquel ciego humo gris que giraba inquieto, estuvo seguro de ello y la repulsión brotó en su interior mientras intentaba sacar fuerzas de flaqueza de su propio cuerpo para enviar a la nada aquella belleza embrujada, pero no pudo moverse. Inerme ante la garra helada de su propio horror, siguió mirando.

Ella…, eso se encontraba de pie ante él, con los ojos vacíos. Smith observó que el humo comenzaba a salir lentamente de los grises pozos de los ojos. Se derramaba por la habitación en delicadas volutas y torbellinos. Una sensación de asco se apoderó de él mientras seguía mirando, y también un terror extravagante, pues no era el humo limpio e inconfundible de un fuego. En él no se percibía ningún olor, aunque su alma se estremecía ante su relente indeciblemente malsano. Podía oler el mal, degustarlo, percibirlo intangiblemente con muchos más sentidos de los que poseía, a pesar de la intangibilidad de la materia que se arremolinaba, derramándose en ondas crecientes bajo los párpados orlados de pestañas que antaño fueran los de Judai. Ya había sido antes consciente de todo aquello cuando miró hacia atrás al irse la noche anterior, y ver en la oscuridad aquella incierta bruma gris que velaba la blancura de leche de la mujer… Fue algo desagradable. Incluso aquella remota sospecha de lo que estaba viendo con toda su crudeza había sido suficiente para hacer que le recorriese un escalofrío de alarma. Pero en aquellos momentos…, en aquellos momentos eso caía sobre él en espesas oleadas, a través de las cuales apenas podía divisar los pálidos contornos de la figura que estaba delante, y la grisura se infiltraba a través de su cuerpo, de su mente y de su alma con un contacto más espantoso que el de cualquiera de los seres más espantosos de toda la creación. Aunque no fuera tangible, era más viscoso y más inmundo que todo lo que hubiese podido nombrar. Y aquel cieno húmedo reptó no sobre su carne, sino sobre su alma.

De modo impreciso, a través de aquel torbellino vio moverse los labios del cuerpo que fuera de Judai. Una voz espectral sonó en la grisura, un hilo de voz, rico, acariciante, gorjeante. Tan hermosa había sido la voz de Judai que incluso el horror que se movía dentro de ella al hablar no podía obtener notas discordantes de una garganta que jamás había emitido ningún sonido que no fuese musical.

—Me dispongo a tomarte, Northwest Smith. Ha llegado el tiempo de deshacerme de este cuerpo y de sus modos de seducir, para revestirme con la fuerza y la audacia de un hombre y así completar lo que he venido a hacer. Ya no lo necesito, sólo quiero tu fuerza y tu vigor antes de que los entregue al poderoso… Y entonces podré volver en mi antigua forma para someter los mundos a la dominación del gran…

Smith parpadeó. En todo aquel discurso faltaban palabras cada vez que se hacía alusión a alguien, pero no porque no se hubiesen pronunciado. Los labios se habían movido, pero de ellos no había brotado ningún sonido; el aire había vibrado con un ritmo inaudible, tan profundamente turbador que Smith no pudo por menos de sentir una sensación de temor respetuoso…, si es que era posible sentir tal cosa después de la articulación muda de una palabra.

Aquella voz suavemente murmurante susurraba a través de la niebla. Ésta se había espesado tanto que Smith apenas podía ver los contornos de la figura que se hallaba ante él.

—He esperado tanto por ti, Northwest Smith… Por un hombre con un cuerpo y un cerebro como los tuyos, que respondiese a mis necesidades. Ahora te tomo, en el nombre del gran… ¡Por ese nombre, te ordeno que me entregues tu cuerpo! ¡Vete!

La última palabra crepitó a través de la bruma, y una ceguera inmediata cayó sobre él. Sus pies ya no pisaban el suelo. Se debatía en la niebla de un horror tan espantoso que su mismísima alma se agitó en su interior para escapar. Como si fuera algo viscoso, la substancia gris impregnaba todo su ser, revolcándose, arrastrándose, deslizándose, y su contacto sobre su cerebro fue una locura sin forma, hasta tal punto que su alma, que retrocedía ante aquella indescriptible abominación, habría sido capaz de llegar hasta el mismísimo infierno para escapar de ella.

Supo de manera confusa qué estaba sucediendo. Su cuerpo era para él inasible, lo que le obligaba a abandonarlo. Y al saber aquello, y comprender lo que significaba, se encontró luchando desesperadamente para libarse. El fango reptante manchaba su alma. No podía haber alternativa tan espantosa como aquella repugnante realidad. La locura le acechaba en todos los esfuerzos desesperados que hacía su yo para escapar al horror que le envolvía. Frenético, luchó para liberarse.

