Noches de baile en el Infierno (13 page)

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Authors: Meg Cabot Stephenie Meyer

Tags: #Infantil y juvenil, Fantastica, Romántica.

BOOK: Noches de baile en el Infierno
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El hombre de tez morena adoptó una expresión arrepentida.

—No —dijo con voz vigorosa—. Ha llegado aquí por sus propios medios. No imagino cómo.

Me froté los ojos, asustada.

—Ellos no me han traído a casa —le expliqué a mi padre con nerviosismo—. No los conozco. He visto al más joven —agregué—, pero no al otro.

Sin embargo, mi padre trató de mostrarse imparcial con una sonrisa de circunstancias. Deseaba comprender lo ocurrido.

—¿Vienen del hospital? —les preguntó, y luego su expresión se endureció—. ¿Quién es el responsable de que se me haya comunicado el fallecimiento de mi hija? Este error le va a costar muy caro.

Barnabas se encorvó un poco, y su jefe inclinó la cabeza para mostrar su acuerdo.

—Tiene usted toda la razón, señor.

Recorrió la estancia con la mirada, fijándose en las paredes pintadas de rosa, en los muebles blancos y las cajas repletas de enseres. Habían dado conmigo, y yo no conocía sus propósitos. Dado que mi vida había terminado de un modo tan abrupto, me había convertido en algo parecido a mi habitación: las cosas estaban allí, pero metidas en cajas. Además, resultaría sencillo volver a cerrar las cajas y guardarlas en un armario, evitando, con ello, que lo que había en su interior saliese al mundo y se realizara. Aún me quedaba mucha vida por delante.

Me tensé al verlo entrar en mi habitación, alzando una mano delgada con intención apaciguadora.

—Tenemos que hablar, jovencita —me dijo.

Me quedé fría. Dios. Quería que me fuese con ellos.

Apreté el amuleto, y mi padre me abrazó con más fuerza. Había leído el miedo en mis ojos y captaba que algo iba mal. Se adelantó para protegerme de los recién llegados.

—Madison, llama a la policía —me ordenó, y yo alargué una mano en busca del teléfono que estaba en la mesilla de noche. Eso sí que lo había sacado de la caja.

—No se apure. Sólo será un momento —adujo el hombre.

Agitó la mano de un modo extraño, como si fuese un personaje de ciencia ficción. Al instante, el tono de la línea telefónica se cortó, y la cortacésped dejó de zumbar. Pasmada, miré el teléfono y luego a mi padre, que estaba de pie, frente a los dos hombres. No se movía.

Me temblaron las rodillas. Tras devolver el auricular del teléfono a su sitio, me concentré en mi padre. No había nada raro. Excepto, claro, por su inmovilidad.

El superior de Barnabas suspiró.

«Mierda y gusanos podridos», pensé, aterrada. No iba a ser tan sencillo.

—Dejadle en paz —les dije, conmocionada—. O haré que… haré que…

Los labios de Barnabas se crisparon, y su jefe alzó las cejas. Tenía los ojos de color azul grisáceo, pero, por alguna razón, habría dicho que eran marrones.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó, plantándose sobre la alfombra con los brazos cruzados.

Miré a mi padre, que seguía como antes.

—Gritar, por ejemplo —afirmé.

—Adelante. Nadie va a oírte. Tu grito transcurrirá tan rápido que ningún oído podrá captarlo.

Tomé aire preparándome para cumplir mi amenaza, y él sacudió la cabeza. No pude retener la respiración por más tiempo y vacié los pulmones, pero, cuando lo vi venir hacia mí, volví a hincharlos. Sin embargo, él se olvidó de mí, tomó una silla y se sentó apoyando los codos sobre las rodillas. Era una estampa extraña para encontrársela entre mis cosas, en mi habitación.

—¿Por qué todo tiene que ser tan complicado? —lamentó a media voz, toqueteando mis cebras de porcelana—. ¿Es esto una broma? —inquirió mirando el techo—. ¿Te lo estás pasando en grande, verdad? Seguro que te estás divirtiendo de lo lindo.

