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Authors: Catherine Moore

Tags: #Ciencia ficción,Fantasía

Northwest Smith (30 page)

BOOK: Northwest Smith
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—Hasta ahora todo ha sido demasiado fácil —observó Smith, mirando hacia atrás por encima del hombro al pequeño venusiano—. No es cuestión de esperarse lo peor, pero este lugar me da mala espina.

El piloto de rostro poco comunicativo que estaba en los controles emitió un gruñido de ferviente asentimiento, mientras estiraba el cuello para divisar el pequeño mundo que se desplazaba por debajo de ellos.

—No sabéis lo condenadamente contento que estoy de no acompañaros —pronunció a duras penas, con la boca llena de tabaco de mascar.

Yarol le respondió con un cordial improperio venusiano, pero Smith no habló. Sentía poca simpatía y menos confianza en aquella tripulación adusta y silenciosa. Si estaba en lo cierto —y raramente dejaba de estarlo al juzgar a los hombres—, tendrían problemas con ellos antes de haber terminado su viaje de regreso a la civilización. Por eso dio la espalda al piloto y miró hacia abajo.

Desde tan alto, el satélite aparecía cubierto del peor tipo de jungla supertropical, cálida y lívida bajo el arrebol de Júpiter, hambrienta y casi viviente, que olía a vitalidad y a muerte súbita. Mientras la nave se hundía en su larga curva sobre la jungla no vieron signos de vida humana en ningún momento. Las cimas de los árboles se extendían en una superficie continua a lo largo de toda la superficie esférica del satélite. Yarol, mirando hacia abajo, murmuró:

—No hay agua. No sé por qué, pero siempre me había imaginado a las sirenas con cola de pez.

De su pasado misterioso y heterogéneo, Smith extrajo los versos de un antiguo poema: “… Golfos encantados, donde cantan las sirenas”, y dijo en voz alta:

—Se supone que también cantaban. ¡Vaya! Es muy probable que al final terminen siendo un puñado de salvajes feísimos, si es que lo sucedido se apoya en algo más que en el delirio.

La nave había comenzado a describir una espiral, y la jungla se dirigía a su encuentro a enorme velocidad. Una vez más el pequeño satélite se desplazó bajo sus ojos que no perdían detalle, engalanado de flores, verde por su fértil vida, espesa por la maraña de vegetación desenfrenada. En aquel momento, las manos del piloto se crisparon sobre los mandos y, con un estremecimiento de protesta, la pequeña nave espacial se deslizó en un largo picado hacia la ininterrumpida jungla que se extendía debajo.

Con un enorme estruendo de materiales rompiéndose, se hundió a través de los diferentes estratos de la vegetación que impedía cualquier visión a través de las portillas y que sumió el interior de la nave en un crepúsculo verde. Casi sin acusar el peso del vehículo, el suelo de la jungla los acogió. El piloto se echó hacia atrás en su asiento y suspiró, entre relentes a tabaco. Ya había hecho su trabajo. Indolente, echó una mirada hacia la portilla.

Yarol avanzó a gatas por el suelo de cristal, que no mostraba más que lianas y ramas aplastadas, además del barro pegajoso de la superficie del satélite. Se reunió con Smith y el piloto junto a la portilla de proa.

Les sumergía la jungla. Grandes ramas serpentiformes y lianas como cables caían sobre ellos en toda su longitud desde los árboles aplastados que marcaban su entrada en ella. Era una jungla animada, llena de cosas hambrientas que brotaban en salvaje y prolífica maraña del fértil barro. Aquí y allá, flores de colores crudos, de muchas yardas de largo, volvían a ciegas sus bocas succionadoras contra el cristal, con hambre insensata, manchando su superficie transparente de jugo verde. Una liana erizada de púas azotó el cristal por donde miraban y se deslizó descuidadamente por él, para volver a azotarlo con ciega insistencia una y otra vez, hasta que sus púas perdieron su dureza y un jugo verde manó de ellas.

