Smith observó un color rosa, exquisitamente claro, estremecerse a partir de la cresta central, oscurecerse hasta convertirse en carmesí, continuar a través de la riqueza de tonos más oscuros hasta el infrarrojo y subir en elocuencia hasta llegar a un color puro que hizo estremecer todo su ser, aunque para él careciese de significado. Comprendió la emoción intensa y creciente que embargaba a la muchedumbre ante la elocuencia del líder que hacía vibrar todos sus sentidos.
Aunque no podía compartir aquella emoción, no comprender una mínima parte de lo que estaba pasando, a medida que miraba fue claramente consciente de algo nuevo. Le rodeaba una sensación de gloria. Aquellos seres no eran los vampiros natos, ávidos de sensaciones, de que había hablado Julhi. Su instinto había acertado. Nadie hubiera podido observarlos en aquella armonía acordada de emociones y no sentir el sublime ardor que les embargaba. Julhi debía ser una degenerada entre ellos. Ella y sus seguidores quizá representaban una facción de aquella gente incomprensible, pero una facción despreciable, y no una que pudiese cobrar importancia ante la mayoría. Pues sentía algo sublime en ellos. Aquella impresión fue imponiéndose en su aturdido cerebro al observar a aquella muchedumbre, atenta al acto que le rodeaba.
Y al ser consciente de ello, la rebelión brotó en todo su ser, mientras le poseía una furia creciente contra la nebulosidad que le condenaba a la impotencia. Julhi sintió aquel afán. La vio volverse hacia él, con el odio llameando aún en su cresta y su único ojo abrasado por un resplandor rojo. De sus rígidos labios salió un silbido furioso, y unos colores sin nombre ondearon sobre sus plumas en elocuentes oleadas de una furia que quemaba como el rayo de una pistola térmica. Algo en el ardor monocorde de la muchedumbre, o en el mensaje del orador, debía de haber suscitado la llama de su cólera, pues, al primer signo de rebelión de su cautivo, dio la espalda a la multitud que la rodeaba e intentó abrirse paso.
Ellos no parecieron darse cuenta de su presencia ni sentir la fuerza con que les hacía a un lado. Todos los ojos miraban con devoción al jefe, todas las crestas emplumadas vibraban en perfecta armonía con la suya. Se habían fundido en un bloque que se olvidaba de todo por el poder de su elocuencia. Julhi salió de la abarrotada plaza sin que una sola mirada reparar en ella.
Smith la siguió como una sombra, rebelde pero impotente. Ella se lanzó por las angulosas calles como un viento enfurecido. Él no conseguía comprender la ira devoradora que la iba consumiendo a cada momento, aunque tenía la vaga sospecha de haber adivinado su causa al observar el efecto que el orador había tenido entre la muchedumbre: ella era una degenerada en desacuerdo con los demás, a los que odiaba con mucha más fuerza por eso mismo.
Le arrastró a lo largo de calles desiertas cuyas paredes fluctuaban por momentos, convirtiéndose en ruinas cubiertas de vegetación para, después, volver a ser las de antes. Las propias ruinas parecían rielar curiosamente con luces y sombras que caían sobre ellas en oleadas sucesivas, y, de repente, comprendió que el tiempo transcurría allí con mucha más lentitud que en su propio plano. Veía cómo iban pasando sobre las ruinas de la antigua Vonng la noche y el día.
Estaban llegando a un patio de extrañas formas angulosas. A medida que entraban, el borrón medio olvidado en su memoria que era Apri pareció iluminarse repentinamente, y la luz que brotaba de ella bañó el patio con una intensidad mucho mayor que la de la luz del exterior. Pudo verla vagamente, oscilando sobre el centro exacto del patio en la curiosa dimensión que le pertenecía, mirando fijamente con ojos enloquecidos y torturados a través de los velos que la separaban de los planos. Alrededor del patio, las crestas de colores oscuros y los ojos transparentes. Y en ese momento, cuando ya una sospecha de la verdad había entrado en su mente, vio que la propia Julhi no tenía la belleza clara y resplandeciente de quienes antes se habían agolpado en la plaza. En ella había una indescriptible opacidad.