Eché un vistazo a la puerta, y Barnabas me previno con un gesto. Bien. También estaba la ventana… aunque, con aquel vestido, era probable que me matase. Sin embargo, ya estaba muerta, ¿no?

—¿Mi padre está bien? —pregunté, atreviéndome a tocarle el codo.

Barnabas asintió, y su jefe volvió a posar los ojos sobre mí. Contrayendo el gesto como si estuviese tomando una decisión, extendió una mano. Yo la miré, pero no le correspondí con la mía.

—Es un placer conocerte —dijo, impertérrito—. Madison, ¿verdad? A mí todos me conocen por Ron.

Tardó un rato en bajar la mano. Volvía a tener los ojos de color marrón.

—Barnabas me ha contado lo que hiciste —explicó—. ¿Me lo enseñas?

Inquieta, solté el brazo de mi padre. Todo aquello era… horripilante, como si el mundo se hubiese detenido, pero, claro, teniendo en cuenta que yo estaba muerta, el hecho de que mi padre se hubiese quedado petrificado no tenía demasiada importancia.

—Enseñarte ¿qué?

—La piedra —respondió Ron, y el matiz de ansiedad que percibí en su voz me puso en guardia al instante.

Pretendía quedársela, la piedra, lo único que me mantenía viva. O, al menos, medio viva.

—Me parece que no —repuse, tomando nota del valor del objeto al ver la expresión alarmada de Ron. La sujeté con la mano y palpé su fría superficie.

—Madison —dijo—. Sólo quiero echarle una ojeada.

—¡No, la quieres para ti! —estallé—. Esa piedra es lo que me permite estar aquí, y no quiero morir. Vosotros habéis montado este lío. ¡Yo no iba a morir! ¡Es culpa vuestra!

—Sí, pero resulta que estás muerta —afirmó Ron, extendiendo una mano ante mis bufidos—. Déjame verla.

—¡No pienso perderla! —grité, y el miedo se instaló en la mirada de Ron.

—¡No, Madison! ¡No digas eso! —bramó, abalanzándose sobre mí.

Con la piedra bien apretada en la mano, me aparté de la escasa protección que me ofrecía el cuerpo de mi padre.

—¡Es mía! —chillé, tropezando contra la pared.

Consternado, Ron se detuvo. Las cosas parecían haberse equilibrado, para variar.

—Madison —murmuró—. Te estás equivocando.

Sin saber por qué se había parado, lo miré, y después me tensé al notar que un estremecimiento me le corría de parte a parte. Un frío helado nacido de la mano y la piedra se propagó por todo mi cuerpo y me agarrotó los miembros. Era como si me estuviera electrocutando. Oía los latidos de mi corazón, que nacían bajo la piel y llenaban el espacio hasta… el infinito. Tan sólo un instante después, la sensación dio marcha atrás, y noté una oleada cálida que contrarrestaba el frío… hasta que todo se detuvo.

Me quedé sin respiración, quieta y apoyada en la pared, con el corazón encogido. La expresión de Ron era de desasosiego, de frustración. Noté un cambio en el amuleto. Sentía que irradiaba pequeñas chispas e, incapaz de hacer otra cosa, abría la mano y lo contemplé. Me quedé con la boca abierta. No era el mismo amuleto.

—¡Mirad! —dije estúpidamente—. Es distinto.

Con los hombros caídos, Ron se dejó caer en la silla profiriendo murmullos ininteligibles. Estupefacta, dejé que el amuleto cayese hasta donde se lo permitía la longitud de la cadena. En el momento de arrebatárselo al caronte oscuro, era una piedra sencilla, gris, pulida como un canto rodado. Pero se había vuelto completamente negra, un punto vacío colgado de la cadena. Y la cadena, que emitía una luz plateada que colmaba la estancia, había sido, en origen, un cordón negro.

Mierda. Tal vez lo hubiese estropeado. Sin embargo, era hermoso. ¿Cómo iba a estar estropeado?