—Bueno, después de todo, habrá que limpiar el monte —murmuró Smith mientras miraba la voraz jungla—. No me extraña que esos pobres diablos se chiflasen un poco. Lo que no comprendo es cómo pudieron salir de aquí. Es…

—Pero… ¡Que Pharol se me lleve! —exclamó Yarol, con voz desfallecida, pero tan sobrecogida que Smith se interrumpió en mitad de su discurso y giró en redondo, mientras llevaba una mano a su pistola, para mirar al pequeño venusiano, que se había dirigido a la portilla de popa con intención de atisbar desde ella.

—¡Es una carretera! —añadió sin fuerzas—. ¡Que el Negro Pharol se me coma si eso de ahí delante no es una carretera!

El piloto cogió un infecto cigarrillo marciano y se desperezó voluptuosamente, sin manifestar el menor interés. Pero Smith estaba al lado del venusiano antes de que éste hubiese terminado de hablar. Ambos contemplaban en silencio la sorprendente escena enmarcada por la portilla trasera. Una amplia carretera penetraba tan recta como una flecha en la penumbra de la jungla. En sus márgenes, las hambrientas cosas de la vegetación desaparecían bruscamente, sin aventurar siquiera un zarcillo o una hoja en la tersura del camino. Incluso por arriba, a las ramas les estaba vedado entrar en él; por eso formaban una bóveda sobre la carretera, con sus verdes hojas surcadas de venas. Era como si un rayo destructor hubiera surcado la jungla, matando a su paso todo tipo de vida. Incluso el viscoso fango se había endurecido, convirtiéndose en un suave pavimento. Vacía y enigmática, la despejada carretera se alejaba de su campo visual, penetrando en la retorcida jungla.

—Vaya —dijo Yarol, interrumpiendo el silencio—, esto parece un buen comienzo. Todo lo que tenemos que hacer es seguir la carretera. Creo que podría apostar sin temor a perder que ninguna de esas damas adorables andarán vagabundeando por ahí en medio de la jungla. Y, a juzgar por el aspecto de esta carretera, después de todo debe haber gente civilizada en esta luna.

—Me sentiría mejor si supiera quién la construyó —dijo Smith—. En algunos asteroides y satélites hay cosas endiabladamente extrañas.

Los ojos de gato de Yarol relucían.

—Eso es lo que me gusta de esta vida —e hizo una mueca—. Que uno jamás se aburre. Veamos, ¿qué registran los instrumentos?

Desde su asiento junto al panel de control, el piloto observó los instrumentos que daban la lectura automática del aire y gravedad exteriores.

—Todo O. K. —rezongó—. Mejor será que cojáis las pistolas térmicas.

Smith se encogió de hombros, súbitamente inquieto, y se volvió hacia el armero.

—Y también bastantes cargas de recambio —dijo—. No sabemos con qué podremos encontrarnos.

Mientras ambos se volvían hacia la compuerta de salida, el piloto movió entre los labios un venenoso cigarrillo y dijo:

—Suerte. La necesitaréis.

Tenía toda la indiferencia de los de su clase ante cualquier otra cosa que no fuera su propia comodidad y el cumplir las tareas que le incumbían con un mínimo de esfuerzo; apenas se molestó en volver la cabeza cuando la compuerta se abrió, dejando entrar una racha nauseabunda de aire denso y caliente, que apestaba a las cosas que crecían entre el verde y al miasma de una rápida corrupción.

El extremo de una liana se abatió con violencia por el hueco de la compuerta mientras Smith y Yarol se habían detenido para mirar. Yarol masculló un juramento en venusiano y se echó hacia atrás, desenfundando su pistola térmica. Instantes después, la cegadora llama que brotó de ella abrió un camino de destrucción a través de la lujuriante vegetación carnívora, hasta la carretera que se encontraba escasamente a una docena de pies más adelante. Entre la aniquilada materia vegetal hubo silbidos y chisporroteos inmensos, y un sendero vacío se abrió ante ellos en el pequeño espacio que separaba de la carretera la compuerta exterior de la nave. Yarol penetró en el apestoso cieno, que burbujeó alrededor de sus botas con un relente de vida y de putrefacción. Juró de nuevo y se hundió hasta las rodillas en su negrura. Smith, haciendo ascos, se reunió con él. Codo con codo, metidos en el légamo, avanzaron hacia la carretera.

