Un murmullo de estupefacción recorrió la muchedumbre que se encontraba detrás de Smith. Una rabia verdosa se extendió por el pálido rostro del sacerdote. Rezongó y se echó hacia delante, intentando agarrar con sus cortos brazos a la joven. La mano de Smith, al desaparecer rápidamente en el interior de su cazadora, fue más rápida que las garras de sus captores. En un destello azul, la lengua de deslumbrante calor del lanzallamas se dirigió al encuentro del Nov, como si quisiera lamerlo. Éste vaciló y giró sobre sí mismo, lanzó un único grito, alto y agudo, y cayó al suelo en una masa blanda y oscura.
Hubo un momento de profundo silencio. Los rostros informes de los Nov se volvieron al unísono hacia el amasijo extrañamente fluido que había sido su jefe. Después, en el gentío que se hallaba detrás de Smith comenzó a crecer el débil retumbar del murmullo de muchas voces. Ya había oído antes aquel sonido…, el rugido creciente de una muchedumbre de fanáticos. Sabía que significaba muerte. Apretando los dientes, se volvió para enfrentarse a ellos, empuñando con más firmeza la culata de su lanzallamas.
El murmullo fue en aumento, y se hizo cada vez más intenso. Alguien gritó: “¡Matad! ¡Matad!”, y una súbita urgencia en aquella espesa muchedumbre de repugnantes rostros impulsó hacia él toda la marea. Entonces, por encima de aquel clamor naciente, pudo oírse claramente la voz de nyusa:
—¡Alto!
Tomada por sorpresa, la muchedumbre asesina se detuvo y volvió los ojos hacia la irreal figura encerrada en su jaula luminosa. Incluso Smith se atrevió a echar una mirada por encima del hombro, apuntando al aire con el lanzallamas, el indeciso dedo sobre el gatillo. Cuando el terrestre vio lo que estaba sucediendo bajo la lluvia de luz, se quedó inmóvil, presa de estupor, lo mismo que la muchedumbre.
Los traslúcidos brazos de Nyusa estaban alzados, mientras su cabeza caía hacia atrás. Se mantenía inmóvil, como una figura triunfal esculpida en una piedra lunar, mientras a su alrededor, en los brumosos colores lunares de aquella luz, se iba formando una oscuridad como una bruma oscura que se adhería a sus alzados brazos y ceñía su cuerpo semihumano. Era una oscuridad como la de ninguna noche que Smith hubiera visto antes. Ninguna palabra de cualquier lengua podría describirla, porque era una oscuridad que no había sido hecha para que cualquier criatura capaz de hablar pudiese verla. Era una blasfemia y un ultraje para la vista, un ultraje contra todo lo que el hombre espera y cree. La oscuridad de lo increíble, de lo que le es totalmente ajeno, de lo que se opone a él.
El arma de Smith cayó de sus temblorosos dedos. Se llevó ambas manos a los ojos y las apretó con fuerza para no ver aquel espectáculo espantoso. A su alrededor oyó un suspiro lánguido y prolongado a medida que los Nov hundían su rostro en el reluciente suelo. En aquel silencio de muerte, Nyusa habló de nuevo, con voz que vibraba de divinidad consciente y que poseía como contrapunto un extraño matiz de inhumanidad. Era la voz de alguien capaz de abrir lo oculto, de alguien afín a aquella espantosa negrura completamente extraterrestre.
—Os ordeno por la Oscuridad —dijo, fríamente— que dejéis libre a ese hombre. Ahora me voy, para no volver jamás. Dad gracias de que un castigo peor que éste no caiga sobre vosotros, que no supisteis honrar a la hija de la Oscuridad.
Luego, durante un brevísimo instante, sucedió algo indescriptible. Smith fue vagamente consciente de que la negrura que había envuelto a Nyusa se extendía a través de él, impregnándole con el escalofrío de aquella oscuridad blasfema, en una repugnante intrusión de su ser más profundo. Durante aquel instante permaneció sumergido en una oscuridad que hizo estremecer por su contacto hasta sus mismísimos átomos. Pero si aquello le pareció espantoso, el chillido sin voz que, al mismo tiempo, brotó a su alrededor, supuso la evidencia de que el contacto con su dios aún era más atroz para los Nov. No con sus oídos, sino con algún sentido desconocido, agudizado por aquel momento de negrura inhumana, fue consciente del grito de intolerable angustia, de la contorsión de tormento extrahumano que, en aquel momento sin tiempo, sufrían los Nov.
De aquel tensionado trance, de aquella marea de negrura, le sacó el roce de algo que le hizo olvidar aquella oscuridad espantosa. El contacto de una boca de mujer sobre la suya, la ardiente presión de unos dulces labios entreabiertos que se aplastaban delicadamente sobre los suyos. Permaneció en tensión, sin mover un músculo, mientras la boca de Nyusa se unía a la suya en el beso más largo que jamás hubiera conocido. Había frialdad en él, un escalofrío tan extraño como la tiniebla que, con su luminosidad, había rodeado su cuerpo bajo la luz, un frío helador que le penetró con un largo estremecimiento de helada repulsión que echó raíces en su cuerpo. Pero también tenía un calor que hizo palpitar, impetuoso, el pulso que aquel frío había helado.
