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Authors: Guillermo del Toro y Chuck Hogan

Tags: #Ciencia Ficción, Terror

Nocturna (42 page)

BOOK: Nocturna
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La división que había entre la zona de los prisioneros y la cabina se abrió. Un policía con casco abrió la pequeña ventanilla y los amenazó:

—¡Maldita sea!, callaos, o, de lo contrario, os…

Gus vio que Félix se estaba alimentando del otro prisionero. Su apéndice inflamado se dilató y se contrajo poco después. La sangre brotó del cuello de la víctima y se escurrió por el cuello de Félix.

El policía les gritó y se dio la vuelta.

—¿Qué sucede? —preguntó el conductor, tratando de mirar hacia atrás.

Félix disparó su aguijón y lo hundió en la garganta del conductor. Un grito salió de la cabina y la furgoneta perdió el control. Gus alcanzó a agarrarse con sus dedos del riel, y por poco se fractura las muñecas, pues la furgoneta se sacudió con fuerza antes de darse un golpe en un costado.

El vehículo siguió descontrolado antes de chocar contra la barrera de seguridad de la autopista; rebotó y dio varias vueltas antes de quedar inmóvil. Gus cayó sobre uno de los costados, y el prisionero que estaba al frente gritó de dolor y de miedo con sus brazos fracturados. El pestillo que mantenía a Félix sujetado a la barra se rompió, y su aguijón colgaba y se retorcía como un cable de alta tensión rezumando sangre.

Entornó sus ojos muertos y miró a Gus.

Gus sacó sus esposas del poste al ver que éste se había partido y pateó la puerta hasta abrirla. Bajó a un lado de la autopista y los oídos le zumbaron como si hubiera acabado de explotar una bomba.

Seguía con las manos esposadas a sus espaldas y los autos comenzaban a detenerse para contemplar el accidente. Se puso en cuclillas y pasó rápidamente sus muñecas por debajo de los pies para que sus brazos quedaran delante. Le lanzó una mirada a la furgoneta, calculando el momento en que Félix saldría a perseguirlo.

Luego escuchó un grito. Miró a su alrededor en busca de un arma, y tuvo que conformarse con el tapacubos abollado de una de las ruedas, que usó como escudo para acercarse a la puerta abierta de la furgoneta volcada.

Allí estaba Félix, alimentándose del prisionero aterrorizado y amarrado al tubo de las esposas.

Gus maldijo, asqueado por lo que acababa de ver. Félix disparó su aguijón. Gus levantó el tapacubos, esquivando el golpe con el protector metálico antes de que éste saliera rodando por la autopista.

Félix se quedó inmóvil y Gus intentó reponerse. Miró el sol, suspendido allá en lo alto, entre dos edificios al otro lado del Hudson, rojo como la sangre; la sangre que anuncia el ocaso.

Félix se ocultó en la furgoneta esperando a que oscureciera; en tres minutos estaría libre.

Gus miró consternado a su alrededor buscando con qué defenderse. Vio los cristales del parabrisas en el pavimento, pero eran pequeños. Trepó al chasis para ir a la puerta del pasajero y sacar el espejo. Estaba halando los alambres para arrancarlo cuando el policía le gritó:

—¡Alto!

Gus miró al policía, quien sangraba por el cuello, agarrado de la manija del techo y con el arma desenfundada. Gus arrancó el espejo de un fuerte tirón y saltó al pavimento.

El sol se estaba derramando como una yema de huevo perforada. Gus sostuvo el espejo sobre su cabeza para capturar sus últimos rayos, y vio el reflejo brillando en el suelo. Era un reflejo vago, demasiado difuso como para producir un efecto considerable. Quebró el cristal con sus nudillos, dejando que los pedazos quedaran adheridos al soporte. Miró de nuevo y los rayos reflejados se hicieron más nítidos.

—¡Te dije que alto!

El policía bajó de la furgoneta esgrimiendo el arma. Los oídos le sangraban debido al golpe, y se agarraba el cuello picado por el aguijón de Félix. Se acercó tambaleante para revisar el interior de la furgoneta.

Félix estaba acurrucado, con las esposas colgando de una mano. La otra había sido cercenada a la altura de la muñeca por la fuerza del impacto, pero él no parecía sentir ninguna molestia. La sangre blanca manaba libremente de su muñón.

Félix sonrió y el policía abrió fuego. Las balas penetraron en su pecho y piernas, arrancándole pedazos de carne y hueso. Fueron siete u ocho disparos, y Félix cayó hacia atrás, recibiendo dos tiros más en su cuerpo. El agente bajó la pistola y Félix se sentó derecho y sonriente.

Aún sediento. Por siempre sediento.

Gus apartó al policía y levantó el espejo. Los últimos vestigios del sol naranja y moribundo asomaban sobre el edificio al otro lado del río. Llamó a Félix por última vez, como si al decir su nombre pudiera sacarlo de aquel estado y hacerlo regresar milagrosamente a la realidad…

Pero Félix ya no era Félix. Era un vampiro hijo de puta. Gus recordó esto mientras colocaba el espejo de tal manera que los reflejos anaranjados de la luz solar entraran en la furgoneta volcada.