Cuando Julhi y su sombra cautiva entraron en el patio, los seres que se movían cansinamente parecieron cobrar súbitamente vida. El color escarlata de la sangre fresca vibró en la cresta de Julhi, y los demás le hicieron eco con un apresurado estremecimiento de sus plumas que tenía algo de ávido y obsceno. Por primera vez, la conciencia apagada de Smith se despertó ante el miedo, y se debatió indefenso en lo más recóndito de su mente para alejarse de las hambrientas sombras que le rodeaban. La muchedumbre se dirigió hacia él con un aflautado abrir de bocas y un estremecimiento carmesí oscuro de plumas que era toda una anticipación. A pesar de lo extraño de sus formas rampantes y de sus irreales rostros de extraterrestres, eran como lobos hambrientos cayendo sobre su presa.
Pero antes de que llegasen a él, sucedió algo. Julhi se había movido con la rapidez del rayo. Smith cerró los ojos por el vértigo. Las paredes que los rodeaban oscilaron y desaparecieron. Apri se desvaneció, la luz se convirtió en algo cegador, y él sintió que el mundo cambiaba a su alrededor de una manera que no podía medir. Reconoció algunas escenas que relampagueaban y desaparecían… Las ruinas negras donde se había despertado, la estancia de Julhi, amurallada de nubes, la espesura de las columnas, incluso aquel patio de extraña factura…, todo se fundió en una sola imagen de contornos imprecisos que acabó por desaparecer. En el instante antes de que se desvaneciera, sintió, como si le llegase de lejos, el roce, a través de la bruma de su incorporeidad, de manos que no eran humanas, manos que producían el escozor lacerante de una descarga eléctrica.
De algún modo, en el instante atemporal en que todo aquello tenía lugar, comprendió que había sido arrebatado a la muchedumbre por algún propósito oscuro. Y también, de algún modo, supo que lo que Apri le había contado era cierto, aunque él hubiera pensado todo el tiempo que estaba loca. En cierta manera, todas aquellas escenas eran la misma. Ocupaban el mismo lugar y el mismo tiempo —la Vonng en ruinas, la Vonng que Julhi conocía, todos los lugares que había conocido desde que se encontró con Julhi en la oscuridad—, pertenecían a planos que se superponían, a través de los cuales, como a través de puertas abiertas de par en par, la había arrastrado Julhi.
Entonces sintió en su interior una sensación indescriptible, y la nebulosidad que le había aprisionado cedió ante el poderoso regreso de su cuerpo de carne y hueso. Abrió los ojos. Algo se había agarrado a él con anillos poderosos, y el sufrimiento le roía el corazón, pero estaba tan atónito por lo que le rodeaba que apenas prestó atención.
Se encontraba entre las ruinas de un patio que debía de haber sido, hacía mucho tiempo, el patio que acababa de dejar… ¿Realmente lo acababa de dejar? Pues veía que seguía rodeándole, oscilando entre las ruinas con espejeos de apagado esplendor. Miró a su alrededor, asustado. Sí, reluciendo a través de los muros caídos y de los muros en pie que coincidían, pudo vislumbrar la floresta de columnas por entre la que había vagado. Y más allá, coincidiendo con todo aquello, la cámara de paredes de niebla conde se había encontrado con Julhi. Todo aquello estaba alrededor, el mundo era un caos de planos en conflicto. También había otras escenas mezclándose con aquélla, de lugares que jamás había visto. Y Apri, incandescente y agonizante, penetraba con sus ojos enloquecidos la sorprendente maraña de los mundos. Su cerebro desamparado luchaba, presa de náuseas, contra las cosas increíbles que no podía comprender.