En el instante en que aquellos labios magnéticos se fundieron con los suyos, Smith se convirtió en el campo de batalla de emociones tan dispares como la luz y la oscuridad. El frío toque de la tiniebla, el ardiente contacto del amor. El escalofrío de lo ajeno, una puñalada helada, y la sangre de lo humano respondiendo alocadamente al desafío de la cálida boca. Y fue tal la mezcla de extremos opuestos que, por un instante, se vio rodeado de fuerzas que hicieron que se tambalearan todos sus sentidos. Había tanto peligro en aquel conflicto, tanta amenaza de locura en aquellas fuerzas irreconciliables, que su cerebro se ofuscó en el esfuerzo de intentar conciliarlas.
Justo a tiempo, los magnéticos labios se apartaron. Se encontró solo en la oscuridad que daba vueltas, con aquel peligroso beso que quemaba en su recuerdo mientras el mundo volvía a recobrar su equilibrio. En aquel momento de vértigo oyó lo que los demás, en el olvido de su agonía, no habían podido oír. Oyó los pies descalzos de una joven corriendo suavemente por algún plano inclinado, cada vez más arriba y más deprisa. En aquel momento estaban sobre su cabeza. No miró. Sabía que no vería nada. Supo que Nyusa recorría un camino que ninguno de sus sentidos podía percibir. Escuchó cómo sus pies emprendían una carrera más precipitada. De nuevo escuchó su risa, muy tenue, cortada bruscamente por el sonido de una puerta que se cerraba. Después, silencio.
De repente, mientras aún seguía escuchando aquel sonido, sintió una tremenda calma a su alrededor. La oscuridad había desaparecido. Abrió los ojos y vio una caverna levemente iluminada de la que había desaparecido la lluvia luminosa. Alrededor de él, los Nov yacían en montones estremecidos y ocultaban sus rostros sin forma. Aparte de ellos, aquel vasto lugar se hallaba vacío, al menos a todo lo lejos que su vista conseguía penetrar la oscuridad.
Smith se agachó y recogió la pistola del suelo. Con un pie, zarandeó apresuradamente al Nov que tenía más cerca.
—Muéstrame el camino para salir de aquí —ordenó, enfundando bajo su axila el lanzallamas.
La criatura de aspecto de babosa obedeció y se levantó dando tumbos.
La nieve caía sobre Righa, ciudad polar de Marte. Una nieve ingrata, que se arremolinaba en copos duros como el hielo bajo el punzante viento que siempre parece soplar por las calles de Righa. Aquel día, sus calles cubiertas de guijarros estaban prácticamente desiertas. Las rechonchas casas de piedra se apretujaban unas contra otras ante los asaltos de aquel viento cargado de tormenta, y la nieve en polvo daba más y más vueltas a lo largo del Lakklan, la calle principal de Righa. Los pocos paseantes que la recorrían se subían el cuello hasta las orejas y apretaban el paso.
Sin embargo, había una silueta en la calle que no parecía tener prisa. Era la silueta de una mujer y, por la cadencia de su andar y lo erguido de su cabeza, se hubiera podido aventurar que era joven; pero sólo hubiese sido una suposición porque el manto de pieles con que se cubría ocultaba todas las formas de su cuerpo, aparte de que la capucha puntiaguda que lo remataba le cubría totalmente la cabeza. Aquellas pieles blancas, casi sin peso, eran de gato de las nieves, en la actualidad prácticamente extinguido de las Tierras Salobres, lo que delataba la riqueza de aquella mujer. Caminaba con una gracia cimbreante raramente observada en las calles de Righa. Pues Righa es una ciudad de proscritos, y las jóvenes ricas, hermosas y que caminan solas, sólo suelen verse de tarde en tarde en el Lakklan.
Avanzaba lentamente por la calle ancha y desigual, envuelta en aquel manto encapuchado que la convertía en un enigma de blancura. En cierta forma, parecía ajena a aquella escena fría y desolada. Sin embargo, la ligereza, como de danza, que acompañaba todos sus movimientos, elocuente, incluso, bajo los pesados pliegues de sus ricas pieles de gato de las nieves, no era propia de las mujeres marcianas, ni siquiera de las rosadas bellezas de los Canales. Sin que pudiese decirse por qué, era extranjera…, exóticamente extranjera.
Desde la sombra de su capuchón, una mirada apresurada recorrió la calle, escrutando ávidamente los pocos rostros ante los que pasaba. Por lo general eran rostros duros, pálidos y fríos como la gran ciudad que los rodeaba. Y los ojos que se encontraron con los suyos, descarados o taimados, según el tipo de transeúnte, eran curiosamente parecidos por los furtivos, por la sombra de alerta y por la sensación de hallarse al acecho que vio en ellos. Pues los hombres llegaban a Righa en silencio, jamás de un modo directo, para vivir allí ocultos y apartados, sin llamar la atención. Y sus ojos siempre mostraban desconfianza.