Aunque la distancia era corta, les llevó diez largos minutos recorrerla. Unas cosas verdes les fustigaban desde las paredes que habían tallado en la espesura las llamas de la pistola, y ambos no tardaron en sangrar por una docena de pequeños cortes y arañazos producidos por las espinas, sin resuello, enfadados y encenagados antes de llegar a su meta y conseguir pisar el firme de la carretera.

—¡Caramba! —musitó Yarol, sacudiendo el cieno que rodeaba sus botas—. Que Pharol me lleve consigo si después de esto doy un paso fuera de esta carretera. No existe sirena viva que pueda seducirme y obligarme a volver de nuevo a aquel infierno. ¡Pobre Cembre!

—Adelante —dijo Smith—. Pero ¿por dónde?

Yarol se secó el sudor de la frente y respiró hondamente, arrugando la nariz por el asco.

—Por donde sople el viento, ya que lo preguntas. ¿Habías olido alguna vez semejante pestazo? ¡Y el calor! ¡Dioses! ¡Estoy completamente empapado!

Smith asintió, sin hacer mayores comentarios, y torció a la derecha, donde una débil brisa agitaba el aire pesado, cargado de humedad. La delgadez de su propio cuerpo solía hacerle insensible incluso a las grandes variaciones del clima, pero hasta Yarol, que provenía del Planeta Cálido, había comenzado a sudar. El rostro de Smith, curtido como el cuero, estaba brillante y la camisa comenzaba a pegársele en los hombros.

La fresca brisa chocó agradablemente contra sus rostros cuando se orientaron hacia ella. En un silencio lleno de jadeos avanzaron por la carretera, tambaleándose confusos, y su asombro fue en aumento a medida que avanzaban. A cada paso, la finalidad de aquella carretera se iba convirtiendo en un misterio. Ninguna huella de vehículos marcaba su firme, ni tampoco de pisadas. Y el bosque no invadía nunca la calzada, ni aunque se tratase del zarcillo más menudo.

En ambas márgenes, más allá de los límites precisos del camino, continuaba la vida lujuriante y caníbal de la vegetación. Las lianas hacían bambolear por el aire denso grandes ventosas y sarmientos erizados de espinas, dispuestos a lanzarse mortalmente contra cualquiera que se pusiera a su alcance. Pequeñas cosas reptilianas se escabullían por el apestoso cieno del pantano, lanzando de vez en cuando gritos agudos al caer en alguna trampa espinosa, y en dos o tres ocasiones oyeron el hueco mugido de algún monstruo invisible. Una atroz vida primigenia retumbaba, luchaba y devoraba todo lo que les rodeaba, propia de un planeta en los primeros espasmos de la vida animada.

Pero allí, sobre aquella carretera que sólo podía ser el resultado de una civilización muy avanzada, la voraz jungla parecía muy lejana, como un mundo irreal que representase sobre un escenario el drama de sus orígenes. Al poco de caminar sobre ella habían dejado de prestarle atención, y los mugidos, el azote de las hambrientas lianas y la ávida espesura de la floresta comenzaban a borrarse en el olvido. Nada de aquel mundo invadía la carretera.

A medida que avanzaban, el calor agotador disminuyó por el efecto de la constante brisa que soplaba a lo largo del sendero. Había en ella un tenue perfume levemente dulzón, completamente ajeno al hedor de los repugnantes pantanos que bordeaban el camino. Aquel aroma a perfume acariciaba suavemente sus rostros.