A su alrededor, a través del caótico revoltijo de una veintena de planos, se arrastraban formas extrañas. Eran como Julhi… y todo lo contrario. Eran como esas otras figuras que se habían precipitado sobre él en la otra Vonng… pero no del todo. Se habían animalizado en la metamorfosis. La radiante belleza se había opacado. La incomparable gracia se había congelado en una mueca animal. Sus plumas llameaban con un desagradable carmesí, y la claridad de sus ojos estaba nublada por un ansia ciega y ávida. Le rodeaban con un desconcertante deslizarse.
Tuvo conciencia de todo aquello en el mismo instante en que abrió los ojos. Miró hacia abajo, consciente por primera vez del dolor que le taladraba el corazón, de los brazos que le sujetaban. Y, de repente, el dolor le apuñaló como un rayo térmico, y sintió una náusea por la impresión de lo que vio. Pues Julhi seguía cogida a él, sólo atenta a su ávido abrazo. Tenía el ojo cerrado y su boca se movía afanosamente una y otra vez entre la carne de la parte izquierda de su pecho, justamente encima del corazón. El penacho de su cabeza se estremecía completamente con largos y voluptuosos espasmos, y todos los matices carmesíes, escarlatas y rojo sangre de un espectro jamás soñado ondeaban en él.
Smith dudó ante una palabra a mitad de camino entre el juramento y la plegaria, y con manos temblorosas intentó liberarse de sus brazos, empujándola a ciegas de los hombros, para arrancar aquella boca agonizante que se aferraba a él. La sangre brotó de ella cuando se liberó. El gran ojo se abrió y miró en su interior con una mirada opaca y velada. El velo no tardó en desaparecer y la opacidad se convirtió en un resplandor detrás del cual brillaban, abrasadoras, las llamas del infierno, las del infierno que debía contener en su interior. Su penacho se irguió erecto, llameando con una furia roja. Del interior de la curvada boca, húmeda en aquel momento, y carmesí, un ronroneo agudo, penetrante, capaz de romperle a uno los nervios, se elevó agonizante.
Aquel sonido era como el latigazo de un cable de acero sobre la carne desnuda. Mordió los centros de su cerebro, apretando sus estremecidos nervios, de manera atroz e insoportable. Bajo el latigazo de aquella voz, Smith se liberó de los brazos que aún le mantenían cogido, se tambaleó sobre las piedras y echó a correr sin rumbo fijo, para escapar del estridente castigo de aquel zumbido. El caos dio vueltas a su alrededor, sus visiones oscilaron y se fundieron en una, de un modo demencial. La sangre corrió por su pecho.
En su ciega agonía, mientras el mundo se disolvía en lo agudo de su sufrimiento, sólo pensaba en una cosa. Aquella luz ardiente. Aquella llama constante. Apri. Avanzó tambaleante a través de paredes, columnas y edificios sólidos en aquel caos de planos entremezclados, pero cuando, finalmente, llegó hasta ella, comprobó que era tangible, que era real. Y con la sensación de su carne firme bajo sus manos, un fragmento de su cordura taladró aquella angustia penetrante que hacía estremecerse todos sus nervios. Y confusamente comprendió que con Apri todo era posible. Apri, la fuente de la luz, la puerta entre los mundos… Sus dedos se cerraron sobre su garganta.
Como si aquello fuera una bendición, aquella canción de tortura se fue atenuando. Era lo único que quería. Apenas comprendió que sus dedos seguían aún crispados sobre la suavidad de una garganta de mujer. El caos se desvanecía a su alrededor, los enloquecidos planos volvían a su ser, palideciendo, retrocediendo hasta el infinito. A través de sus fragmentos, las sólidas rocas de Vonng se convirtieron en ruinas tambaleantes. La agonía de la canción de Julhi sólo fue un débil chillido muy lejano. En el aire que le rodeaba sintió unos tirones frenéticos, como si unas manos impalpables le agarrasen, brazos fantasmales que tiraban sin efecto de él. Levantó los ojos, aturdido e inseguro.