La mirada de la joven los observaba para apartarse, luego, de ellos. Si, después, no la perdían de vista mientras seguía caminando por la calle, eso era algo que ella parecía ignorar, o no darle demasiada importancia. Proseguía su camino sobre el pavimento de guijarros sin apresurarse.
Enfrente de ella, una puerta ancha y baja se abrió en un exabrupto de ruido y música, y una luz cálida se derramó brevemente en el día gris, mientras un hombre cruzaba su umbral y cerraba la puerta tras de sí, con un golpe. Mirándole de refilón, la joven observó cómo se abrochaba la gruesa prenda marrón de antílope polar y, rápidamente, salía a la calle. Era alto, de piel curtida como el cuero, de rasgos duros bajo el gorro de antílope polar que casi le tapaba los ojos. Eran sorprendentes aquellos ojos decididos y fríos, fríos como el hielo. No podía negar que era un terrestre. Su sombrío rostro, surcado de cicatrices, tenía cierto parecido con el de un pirata, y mientras caminaba despacio por el Lakklan, el cuero de sus ropas de hombre del espacio permitía apreciar su delgadez de lobo. Con una mano, se subió el cuello de antílope hasta las orejas. La otra, la derecha, no abandonó el bolsillo de su abrigo.
La mujer se dirigió hacia él en cuanto le vio. Mientras se acercaba, el hombre observó su grácil forma de andar sin alterar la expresión de su rostro. Pero cuando posó una mano blanca como la leche sobre su brazo, tuvo una ligera contracción, totalmente involuntaria, que dominó como si se tratase de un calambre. Un rictus de contrariedad cruzó brevemente su rostro para desaparecer al instante, como si se sintiera avergonzado de aquel espasmo. Se volvió hacia ella, con la mirada completamente inexpresiva, y esperó.
—¿Quién es usted? —dijo el gorjeo de una voz de terciopelo que salía de las profundidades del capuchón.
—Northwest Smith —contestó crispado, apretando con fuerza los labios y apartándose ligeramente. La mano de la mujer aún seguía posada sobre su brazo derecho, pero la suya permanecía oculta en el interior de su bolsillo. Se echó hacia atrás lo suficiente para soltarse de ella y esperó.
—¿Quiere acompañarme? —desde la sombra de su capuchón, su voz palpitó como la de una paloma.
Durante un breve instante, sus pálidos ojos la examinaron mientras la prudencia y la curiosidad luchaban entre sí. Smith era un hombre cauteloso y gran conocedor de los peligros de la vida en el espacio. En ningún momento se equivocó respecto a las intenciones de la joven. No era una cualquiera de las que recorren las calles. Una mujer envuelta en pieles de gato de las nieves no necesitaba abordar a ningún desconocido de los que pasaban por el Lakklan.
—¿Qué desea? —preguntó. Su voz era profunda y seca, y las palabras restallaban con brevedad mordiente.
—Venga —dijo ella con un arrullo, acercándose más a él y deslizando una mano bajo su manga—. Se lo diré en mi casa. Aquí hace demasiado frío.
Smith se dejó llevar a lo largo del Lakklan, demasiado perplejo y sorprendido para resistirse. Aquel simple acto de la joven le había extrañado muchísimo, precisamente por lo simple. Mientras caminaba a su lado, sobre el pavimento incrustado de nieve, revisaba la primera impresión que le había dado. Pues, por aquella voz bien educada que gorjeaba con el colorido registro de una paloma, la blancura de leche de la mano que descansaba sobre su brazo, y el sutil balanceo de su caminar, estaba seguro, completamente seguro, de que procedía de Venus. Ningún otro planeta crea tanta belleza, ninguna otra mujer nace con el instinto de seducción tan asentado en los huesos. Incluso le había parecido que reconocía su voz.
Pero no, si ella hubiera sido de origen venusiano y la mujer que medio sospechaba que fuese, jamás hubiese deslizado su brazo bajo el suyo en aquel gesto íntimo, ni intentado vencer su indecisión con la simple fuerza de su propio encanto. El simple movimiento de él para apartar la mano de su brazo hubiera servido de aviso a una auténtica venusiana de que no debía ir más lejos en sus avances. Ella hubiera sabido, por la mirada de sus ojos impasibles, por el rostro lobuno cosido de cicatrices, por los labios apretados, que no había que buscar sus debilidades en los dominios en que ella era experta. Y si se trataba de la mujer que sospechaba, todo aquello era doblemente cierto. No, no podía provenir de Venus, ni ser la mujer que tanto le recordaba su voz.
Por eso dejó que le condujese a todo lo largo del Lakklan. No permitía frecuentemente que la curiosidad dominase su prudencia innata, pues, de lo contrario, jamás hubiera podido franquear indemne los tormentosos años que habían quedado a su espalda. Pero había algo sutilmente extraño en aquella mujer, y contradictorio, en lo referente a sus opiniones preconcebidas. Para Smith sus impresiones suponían la vida o la muerte, y cuando una de ellas se apartaba del resultado que había intuido, se veía impelido a conocer el porqué. Caminaba a su lado, adaptando sus pasos al avance deslizante de la mujer que llevaba del brazo. No le gustaba el contacto de su mano, aunque no podía decir por qué.