Smith no dejaba de mirar por detrás de su hombro a intervalos regulares, y una arruga de incomodidad fruncía sus cejas.

—Si no tenemos problemas con nuestra tripulación antes de que volvamos, te compraré una caja de segir —dijo.

—Acepto —replicó Yarol, de muy buen humor, volviendo hacia Smith sus sesgados ojos de gato que contenían tanto salvajismo reprimido como la jungla que los rodeaba—. Aunque creo que forman un feo trío de criminales.

—Quizá se les haya ocurrido dejarnos aquí y repartirse nuestro dinero a la vuelta —comentó Smith—. O deshacerse de nosotros una vez que tengamos a las chicas, y así quedarse con ellas. Si aún no han pensado en ello, lo pensarán.

—De ésos no saldrá nada bueno —añadió Yarol con una mueca—. Son…, son…

Su voz dudó y se desvaneció en el silencio. La brisa les traía un sonido. Smith se paró en seco, tan inmóvil como un muerto, y aguzó el oído para conseguir captar el eco de aquel murmullo que había llegado hasta ellos en alas de la brisa. Un sonido como aquél sólo podría haberse escapado de los mismísimos muros del paraíso.

Mientras permanecían en silencio y recobraban el aliento, volvieron a escucharlo: un eco de la risa más encantadora y elusiva. Desde muy lejos llegaba flotando hasta sus oídos el delicioso fantasma de una risa de mujer. Había en él la caricia de un delicado beso. Rozó los nervios de Smith como hubieran hecho unos dedos acariciantes y murió en un silencio palpitante que parecía reacio a dejar que su exquisito sonido se perdiera entre ecos y se extinguiese.

Los dos hombres se miraron mutuamente, en la enajenación de aquel instante. Finalmente, Yarol consiguió hablar.

—¡Sirenas! —exclamó sin resuello—. ¡Si ríen de ese modo no necesitan cantar! ¡Vamos!

Apretaron el paso y avanzaron por la carretera. La brisa soplaba fragante sobre sus rostros. Instantes después, su aliento perfumado llevó a sus oídos otro eco débil y lejano de aquella risa celestial, más dulce que la miel, que flotaba en el viento en desmayadas cadencias que iban muriendo de modo imperceptible, hasta que ya no pudieron asegurar si lo que oían era aquella risa adorable o el precipitado latido de sus corazones.

Pero la carretera seguía apareciendo ante ellos tan vacía como siempre, ciertamente silenciosa en el crepúsculo verde que se extendía bajo la bóveda poco alta de los árboles. Parecía darse allí una especie de bruma, de suerte que aunque la calzada corriese en línea recta, la verde opacidad velaba lo que había ante ellos; por eso caminaban en un silencio irreal a lo largo de la carretera que penetraba junglas voraces cuyo aspecto y ruidos bien hubieran podido pertenecer a otro mundo. Sus oídos estaban en tensión, a la espera de la repetición de aquella risa tenue y adorable, y aquella esperanza los atenazaba con un encantamiento de olvido que hacía que se despreocupasen de cualquier otra cosa que no fuera aquel delicioso eco.

Ninguno de ellos hubiera podido decir cuándo fueron conscientes del pálido destello en el verde crepúsculo que se extendía ante sus ojos. Pero, sin saber por qué, no les sorprendió que una joven caminase tranquilamente por la carretera a su encuentro, medio velada por la penumbra de jungla que se extendía bajo los árboles.

Para Smith fue como una imagen que acabara de salir directamente de su sueño. Incluso a aquella distancia, su belleza tenía un encantamiento de calma que le hizo estremecerse y que sumió todas sus dudas en una paz extraña y mágica. La belleza fluía a lo largo de las esbeltas líneas curvas de su cuerpo, velado y revelado al mismo tiempo por el flotante vestido de sus cabellos; su donaire lento y ondulante, al caminar, era un potente conjuro que le sumía, inerme, en su encantamiento.

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