Donde Julhi se encontraba, instantes antes de que los planos volvieran a su ser, comenzó a expandirse una nube que aún conservaba los rasgos adorables que habían sido suyos, pero nebulosa, que se extendía y disipaba como la bruma cuando los planos comenzaron a reestructurarse. Era poco más que una sombra y se disipaba a cada respiración, pero aún intentaba agarrarle con fútiles manos de nube, esforzándose en conservar hasta el final la puerta mientras esgrimía sus garras, iba desapareciendo. Sus contornos se hicieron más difusos y se desvanecieron como humo. Ya no era más que una mancha en el aire, tenue e indistinta. Luego, la niebla que había sido la hermosa Julhi se expandió en la nada… y el aire recobró su claridad.
Smith miró hacia abajo, meneó levemente su aturdida cabeza y se inclinó hacia lo que aún apretaba entre sus manos. Sólo necesitaba una mirada, pero prefirió asegurarse antes de soltar su presa. La pena veló sus ojos durante un instante… Apri ya era libre, con la libertad que tanto había deseado, y, curada de su locura, el terrible peligro que era ella misma había sido alejado. Julhi y sus seguidores jamás podrían utilizar de nuevo aquella puerta. La puerta estaba cerrada.
En las horas que preceden a la aurora, la densa oscuridad venusiana de los muelles de Ednes se halla sobrecogida y en tensión, a la vígil e indescriptible espera de un peligro agazapado. Las formas que se mueven pesadamente a través de su negrura no son formas diurnas. El sol jamás ha brillado sobre algunas de aquellas figuras deformes, pero mejor será que no hablemos de lo que acontece en la oscuridad. Ni siquiera la Patrulla se aventura por allí después de hacerse de noche, de modo que las horas entre la medianoche y la aurora escapan a la Ley. Si allí ocurren sucesos sombríos, jamás llega a conocimiento de la Patrulla, o es que quizá ésta no quiere enterarse de ellos. A través de la oscuridad hay poderes moviéndose a lo largo de los muelles, ante los que incluso la Patrulla dobla el espinazo.
A través de aquella negrura sobrecogida, a lo largo de una calle bajo la cual las aguas susurraban entre suspiros, Northwest Smith caminaba lentamente. Aunque ningún hombre prudente se aventura después de medianoche por los muelles de Ednes, a menos que algún asunto urgente le obligue a ello, bien hubiera podido ser tomado por un paseante casual, a juzgar por el talante reposado que le hacía progresar en silencio a través de la oscuridad de la noche. No era ajeno a los muelles de Ednes. Conocía el peligro a través del cual caminaba con tanta parsimonia y, bajo sus párpados entreabiertos, sus ojos sin color eran como agudas sombras de acero que buscaran a través de la tiniebla. De vez en cuando se cruzaba con una sombra informe que se hacía a un lado para dejarle pasar. Quizá no fuera más que una sombra. Sus ojos sin color no parpadeaban. Y seguía caminando, alerta y en tensión.
Pasaba entre dos altos almacenes que ocultaban hasta el más leve reflejo de la luz procedente de la alejada ciudad, cuando oyó por primera vez aquel sonido de pies descalzos corriendo que tanto le sorprendió. El golpeteo de unos pies corriendo alocadamente no era extraño en los muelles, pero aquel pertenecía —lo escuchó más de cerca—, efectivamente, a una mujer o a un muchacho. Ligero, rápido y desesperado. Su oído era lo suficientemente agudo para asegurarlo. Cada vez se hacía más próximo. En la negrura incluso sus pálidos ojos eran incapaces de ver. Se apoyó contra el muro, y una de sus manos se deslizó hasta la pistola de rayos que sobresalía de su funda, abajo de su muslo. No deseaba encontrarse con los que perseguían al fugitivo, quienesquiera que fuesen.