Read Noches de baile en el Infierno Online
Authors: Meg Cabot Stephenie Meyer
Tags: #Infantil y juvenil, Fantastica, Romántica.
—No tenemos por qué ir al baile —repuse. ¿Era yo la que tenía aquel tono de voz tan estridente?—. ¿A quién le hace falta un baile? Es decir, ¡por favor!
—Ya, claro. Eso lo dice la misma que mataría con tal de conseguir la perfecta velada romántica —el pomo de la puerta gimió—. ¿No me vas a dejar entrar?
La respiración se me aceleró.
Oí una serie de chasquidos, como de fresas pasadas estrellándose en el fondo del cubo de la basura, y luego:
—Vaya, tío. Qué mal.
—¿Will? —susurré.
—Me da un poco de vergüenza, pero… ¿No tendrás por ahí un quitamanchas?
«Mierda, mierda y mil veces mierda.»
—No estarás cabreada, ¿no? —me preguntó Will. Parecía preocupado—. He venido tan pronto como he podido. Pero es que esto es todo muy raro, Frankie. Porque, vamos a ver…
Me imaginé un ataúd bajo tierra, sin aire. «No, por favor», pensé.
—Da igual. Fue raro… Dejémoslo ahí —intentaba reconducir la situación—. Entonces, ¿me vas a dejar pasar o no? ¡Aquí no me voy a quedar!
Me pegué a la pared del vestíbulo. Las rodillas me fallaban, los músculos no me respondían, pero sabía que, mientras me mantuviese tras la sólida puerta de entrada, estaba a salvo. No sabía en qué se había convertido Will, pero sí que era de carne y hueso. En parte, al menos. En resumidas cuentas, nada de fantasmas que atraviesan paredes.
—Will, tienes que marcharte —afirmé—. Esto es un error, ¿vale?
—¿Un error? ¿A qué te refieres? —su desconcierto me rompió el corazón.
—Yo sólo… Dios —rompí a llorar—. Ya no podemos estar juntos. Lo entiendes, ¿verdad?
—No, no lo entiendo. Tú querías que te pidiese ir conmigo al baile, y yo te lo pedí. Y ahora, sin ningún motivo… ¡Ah! Ya entiendo.
—¿Sí?
—¡No quieres que te vea! Eso es, ¿a que sí? ¡No estás muy segura del vestido que te has puesto!
—Mmm… —¿Debía seguirle el juego? ¿Debía decirle que sí para que se marchara?
—Frankie, vamos. No hay nada que deba preocuparte —se rió—. En primer lugar, eres guapísima. Y en segundo lugar, en lo que a mí respecta, es imposible que no parezcas… un ángel caído del cielo.
Parecía haberse tranquilizado, como si hubiese tenido la engorrosa impresión de que algo estaba fuera de sitio y no lograra identificar de qué se trataba. Sin embargo, ya lo había entendido: Frankie tenía problemas de autoestima, ¡sin duda! ¡La tonta de Frankie!
Oí que rebuscaba en el suelo, y luego el crujido de una tapa de madera. Me quedé tiesa. Conocía ese crujido.
«La caja de la leche… Horror. Ha recordado que hay una llave en la caja de la leche.»
—Voy a pasar —anunció, acercándose a la puerta a trompicones—. ¿Te parece, Franks? De repente, por alguna razón, ¡me muero por verte!
Se rió, alborozado.
—Bueno, no quería decir eso… pero, en fin, parece que es la tónica de la noche. Todo está saliendo mal… pero que muy mal.
Volví al estudio y me puse a caminar a gatas, palpando el suelo. ¡Si al menos hubiese un poco de luz!
El cerrojo estaba atascado, y las llaves, en la mano de Will, tintinearon. Su respiración era espasmódica.
—¡Ya voy, Frankie! —anunció. Más tintineos—. ¡Ya casi estoy ahí!
