—No…, no loca del todo. Ni siquiera me dejaría esa escapatoria, pues entonces no podría invocar la luz ni abrirle la ventana que le permite mirar hacia la tierra de donde vino. Esa tierra…
—¡Mira! —la interrumpió Smith—. ¡La luz…!
Apri levantó la mirada y asintió más bien con indiferencia.
—Sí. Se oscurece de nuevo. Julhi va a llamarte, o eso creo.
Rápidamente, la iluminación que les rodeaba comenzó a hacerse más tenue, la floresta de columnas se fundió en la penumbra, la oscuridad veló las amplias perspectivas, todo se opacó y la negra noche cayó una vez más. En aquella ocasión no se movieron, pero Smith fue consciente, aunque vagamente, de un movimiento a su alrededor, sutil e imposible de describir, como si estuviesen cambiando unos decorados detrás del telón de la oscuridad. El aire se estremecía por los movimientos y los cambios. Incluso el suelo bajo sus pies se desplazaba, no de manera tangible sino como resultado de una metamorfosis interna que él no pudo describir.
Y entonces la oscuridad comenzó a iluminarse de nuevo. La luz se difundió lentamente a través de ella, disipando la negrura hasta convertirla en una penumbra traslúcida a través de cuyo velo Smith pudo ver que toda la escena a su alrededor había cambiado. Observó a Apri con el rabillo del ojo, oyó cerca de él su respiración apresurada, pero no volvió la cabeza. Aquellos paisajes de columnas habían desaparecido. Aquellos pasillos sin fin por los que había vagado se hallaban contenidos en aquellos momentos por grandes muros que se levantaban a su alrededor.
Alzó los ojos para buscar el techo y, mientras la penumbra se aclaraba hasta dar paso al día, fue consciente una vez más de la cualidad portentosa de aquellos muros. Un dibujo curiosamente ondulante los recorría en anchas bandas, y, mientras lo miraba, comprendió que las bandas no estaban pintadas sobre su superficie, sino que formaban parte de los propios muros, y que cada banda sucesiva disminuía en densidad. Las que se encontraban a lo largo de la base eran muy oscuras, pero a medida que iban subiendo se iban haciendo más claras y menos sólidas, hasta que a media altura se convertían en estratos de un humo que se hubiese moldeado y, más arriba, en tenues bandas de bruma. Alrededor de las alturas parecía difuminarse en luz pura, hacia la que no pudo alzar los ojos por lo cegador de su brillo.
En el centro de la habitación se alzaba un lecho bajo y negro, sobre el que se encontraba… Julhi. Smith lo supo instintivamente en el momento en que la vio y, en ese mismo instante, sólo pensó en su belleza. Contuvo el aliento ante su belleza radiante y sin tacha, que echada sobre su negro lecho le observaba con mirada fija, sin pestañear. Entonces comprendió que no era humana, y un tenue calambre corrió por su espalda…, pues ella pertenecía a esa antigua raza de seres de un solo ojo cuya existencia aún perdura de manera contumaz, aunque sea entre susurros, en el folclore y la leyenda, a pesar de que la historia los haya olvidado desde hace ya eras. Un solo ojo. Un ojo claro, sin color, centrado en medio de una ancha y hermosa frente. Sus rasgos estaban dispuestos en forma de diamante, en lugar de la triangular, propia de los humanos, y las oblicuas fosas nasales de su nariz aplanada estaban tan separadas entre sí que hubieran podido considerarse por separado, por lo inclinadas y exquisitamente modeladas. Su boca era, quizá, el rasgo más peculiar de aquel rostro extraño aunque, en cierto modo, hermoso. Tenía una forma perfecta de corazón, con un exagerado arco de Cupido, pero no era una boca humana. Jamás se cerraba. Era un orificio maravillosamente arqueado de labios rojos, orlados de un atrayente carmesí, aunque fijos e inmóviles en una mandíbula sin articulación. Detrás de la arqueada abertura, Smith pudo ver el tejido rojo y estriado de su carne.
Encima de aquel ojo único, claro, de espesas pestañas, algo caía de su frente hacia atrás en una curva magnífica, algo remotamente parecido a unas plumas, aunque jamás podría haber crecido sobre un ave viva. Era exquisitamente iridiscente y se estremecía con un color deslumbrante al menor movimiento de su respiración.
Por lo demás, habría que decir que al igual que un perro faldero parodia la gracia esbelta y elegante de un galgo de carreras, la forma propia de la humanidad parodiaba la serpenteante belleza de su cuerpo. Sin lugar a dudas, era la humanidad la que remedaba su cuerpo, y no ella quien remedaba a la humanidad. Y era tan perfecta en cada una de sus líneas y redondeces, tan acertadamente moldeada por el motivo que fuese, que sin conocerlo, Smith tuvo que admitir instintivamente que se adecuaba perfectamente a él.