Sucedió de repente. Sintió un chasquido nítido, como el de algo tangible, y después la libertad. En aquel instante, las oleadas grises de repulsión cesaron. Flotaba libre, ligero e impalpable en un vacío sin luz ni tiniebla, consciente de nada que no fuese la bendita liberación del tormento.

Poco a poco fue comprendiendo qué le había pasado. Carecía de forma o de substancia, pero era consciente de ello. Y supo que debía buscar de nuevo su cuerpo; no sabía cómo, sólo que aquel pensamiento despertaba una nostalgia acuciante. Y tanto concentró todo su ser intangible en aquel pensamiento que, instantes después, la habitación de donde se había ido comenzó a cobrar forma ante él, y su propia figura apareció vagamente, tan alta como siempre, a través del velo de niebla. Con un esfuerzo poderoso envió sus pensamientos a aquella figura y al fin comenzó a comprender lo que estaba pasando.

Al mismo tiempo podía mirar claramente y sin obstáculo alguno en todas las direcciones. Flotando en la nada, observó la habitación. Al principio tuvo ciertas dificultades para distinguir sus detalles, pues carecía del foco de los ojos como punto de referencia, y la habitación era todo un panorama sin centro. Pero, al cabo de poco tiempo, aprendió el modo de concentrarse y, por primera vez, observó claramente su cuerpo abandonado, grande y alto, cubierto de cuero oscuro, rígido en medio de la deslizante bruma que se retorcía a su alrededor con rizos espesos y viscosos que traían a su memoria recuerdos de una viveza mórbida.

A los pies de aquella forma oscura, velada de niebla, yacía el cuerpo de Judai. Exquisitamente primoroso, formaba un destello blanco y escarlata sobre el sombrío piso. Supo que estaba muerta. El hálito de vida extraterrestre que la había habitado ya no estaba presente. La curiosa falta de relieve de la muerte era elocuente en el lastimoso y adorable cuerpo que llenaba de suaves curvas el vestido de terciopelo. La Cosa había acabado con ella.

De nuevo volvió su atención hacia su propio cuerpo. Aquella horrible niebla viva se había espesado aún más, hasta convertirse en una especie de manto, pesado y casi palpable, de viscosidad deslizante que reptaba incesantemente por encima y alrededor de la alta figura. Pero comenzaba a desaparecer. Se infiltraba lenta e inexorablemente en la carne que él había dejado libre. Ya había penetrado más de la mitad, y una semblanza de vida aparecía en aquel cuerpo helado. Siguió mirando hasta que la última porción de substancia gris que era la Cosa tomó posesión de su cuerpo perdido, despertándolo a una vida fría y extraña. Vio cómo se apoderaba de los nervios y músculos que él había entrenado, de modo que su primer movimiento fue el rápido gesto acostumbrado de deslizar la pistola térmica en la funda que llevaba bajo la axila. Observó cómo sus propios hombros se encogían inconscientemente para asegurarse de que la correa estaba en su sitio. Se sorprendió de verse cruzar la habitación con los pasos largos y ligeros que habían sido suyos. Vio sus propias manos coger la arqueta de marfil de los delgados dedos, teñidos de rosa, de Judai.

No fue consciente hasta entonces de que podía leer los pensamientos con la misma claridad que antes las palabras. Los únicos pensamientos que llenaban la habitación eran los de la Cosa, extrañísimos, que hasta entonces no habían tomado una forma lo suficientemente humana para que él pudiera comprender su significado. Pero, en aquellos momentos, comenzaba a comprender muchas cosas, y lo extraño de su significado formó un remolino de temas levemente comprensibles alrededor de su consciencia.

Después, abruptamente, un nombre relampagueó entre aquellos pensamientos, y su potencia le golpeó con tal fuerza que, durante un instante, aquella escena osciló y él fue tragado por el remolino de antes, hasta el vacío donde no había luz ni tiniebla. Mientras se debatía para volver de nuevo a la habitación, su espíritu incorpóreo intentó juntar las piezas de la sabiduría que acababa de conseguir, donde aquel nombre llameaba como un faro, centro y foco de todo aquel conocimiento.

Se trataba del nombre que sus oídos no habían podido captar cuando los labios de Judai lo pronunciaron. Entonces supo que, aunque los labios humanos pudiesen formar sus sílabas, ningún cerebro que fuese completamente humano podría enviar los impulsos para que sonasen; de tal suerte, jamás podría ser pronunciado por un hombre cuerdo, ni ser oído o comprendido por él. Incluso así, las vibraciones inaudibles de su nombre habían suscitado en su cerebro oleadas de miedo. Y en aquel momento, cuando su fuerza sin velos alcanzó de lleno su desprotegida consciencia, la potencia de aquel nombre bastó para que comenzase a dar vueltas, sin control ni foco para su visión.