Sentí tal pánico que apenas sabía dónde me encontraba. Oía mis propios jadeos y chillidos como si fueran de otra persona. Me centré en las sensaciones que me enviaban las manos, dedicadas a toquetear y arañar.
El cerrojo se descornó con un golpe seco.
—¡Al fin! —celebró Will.
La puerta se abrió rozando la desgastada alfombra en el mismo instante en que aferré el precario ramillete.
—¿Frankie? ¿Por qué están las luces apagadas? ¿Y por qué no te has…?
Cerré los ojos y formulé mi último deseo.
Cesaron todos los sonidos, a excepción de los susurros del viento que pasaba entre las hojas. La puerta continuó su parsimonioso movimiento hasta topar con la jamba. Me quedé en el suelo, sin moverme. Estaba sollozando, pues se me estaba rompiendo el corazón. Más bien, ya se me había roto.
Después de unos momentos, las cigarras volvieron a retomar su ansioso cántico. Me puse de pie, atravesé la habitación y, temblorosa, me detuve en el vano. En el exterior, el pálido resplandor de la luna brillaba sobre la carretera desierta.
Kim Harrison
«Henos aquí: un general británico, una damisela y un pirata haciendo su entrada en un gimnasio», pensé mientras observaba los cuerpos moverse en medio del desconcertante caos resultante de la inexperta y reprimida lujuria adolescente. Nada como dejar que el instituto Covington convirtiese el baile de fin de curso en un mal chiste. Por no hablar de mi decimoséptimo cumpleaños. ¿Qué estaba haciendo allí? Se suponía que los bailes consistían en vestidos de verdad y una banda de música, y no en vestidos alquilados, música en lata y serpentinas. Y se suponía que mi cumpleaños iba a ser… cualquier cosa menos aquello.
—¿Seguro que no quieres bailar? —me gritó Josh en el oído, empapándome con su aliento dulzón.
Intenté no responderle con una mueca. Mantuve la vista fija en el reloj situado junto al marcador del gimnasio mientras calculaba si una hora más de fiesta sería tiempo suficiente para que mi padre no me interrogara. La música era machacona: un mismo pulso rítmico que se repetía sin cesar. Nada nuevo en los anteriores cuarenta minutos. Y el bajo estaba demasiado alto.
—Sí —contesté, apartándome al compás de la música al notar que intentaba tomarme por la cintura—. Sigo sin querer bailar.
—¿Qué tal algo de beber? —insistió él, y, tras ladear la cadera, crucé los brazos para ocultarme el escote. A pesar de que mi desarrollo no fuese, en lo referente a los pechos, nada espectacular, el corsé del vestido me los levantaba de un modo artificial y exagerado, y estaba cohibida.
—No, gracias —contesté con un suspiro.
Pese a que no debió de oírme, captó el mensaje y recorrió con la mirada la estancia. Los vestidos de noche y los recortadísimos disfraces de tabernera se mezclaban con bravucones piratas y marineros. Aquél era el tema al que se había dedicado la fiesta: los piratas. ¡Dios! Yo había estado dos meses trabajando en el comité organizador de mi antiguo instituto. La fiesta iba a ser el no va más, con una barcaza a la luz de la luna y un conjunto musical, pero nooo. Mamá había dicho que a papá le venía bien pasar un tiempo conmigo. Que estaba atravesando la crisis de los cuarenta y que necesitaba rescatar algo de su pasado con lo que no hiciese falta discutir. Creo que se había asustado al verme escabulléndome de casa para ir a tomar un capuchino tardío y, por eso, me había enviado de vuelta a Dullsville y a papá, sabiendo que yo le hacía más caso a él. Vale, pasaban de las doce. Y era probable que fuera en busca de algo más que simple cafeína. Y, sí, ya estaba castigada por haber llegado tarde la semana anterior; precisamente por ese motivo me estaba escapando.
Toqueteando el recio encaje de mi vestido colonial, me pregunté si aquella gente tenía siquiera una idea de lo que era una verdadera fiesta. Quizá les daba igual.