—No tenía este aspecto cuando llegó a mis manos —dije, y la mirada de tristeza que me dirigió Ron me dejó paralizada. Tras él, Barnabas, lívido y atento, presenciaba la escena casi con terror.

—Qué perspicaz —juzgó Ron con amargura—. Teníamos la esperanza de que esto tuviese un final feliz, pero nada de eso, lo querías para ti. Pues ahora es tuyo —nuestras miradas se encontraron, y la suya destilaba ironía y repugnancia—. Felicidades.

Dejé caer la mano. El amuleto era mío. Había dicho que era mío.

—Era la piedra de un caronte oscuro —señaló Barnabas, y capté el miedo que había en su voz—. Quien la tenía no era un caronte, pero tenía la piedra. ¡Ahora se ha convertido en un caronte oscuro!

—Oye, espera —le dijo Ron.

—¡Es un caronte oscuro! —gritó Barnabas y, para mi sorpresa, extrajo de su camisa una hoz igual a la de Seth. Se situó entre Ron y yo de un salto.

—¡Barnabas! —bramó Ron, apartándolo de una bofetada—. No es un caronte negro, ¡estúpido! Ni tampoco un caronte blanco. Claro que no. Es humana, aunque esté muerta. ¡Y guarda eso antes de que lo convierta en óxido!

—Pero la piedra es la de un caronte oscuro —protestó Barnabas—. Yo la vi.

—¿Y de quién es culpa que ella conozca la naturaleza del amuleto, Barnabas? —se mofó Ron, y Barnabas, bajando la cabeza con evidente vergüenza, se dio por vencido.

Yo seguía arrinconada y con el corazón en un puño, aferrando la piedra con tanta fuerza que me dolían los dedos. Ron nos dedicó a ambos una mirada cargada de desprecio.

—No es la piedra de un caronte negro a no ser que haya un caronte negro lo bastante poderoso para dejar pruebas físicas de su existencia o… —explicó, alzando una mano para indicarle a Barnabas que no lo interrumpiese— que tenga una razón para volver a por el alma de alguien a quien haya eliminado. Lo que ella tiene es algo mucho más importante que una piedra de un caronte negro, y vendrán a recuperarlo. No lo dudes.

Genial. Era lo que me faltaba.

Barnabas recuperó la compostura, aunque el miedo y la preocupación seguían presentes en su expresión.

—Dijo que no era un caronte, pero pensé que nos tomaba el pelo. Pero si no es un caronte, entonces ¿qué es?

—Todavía no lo sé. Pero se me ocurren algunas ideas.

Que Ron admitiese su ignorancia en aquel punto fue peor que cualquier otra cosa que hubiese podido decir. El miedo se me aposentó en las entrañas y me sacudió un escalofrío. Mirándome, Ron suspiró.

—Tendría que haberlo previsto —murmuró, tras lo cual, dirigiéndose al cielo, añadió—: ¿No te parece que ya es suficiente?

Su voz reverberó por la estancia acentuando el vacío en que se envolvía el mundo. Tras recordar que aquellos dos seres no eran humanos, miré a mi padre, tan inmóvil como un maniquí. No irían a hacerle daño, ¿verdad? ¿Ni siquiera para tapar el error que habían cometido conmigo?

—Qué se le va a hacer —convino Ron a media voz—. Intentaremos adaptarnos a la situación lo mejor que sepamos.

Se levantó profiriendo un sonoro suspiro. Al ver que se ponía en movimiento, salí de mi rincón para defender a mi padre. Ron observó la mano que yo acababa de levantar con una indiferencia total.

—No voy a ninguna parte —le dije, plantada delante de mi padre como si, en verdad, pudiera protegerlo—. Y tú no vas a hacerle nada a mi padre. Tengo una piedra. Tengo un cuerpo. ¡Estoy viva!

Ron me miró a los ojos.

—Tienes una piedra, pero no sabes usarla. Y no estás viva. No te aconsejo que te mientas a ti misma. Sin embargo, dado que tienes la piedra y ellos tienen tu cuerpo…

Miré a Barnabas y, por su gesto de intranquilidad, supe que aquello era cierto.