Los ojos muertos de Félix se llenaron de terror al ser traspasados por los rayos del sol. Lo cegaron con la fuerza de un rayo láser, quemándole las cuencas de los ojos y la carne. Un aullido animal escapó de su interior, como el grito de un hombre aniquilado por una bomba atómica mientras los rayos destrozaban su cuerpo.

El sonido retumbó en la mente de Gus, quien siguió dirigiendo los rayos hasta que Félix quedó convertido en una masa chamuscada de cenizas humeantes.

Los rayos débiles se desvanecieron y Gus bajó el espejo.

Miró hacia el río.

Ya era de noche.

Sintió deseos de llorar, todo tipo de angustias y de dolor se mezclaron en su corazón, hasta que su desolación empezó a transformarse en furia. Un charco de gasolina se extendía debajo de la furgoneta hasta sus pies. Gus se acercó al policía que parecía ido, como alelado. Hurgó en sus bolsillos y encontró un encendedor Zippo. Gus le quitó la tapa, detonó la chispa y una llama asomó.

—Lo siento,
'manito.

Acercó el encendedor al charco y la furgoneta estalló en llamas, lanzando a Gus y al policía contra el separador de la autopista.

—Te contagió —le dijo Gus al policía—. Te chingó. Te vas a convertir en uno de ellos.

Le quitó el arma y le apuntó con ella. Las sirenas se estaban acercando.

El policía lo miró, y un segundo después su cabeza se desplomó. Gus siguió apuntándole al cuerpo con la pistola humeante hasta llegar a la otra orilla. Lanzó el arma al suelo y pensó en buscar las llaves de las esposas, pero era demasiado tarde. Las luces de los autos se estaban aproximando. Gus se dio la vuelta y corrió por el borde de la autopista hacia la noche nueva.

Calle Kelton; Woodside, Queens

K
ELLY AÚN TENÍA
la misma ropa con la que había ido a la escuela; una camiseta oscura sin mangas debajo de un top cruzado y una falda larga y estrecha. Zack hacía las tareas escolares en su cuarto, y Matt estaba abajo, después de trabajar hasta el mediodía porque esa noche hacían inventario en la tienda.

La noticia que habían pasado sobre Eph en la televisión la había dejado anonadada, y no tenía manera de comunicarse con él por teléfono.

—Finalmente lo hizo —dijo Matt, con su camisa de Sears por fuera—. Finalmente se rajó.

—Matt —le dijo Kelly en tono de reproche. Pero ¿se había rajado de verdad? ¿Qué significado tendría esto para ella?

—Delirios de grandeza por parte de un gran cazador de virus —continuó Matt—. Es como uno de esos bomberos que se sacrifica en un incendio de manera heroica. —Matt se arrellanó en su silla—. No me sorprendería que estuviera haciendo todo esto por ti.

—¿Por mí?

—Claro, para llamar la atención. «Mírenme: soy importante».

Ella negó enfáticamente con la cabeza, como si él le estuviera haciendo perder el tiempo. Algunas veces le molestaba que Matt se equivocara tanto con las personas.

El timbre sonó y Kelly dejó de caminar con nerviosismo. Matt se puso de pie, pero Kelly se adelantó y abrió la puerta.

Era Eph, acompañado de Nora Martínez y de un anciano con un abrigo largo de
tweed.

—¿Qué estás haciendo aquí? —le preguntó Kelly, mirando hacia ambos lados de la calle.

Eph entró.

—Vine a ver a Zack, y a explicarle.

—Él no lo sabe.

Eph miró alrededor, ignorando por completo a Matt, quien estaba frente a él.

—¿Está haciendo las tareas en su computador?

—Sí —respondió Kelly.

—Lo sabrá cuando navegue en Internet.

Eph subió las escaleras de dos en dos.

Nora permaneció en la puerta con Kelly. Se sentía completamente incómoda y le dijo:

—Disculpe por irrumpir de esta manera.

Kelly negó suavemente con la cabeza, en un leve gesto de aprobación. Sabía que había algo entre ella y Eph. El último lugar de la tierra donde Nora querría estar era en la casa de Kelly Goodweather.

Kelly reparó en el anciano que llevaba el bastón con cabeza de lobo.

—¿Qué está sucediendo?

—Supongo que usted es la ex esposa del doctor Goodweather. —Setrakian le ofreció su mano con la cortesía propia de las generaciones ya desaparecidas—. Abraham Setrakian. Es un placer conocerla.

—El gusto es mío —respondió Kelly, sorprendida y dirigiéndole una mirada de incertidumbre a Matt.

—Él necesitaba hablar con ustedes y explicarles —dijo Nora.

—¿Esta visita repentina no nos convierte en cómplices criminales o algo así? —preguntó Matt.

Kelly tuvo que contrarrestar la rudeza de Matt.

—¿Le gustaría tomar algo? —le preguntó a Setrakian—. ¿Un poco de agua?

—Cielos —exclamó Matt—, podrían caernos veinte años de cárcel por ese vaso de agua…

E
ph se acomodó en el borde de la cama de Zack, quien estaba sentado en su escritorio.