Josh estaba frente a mí, meneando la cabeza al son de la música y, por lo visto, con muchas ganas de bailar. No muy lejos, junto a la mesa en donde la comida estaba dispuesta, se encontraba el tipo que se había colado detrás de nosotros. Miraba en nuestra dirección, y yo le clavé los ojos sin saber si se interesaba por Josh o por mí. Al verme observándole, se dio la vuelta.
Volví la mirada hacia Josh, que había empezado a bailar tímidamente, a medio camino entre el lugar en donde me hallaba yo y la masa de danzarines. Mientras saltaba y se agitaba, pensé que, en realidad, su vestimenta —el típico traje de general británico, rojo y blanco, más charreteras y una espada de juguete— le sentaba bien a su complexión, delgada y torpe. Seguro que había sido idea de su padre, el más gordo de entre los peces gordos del centro de investigación, que había conservado a su personal cuando la base militar se había mudado a Arizona. Aun así, se complementaba muy bien con mi recargado vestidito.
—Vamos, venga. Todo el mundo baila —insistió al descubrirme mirándolo, pero yo, casi sintiendo pena por él, le dije que no con la cabeza. Me recordaba a uno de esos tipos del club de fotografía que cerraban la puerta del cuarto oscuro con idea de aprovecharse un poco de la situación. Menuda injusticia. Me había pasado tres años tratando de ponerme al nivel de las chicas guapas, tras los cuales allí me encontraba, comiendo pastelitos en un gimnasio. El día de mi cumpleaños, encima.
—No —contesté. Lo que quería decir era, en realidad: «Lo siento, no me interesas. Convendría que me dejaras en paz».
Incluso Josh, el gafotas terco y patoso, supo entenderlo. Dejó de bailotear y me clavó dos ojos muy azules.
—Dios, eres una bruja, ¿sabías? Te pedí que vinieras conmigo porque mi padre me obligó a hacerlo. Si quieres bailar, estaré por allí.
Me quedé sin respiración, boquiabierta, como si me hubiese dado un puñetazo en el vientre. Él alzó las cejas con vehemencia y se alejó con las manos en los bolsillos y la barbilla bien alta. Dos chicas se apartaron para dejarle pasar y, tras perderlo de vista, me miraron y comenzaron a cotorrear.
«Oh, no. Soy una pareja de baile desastrosa.» Parpadeé varias veces y aguanté la respiración, decidida a que los ojos no se me humedecieran. Qué calamidad. No sólo era la nueva, ¡sino también una acompañante fatal! Mi padre se había portado muy bien con su jefe, y éste le había dicho a su hijo que viniera conmigo al baile.
«Mierda y gusanos podridos», susurré, preguntándome si de verdad todo el mundo me estaba mirando o si eran imaginaciones mías. Me coloqué tras la oreja un mechón de cabello y me retiré a la pared, en la que me apoyé con los brazos cruzados fingiendo que Josh se había ido a buscar unos refrescos. Pero la procesión iba por dentro. Acababan de dejarme tirada como una colilla. No. Un cretino me había dejado tirada como una colilla.
«Lo que te queda por delante, Madison», me dije, dolida, ante la sola idea de los cotilleos del lunes. Divisé a Josh en las cercanías de la mesa, ignorándome a propósito. El chico disfrazado de marinero que había entrado detrás de nosotros estaba hablando con él. Yo no sabía si eran amigos. El marinero le daba codazos para señalarle los cortísimos vestidos que apenas cubrían a las chicas que bailaban frente a ellos. Era de esperar que no lo reconociese, pues, por la sencilla razón de que no estaba contenta en mi nuevo hogar y que no me importaba que los demás se diesen cuenta, había estado evitando a todo el mundo.
A pesar de que había pertenecido al club de fotografía en el lugar del que procedía, no era una pija ni tampoco una estrecha. Mis esfuerzos no habían dado resultado y no había logrado estar a la altura de las verdaderas triunfadoras. Y tampoco era gótica, pastillera, un cerebrito ni una de esas que jugaban a ser científicos imitando lo que hacían papá y mamá en el centro de investigación. No encajaba en ningún sitio.