Pues era el nombre de una Cosa tan poderosa que incluso en su estado de irrealidad se estremeció con sólo pensar en ella; una entidad cuyo poder no podría captar completamente ninguna conciencia velada por la carne. Sólo pudo comprenderlo gracias a la sutileza de su incorporeidad, y apartó su espíritu de aquel nombre espantoso mientras rebuscaba con más ahínco entre los extraños pensamientos que llovían sobre él, procedentes de la criatura que se había revestido con su forma.

Entonces supo por qué había llegado aquella Cosa. Supo el propósito de lo que respondía a aquel nombre. Y supo por qué los hombres de Marte jamás pronunciaban el nombre de su frío dios. Porque no podían. No era un nombre que los cerebros humanos pudieran comprender, ni los labios humanos pronunciar sin verse impelidos hacia el más allá. Poco a poco, los orígenes de aquella curiosa religión fueron cobrando forma en su mente.

El Nombre había dominado como una sombra enorme a los antepasados más antiguos de los marcianos, millones y millones de años atrás en el tiempo. Había llegado de su madriguera en el más allá, para vivir entre la humanidad en medio del terror, absorbiendo la vida de sus adoradores y reinando con un miedo y un terror que, incluso después, después de incontables eones, y aunque su misma existencia hubiera sido olvidada, seguían viviendo en las mentes de sus remotos descendientes.

Ni siquiera entonces había desaparecido completamente. Se había mantenido aparte, por razones demasiado complejas para ser comprensibles. Pero había dejado atrás sus altares, y cada uno de ellos era una pequeña puerta hacia él; además, los sacerdotes que le servían le ofrecían tributo. En ocasiones eran poseídos por el poder de su dios y pronunciaban el nombre que sus devotos no podían oír, aunque aquellas cadencias espantosas suscitasen a su alrededor un ciclón de energía. Y ése era el origen de aquella religión oscura y extraña que, en Marte, había caído en descrédito durante tanto tiempo, aunque jamás hubiera muerto en los corazones de los hombres.

Smith comprendió entonces que la Cosa que ocupaba su cuerpo era un mensajero del más allá, aunque no pudo discernir totalmente de qué tipo. Podía ser una parte de aquel inmenso poder compuesto que detentaba el Nombre. Jamás lo supo. Cuando sus pensamientos se encaminaban hacia aquella dirección se hacían demasiado extraños para aportar a su mente cualquier significado. Cuando dirigía esos pensamientos hacia su origen, y el poder del Nombre relampagueaba a través de ellos, Smith aprendía rápidamente a replegarse, haciendo callar su yo consciente hasta que pasaban. Era como mirar los hornos del infierno a través de una puerta abierta.

Se vio a sí mismo dando vueltas entre sus manos a la arqueta, lentamente, mientras sus pálidos ojos buscaban algo en su superficie. ¿Eran los suyos? ¿No se vería bajo sus propios párpados la grisura de la cosa? No podía asegurarlo, porque no podía concentrarse directamente en el anublado morador de su cuerpo. Su contacto era demasiado extraño, demasiado repulsivo.

Sus manos habían encontrado una abertura secreta. No podía decir exactamente qué había sucedido, pero, de repente, se había visto efectuando sobre la caja de marfil un extraño movimiento de torsión. Las dos mitades se habían separado a lo largo de una línea irregular. Bajo una espesa bruma roja apareció una substancia espesa, casi tangible, que las manos de su cuerpo manipularon como si fuesen los pliegues de una tela.

Casi reptando, la bruma fue cayendo hacia el piso, mientras se veía a sí mismo retirar un objeto que arrojaba un poco de luz sobre el misterio que cubría buena parte de lo sucedido. Pues reconoció el curioso símbolo que había estado dentro de la arqueta llena de bruma. Estaba hecho de una substancia sin parangón en ninguno de los tres mundos, un metal traslúcido que dejaba ver en su interior una opacidad humeante que formaba vagos remolinos y volutas. Y su forma era el duplicado de un símbolo repetido frecuentemente en los bajorrelieves que cubren las paredes de las casas marcianas. Smith había oído hablar de aquel talismán en las conversaciones privadas que los piratas del espacio mantenían entre susurros. Pues su misma existencia era un secreto para todos, salvo para aquellos vagabundos de las rutas del espacio, a quienes nada se oculta.

BOOK: Northwest Smith
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