—Estoy en medio de algo que realmente no entiendo —le dijo—, pero quería contártelo personalmente. Nada de lo que se dice sobre mí es cierto, salvo el hecho de que me están persiguiendo.

—¿No vendrán a buscarte aquí? —preguntó Zack.

—Tal vez.

Zack miró atribulado hacia el suelo, pensando en esa eventualidad.

—Tienes que deshacerte de tu teléfono.

Eph sonrió.

—Ya lo hice. —Le dio una palmadita en el hombro a su hijo cómplice y vio que tenía la cámara de vídeo que le había regalado en Navidad a un lado del computador.

—¿Todavía estás trabajando en esa película con tus amigos?

—Sí, ya la estamos editando.

Eph tomó la cámara, tan pequeña y liviana que le cupo en el bolsillo.

—¿Podrías prestármela unos días?

Zack asintió.

—Papá, ¿es por el eclipse que las personas se están convirtiendo en zombis?

Eph reaccionó sorprendido, pues comprendió que la verdad no era mucho más plausible que eso. Intentó ver las cosas desde el punto de vista de un niño muy perceptivo y sensible. Y de la reservada profundidad de sus sentimientos afloró algo que no admitía dilación. Se levantó y abrazó a su hijo. Fue un momento extraño, frágil y hermoso, entre un padre y un hijo. Eph lo sintió con una claridad absoluta. Le acarició el cabello y no hubo nada más que decir.

K
elly y Matt estaban hablando en voz baja en la cocina, después de dejar a Nora y a Setrakian en el patio de invierno. Abraham tenía las manos en los bolsillos y miraba distraído los tonos que adquiere el cielo en las primeras horas de la noche, la tercera desde que había aterrizado el avión maldito.

Nora sintió su impaciencia y dijo:

—Él… mmm… él tiene muchos problemas con su familia. Desde el divorcio.

Setrakian movió los dedos en el pequeño bolsillo de su chaleco, tanteando su caja de pastillas de nitroglicerina, que hacían que su corazón latiera con regularidad, aunque no con vigor. ¿Cuántos latidos le restarían? Esperaba que los suficientes para poder concluir su misión.

—No tengo hijos —comentó—. Mi esposa Anna falleció hace diecisiete años, y no fuimos bendecidos. Usted pensará que el dolor por la falta de hijos desaparece con el tiempo, cuando en realidad se agudiza con la edad. Tuve mucho para enseñar, pero no discípulos.

Nora miró su bastón, recostado contra la pared cerca de su silla.

—¿Dónde lo halló?

—¿Se refiere a cómo descubrí su existencia?

—Sí, y también me gustaría saber por qué se ha dedicado a esto durante todos estos años.

Él permaneció un momento en silencio, apelando a sus recuerdos.

—En esa época yo era joven. Estuve encerrado involuntariamente en la Polonia ocupada durante la Segunda Guerra Mundial. En un pequeño campo al noreste de Varsovia, llamado Treblinka.

Nora permaneció tan inmóvil como el anciano.

—En un campo de concentración.

—No, en un campo de exterminio. Son criaturas brutales, más que cualquier predador que uno tenga la desgracia de encontrar en este mundo; oportunistas que se aprovechan de los jóvenes y los débiles. En el campo, mis compañeros prisioneros y yo éramos sin saberlo un festín servido ante él.

—¿Él?

—Sí, el Amo.

La forma en que pronunció esa palabra aterrorizó a Nora.

—¿Se refiere a un alemán? ¿A un nazi?

—No, él no tiene ninguna filiación. No es leal a nadie ni a nada, pues no pertenece a ningún país. Deambula por donde quiere y se alimenta donde encuentra comida. El campo era para él como una venta de remate
[4]
. Éramos presas fáciles.

—Pero… sobrevivió. ¿No podría habérselo contado a alguien…?

—¿Quién habría creído en los delirios de un hombre convertido en una piltrafa? Tardé semanas en aceptar lo que está usted procesando ahora. Fui testigo presencial de esa atrocidad, que está más allá de lo que la mente puede aceptar, y preferí no ser tildado de loco. Si su fuente de alimento desaparecía, el Amo simplemente se iba a otro lugar. Y, en aquel campo, me hice un juramento que nunca he olvidado. Durante muchos años le seguí el rastro al Amo. Alrededor de Europa Central y los Balcanes, a través de Rusia y de Asia Central; durante tres décadas. En ciertas ocasiones llegué a pisarle los talones, pero nunca pude agarrarlo. Fui profesor en la Universidad de Viena, donde pude investigar sobre las tradiciones folclóricas centroeuropeas. Acumulé libros, armas e instrumentos mientras me preparaba para encontrarme de nuevo con él. Es una oportunidad que he esperado durante más de sesenta años.

—Pero… ¿quién es él?

—Tiene muchas formas. Actualmente se ha encarnado en el cuerpo de un noble polaco llamado Jusef Sardu, quien desapareció durante una excursión de cacería en el norte de Rumanía, en la primavera de 1873.

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