«Error —me dije mientras Josh y el marinero se reían—. Encajo con las brujas.»
El marinero hizo que Josh se fijara en otro grupo de chicas, que profirieron risitas por algo que les dijo. El marinero en cuestión llevaba los castaños y rizados cabellos apretados bajo el gorrito, y el blanco nuclear de su indumentaria le daba el mismo aspecto que tenían todos los que habían rechazado el disfraz de soldado en favor del de marinero. Era alto, y había una elegancia sutil en sus gestos que revelaba que había dejado de ser un niño. Parecía mayor que yo, pero no debía de serlo por mucho. Al fin y al cabo, él también había venido al baile.
«Y yo no tengo que estar aquí», pensé de repente, apartándome de la pared con los codos. Josh debía acompañarme a casa, pero mi padre vendría a recogerme si lo llamaba.
La preocupación hizo que mi viaje a través del gentío hasta las puertas de salida perdiese fuelle. Mi padre me preguntaría por qué no me había llevado Josh. Podía soportar su sermón sobre la obligación de ser agradable e integrarme, pero la vergüenza era demasiado.
Al levantar la mirada, topé con los ojos de Josh. El marinero trataba de ganarse su atención, pero Josh me observaba a mí. Se burlaba.
Con eso fue suficiente. No iba a llamar a mi padre de ninguna manera. Y tampoco iba a subirme en el coche de Josh. Iría andando. Los ocho kilómetros enteros. Con tacones. Una húmeda noche de abril. Embutida en el vestido. ¿Qué era lo peor que me podría pasar? ¿Encontrarme con una vaca despavorida? Cuánto echaba de menos mi coche.
—Hora de irse —murmuré, aferrándome a mi resolución y también al vestido, con la cabeza baja mientras golpeaba con los hombros a quienes me entorpecían el camino. No pintaba nada en aquel lugar. La gente hablaba entre sí, pero me daba igual. No necesitaba tener amigos. Los amigos estaban sobrevalorados.
La música aceleró el ritmo y la gente, con cierta torpeza, trató de amoldarse a él. Salí de mi ensimismamiento cuando advertí que estaba a punto de chocar con alguien.
—¡Perdona! —grité, intentando hacerme oír, y luego me quedé pasmada.
«Vaya, vaya. Aquí tenemos al señor Capitán de los Piratas. ¿Dónde habrá estado estas últimas tres semanas y, sobre todo, habrá más como él en algún lugar?»
Nunca lo había visto. En ninguna ocasión desde que estaba empantanada en aquel pueblo. De lo contrario, me acordaría. Y no era así, por mucho que me esforzara. Sonrojándome, solté la falda y me cubrí las clavículas con la mano. Así vestida, me sentía como una fulana pechugona. Él llevaba un disfraz de pirata, negro y ceñido, y un colgante color pizarra en el pecho, a medias descubierto. Una careta semejante a la del Zorro le cubría el rostro. Colgaban de ella unos flecos de seda que se mezclaban con el cabello, oscuro, ondulado y exuberante. Era unos cuantos centímetros más alto que yo y, mientras recorría su prieto cuerpo con la mirada, me pregunté dónde se había estado escondiendo aquel monumento.
«Desde luego, no en el aula de música ni en la clase de Política de Estados Unidos que imparte la señora Fairel», pensé mientras las luces proyectaban su intermitencia sobre él.
—Disculpa —dijo, tomándome de la mano.
Se me cortó la respiración, no tanto por el contacto como por su acento, que no pertenecía al Medio Oeste: una especie de cadencia lenta y suave en la que se intercalaba la tajante exactitud del buen gusto y la sofisticación. Casi podía distinguir en él los tintineos del cristal y la armonía de la risa, los mismos sonidos reconfortantes que tantas veces me habían ayudado a conciliar el sueño mientras las olas rompían en la playa.