Había en ella una fluidez, una ligereza que hablaba más a favor del ondular de la serpiente que del movimiento de cualquier criatura de sangre caliente, pero su cuerpo no era como el de cualquier otro ser, ya fuera de sangre caliente o fría, que jamás hubiese visto antes. De cintura arriba era humana, pero más abajo acababa cualquier semejanza. Y, no obstante, era tan hermosa que quitaba el aliento. Cualquier intento para describir la desusada belleza de sus miembros inferiores hubiera parecido grotesco, lo que no era su forma inexpresable y menos aún la completa irrealidad de su rostro.
Aquel ojo claro y fijo volvió su mirada hacia Smith. Estaba echada voluptuosamente en su negro lecho, palidez de marfil contra su negrura, la indescriptible extrañeza de su cuerpo enroscado con la gracia de la serpiente sobre los cojines. Sintió que la mirada de aquel ojo recorría su cuerpo, descubriendo todos los lugares ocultos de su cerebro y rozando casualmente los sucesos de toda una vida que permanecían en él. Su cresta emplumada se estremecía lentamente sobre su cabeza.
Smith sostuvo firmemente su mirada. No había ninguna expresión en aquel rostro inmutable, pues ella no podía sonreír, y la mirada de su único ojo nada significaba para él. No podía adivinar de ninguna manera las emociones que se agitaban tras aquella máscara extraterrestre. Jamás había pensado con anterioridad en lo esencial que es la movilidad de la boca para expresar los estados de ánimo, pues la suya era fija, inmóvil, tendiéndose para siempre en su forma de corazón…, como una lira, pensó él, pero irrevocablemente muda, pues una boca como la suya, con su inamovible mandíbula desquiciada, jamás podría articular un lenguaje humano.
Y entonces habló. La impresión que sintió le hizo cerrar los ojos, y aún necesitó unos instantes antes de comprender que ella estaba realizando lo imposible. El tejido estriado del interior de la boca había comenzado a vibrar como las cuerdas de un arpa; el ronroneo que ya había oído antes llegó, estremeciéndose, por el aire. Fue consciente de que, a su lado, Apri sollozaba desconsoladamente, mientras el ronroneo aumentaba y crecía, pero él lo escuchaba con tanto ensimismamiento que apenas le prestó atención, excepto subconscientemente. En aquel ronroneo había algo extraño, algo que… Sí, eso era… En él se estaban formando frases muy extrañas en una especie de nota musical aguda, entrecortada y dulce, como el sonido del violín. Como ella no podía articular con sus labios inmóviles, sólo conseguía expresarse mediante la variación de intensidad de aquel tono musical. Hay muchos lenguajes a los que esto no les afecta, lo que no es el caso del alto venusiano, que depende en gran parte de la entonación, ya que cada sonido verbal posee diferentes significados según los grados de intensidad; por eso, las notas exquisitamente moduladas que le llegaron ondulantes de su boca, como si lo hicieran de un arpa, tenían un sentido tan claro como si estuviese pronunciando palabras perfectamente audibles.
Y fueron más elocuentes que las palabras. Por algún motivo, aquellas frases cantadas actuaban sobre otros sentidos, además del oído. Desde la primera nota melódica, Smith reconoció el peligro de aquella voz. Vibraba, se estremecía, acariciaba. Recorría sus nervios demasiado receptivos, una y otra vez, como dedos que pulsasen las cuerdas de un arpa.
—¿Quién eres, terrestre? —preguntó aquella voz aterciopelada que crispaba los nervios.
Cuando Smith contestó, sintió que ella no sólo sabía su nombre, sino más de él que él mismo. Ese saber podía verse en su ojo, un saber tranquilo que abarcaba todo.
—Northwest Smith —dijo, de mala gana—. ¿Por qué me has traído aquí?
—Un nombre peligroso —murmuró ella con un ronroneo—. Un hombre peligroso —había un sobreentendido de burla en la música—. Te trajeron para alimentar con sangre humana a los Merodeadores de Vonng… Pero creo que sí, creo que te guardaré para mí. Has conocido muchas emociones que me son extrañas y que me gustará compartir plenamente contigo, siendo una con tu poderoso cuerpo de cálida sangre. Aie-e-e —el zumbido se prolongó en una nota extática que suscitó un escalofrío a lo largo de la columna del hombre—. ¡Cuán dulce y caliente debe ser tu sangre, mi terrestre! ¡Compartirás mi éxtasis mientras la bebo! Lo compartirás… Pero aguarda. Antes debes saber. Atiende, terrestre.
El zumbido creció hasta convertirse en sus oídos en un rugido inarticulado, y algo en su mente se relajó ante aquel sonido, suave, dúctil como la cera. Y con aquel talante, extraño y permisivo, escuchó su canción.
—La vida existe en tantos planos superpuestos, mi terrestre, que incluso yo sólo puedo comprender una parte. Mi plano es muy similar al tuyo, terrestre, y, en algunos lugares, ambos se superponen de un modo tan íntimo que cuesta muy poco pasar de uno a otro, siempre que se pueda encontrar un punto de poca resistencia. Esta ciudad de Vonng es uno de ellos, un lugar que existe simultáneamente en ambos planos. ¿Puedes comprenderlo? Fue edificada según ciertos planes arcanos, de un modo y con un propósito que serían otra historia. Tanto en mi propio plano como aquí, en el tuyo, los muros, calles y edificios de Vonng son tangibles. Pero en tiempo es diferente en nuestros respectivos mundos. Aquí se mueve más rápidamente. La extraña alianza entre tu plano y el mío, gracias a dos brujos de nuestros respectivos mundos, se realizó de una manera muy curiosa. Vonng fue construida por hombres de tu propio plano, trabajosamente, piedra a piedra. Pero a nosotros nos pareció que, gracias a la magia de nuestro brujo, una ciudad había aparecido de repente por orden suya, deshabitada y terminada. Pues vuestro tiempo es mucho más rápido que el nuestro.