—¿Seth? ¿El tiene mi cuerpo? —pregunté, repentinamente amedrentada—. ¿Por qué?

Ron se me acercó y me puso una mano en el hombro. Di un respingo. Era cálida, y pude notar su buena disposición… aunque, claro, no tenía capacidad para serme de ayuda.

—Para evitar que hagas el tránsito y que, en consecuencia, puedas cedernos a nosotros la piedra —respondió con ojos apenados—. En tanto estén en posesión de tu cuerpo, tú tendrás que permanecer aquí. Esa piedra tuya tiene que ser muy poderosa. Se ha transformado para adaptarse a tu condición de mortal. No conozco muchas piedras con la misma capacidad. Por lo general, cuando un humano reclama para sí una piedra, ésta lo desintegra.

Me quedé con la boca abierta. Ron, a su vez, hizo un gesto de asentimiento.

—Adjudicarse lo divino no siendo divino es un modo infalible de lograr que tu alma se convierta en polvo.

Cerré la boca y luché por mantener la calma.

—Si la piedra cayese en nuestras manos —explicó Ron—, es probable que ellos queden en desventaja. Pero en este momento la piedra está en el limbo, como tú… y no es más que una moneda apoyada en el canto, dando vueltas sobre sí misma.

Retiró la mano. Me sentí más sola y, pese a superarlo en altura, también más pequeña.

—Mientras conserves tu parte corporal, ellos tienen posibilidades de encontrarte —concluyó, y se acercó a la ventana, desde la que contempló un mundo casi detenido.

—Pero Seth sabe dónde estoy —le indiqué, confusa, y Ron se dio la vuelta con lentitud.

—Saben dónde estás físicamente, pero se marchó de aquí llevándose tu cuerpo con bastantes prisas. Hizo el tránsito sin contar con una piedra con la que registrar el momento en el que te encuentras. Será difícil que vuelva a encontrarte. En especial, si no haces nada que pueda llamar la atención.

La señora Anonimato. Sí, eso sí podía hacerlo. Sin problemas.

Me dolía la cabeza y, tras cruzarme de brazos, intenté comprender lo que Ron acababa de decirme.

—Pese a todo, acabará por llegar hasta ti. Y por recuperar esa piedra negra, desde luego. ¿Qué pasará entonces? —sacudiendo la cabeza, Ron regresó a la ventana, y la luz del exterior bañó de oro el perfil de su figura—. Son capaces de todo, de lo terrible, de lo inimaginable, con tal de perpetuarse.

Seth tenía mi cuerpo. Me sentí palidecer. Viéndolo, Barnabas carraspeó para llamarle la atención a Ron, quien me miró y parpadeó como si entendiese las consecuencias de sus palabras.

—En fin, puedo estar equivocado —dijo, sin que ello me alegrara demasiado—. A veces me pasa.

Se me aceleró el pulso y el pánico me sacudió. Antes del accidente, Seth había dicho que yo era su salvoconducto para una corte más alta. No era que me quisiese muerta. Me quería a mí. Tampoco la piedra que le había robado, sino a mí.

Abrí la boca para contárselo a Ron, pero, de repente, asustada, cambié de opinión. Barnabas interpretó que mi conmoción se debía a que les estaba ocultando algo, pero Ron ya había comenzado a cruzar la habitación y le hacía gestos para que saliese. En silencio y meditabundo, Barnabas se retiró hasta el vestíbulo, tal vez con la preocupación de que mi ocultamiento le trajese más problemas. Me invadió una sensación de alarma. ¿No iban a marcharse, verdad?

—Lo único que podemos hacer ahora —afirmó Ron— es mantenerte como estás hasta que descubramos el modo de disolver la influencia que la piedra ejerce sobre ti sin que ello implique la destrucción de tu alma.

—Pero si acabas de decir que no me puedo morir —protesté. ¿Adonde se estaban yendo? ¿Y si volvía Seth?

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