“Y aunque, gracias a la magia de aquellos conspiradores extrañamente unidos, la piedra que sirvió para construir Vonng existía en ambos planos al mismo tiempo, ningún encantamiento pudo conseguir que entráramos en contacto con los hombres que vivían en Vonng. Había dos razas habitando al mismo tiempo en la ciudad. A los humanos les parecía estar acechados por presencias nebulosas e imponderables. Éramos nosotros. Para nosotros erais como un tormento, porque sólo podíamos ver algunas de vuestras imágenes, sin llegar hasta vosotros aunque lo intentáramos. En ocasiones podíamos contactar con la mente, pero jamás físicamente.
“Y así siguió todo. Pero como aquí el tiempo pasaba más deprisa, vuestra Vonng se convirtió en ruinas y lleva eras desierta, aunque para nuestras percepciones todavía sea una gran ciudad desbordante de gente. Dentro de poco te la enseñaré.
“Para que comprendas por qué estoy aquí, debes conocer algo de nuestras vidas. La meta de vuestra raza es la consecución de la felicidad, ¿no? Nosotros, sin embargo, empleamos todas nuestras vidas en sentir y disfrutar sensaciones. Para nosotros son como el comer, el beber y la felicidad. Sin ellas morimos. Para alimentar nuestros cuerpos debemos beber la sangre de criaturas vivas, pero eso tiene poca importancia ante el hambre voraz que sentimos por las sensaciones y emociones de la carne. Somos infinitamente mucho más capaces de sentirlas que vosotros, física y mentalmente. Nuestro espectro de sensaciones es amplísimo, más allá de vuestra comprensión, pero para nosotros todo es pasado, y siempre estamos buscando nuevas sensaciones, otras emociones desconocidas. Hemos invadido muchos mundos, muchos planos, muchas dimensiones, en busca de algo nuevo. Sólo muy recientemente conseguimos penetrar en el tuyo, gracias a la ayuda de Apri.
“Debes comprender que no hubiéramos podido llegar hasta aquí si no hubiese habido una puerta. Desde la construcción de Vonng siempre fuimos capaces de entrar mentalmente, pero para experimentar las emociones que deseamos nos es imprescindible tener un contacto físico, una unión física temporal obtenida al beber sangre. Por eso no había ninguna forma de entrar hasta que dimos con Apri. Sabíamos desde hacía mucho tiempo que algunos humanos nacen con una gama de percepciones mayor que las de sus semejantes. A veces los llaman locos. A veces, en su locura, son más peligrosos de lo que se imaginan. El hecho es que Apri había nacido con la habilidad de mirar en nuestro mundo y, aunque ella no lo supiera, no comprendiese qué era la luz que podía invocar a voluntad, nos abrió inconscientemente la puerta que nos permitía entrar en este lugar.
“Fue gracias a su ayuda como llegué hasta aquí y como puedo mantenerme, trayendo a otros de mis semejantes en la oscuridad de la noche para que se alimenten con la sangre de los humanos. Nuestra posición en este mundo vuestro es muy precaria, y ello explica que no nos hayamos atrevido aún a darnos a conocer. Por eso hemos comenzado por los tipos más bajos de humanidad, para acostumbrarnos a la comida y estrechar nuestra presa sobre ella. De tal suerte, cuando estemos preparados para actuar abiertamente, ya habremos adquirido el suficiente poder para vencer vuestra resistencia. Eso será dentro de poco.
El esbelto cuerpo, hermoso aunque imposible de describir, que yacía sobre el lecho, se volvió hacia él para verlo mejor, y aquel movimiento se reflejó en sus labios, que oscilaron como una onda imperceptible sobre el agua. La fija y profunda mirada de aquel ojo penetró en los suyos, y la voz vibró intensamente.
—Grandes cosas te aguardan, terrestre…, antes de que mueras. Durante un instante seremos uno. Saborearé todas tus percepciones, absorberé las sensaciones que tuviste. Te abriré nuevos campos, que veré a través de tus sentidos con una nueva dimensión, y tú compartirás mi placer con el paladeo de la novedad. Y mientras tu sangre mana conocerás toda la belleza, todo el horror, todas las delicias y todos los dolores, y todas las demás emociones y sensaciones, para ti sin nombre, que he conocido.
La ronroneante música de su voz giraba dulcemente en el cerebro de Smith. Lo que decía no parecía preocuparle excesivamente. Era como una leyenda, como algo que le había sucedido a otro hombre hacía mucho tiempo. Esperó con aplomo hasta que la voz volvió de nuevo, soñadora y glotona.