Read Noches de baile en el Infierno Online
Authors: Meg Cabot Stephenie Meyer
Tags: #Infantil y juvenil, Fantastica, Romántica.
—Nada de ñoñerías del tipo «Es que creo que me gustas» —recalqué. Estaba cometiendo un error grave, y lo sabía—. Ahí tienes una verdadera prueba de amor, y lo demás son cuentos.
Will tragó saliva.
—Ah —se limitó a decir. Y se quedó embobado con Richard Gere, pensando, estoy segura, que jamás podría estar a su altura.
Mientras, sabedora de que acababa de sabotearme a mí misma, de que había echado a perder una fiesta de fin de curso feliz, seguí con la vista fija en la tele. A mí no me importaban las «verdaderas pruebas de amor»; a mí lo que me importaba era Will. Pero, sin embargo, había sido tan lista como para espantarlo. Aquello demostraba, sin ningún género de dudas, que si él era un poca cosa, yo lo era aún más.
Qué se le iba a hacer. Todo ello explicaba que nos encontrásemos en la casa de Madame Zanzibar. Ella nos diría qué nos deparaba el futuro y, siempre que no estuviese ciega, nos indicaría lo que cualquier observador imparcial: que Will y yo estábamos hechos el uno para el otro. Oírlo con todas las letras le valdría a Will para juntar fuerzas y hacer un segundo intento. Me pediría que fuese con él al baile y, en esta ocasión, yo le diría que sí, aunque me fuese la vida en ello.
El mono de plástico colgado del pomo de la puerta comenzó a agitarse.
—Mirad, se mueve —susurré.
—Vaya —exclamó Will.
Salió de la oficina un hombre negro de cabellos plateados. No tenía dientes, de modo que el labio inferior se le arrugaba como una pasa.
—Niños —dijo, tocándose el borde del sombrero.
Will se levantó y le abrió la puerta principal. Así era él. La ráfaga de viento que se coló por el vano estuvo a punto de tirar al anciano, y Will lo ayudó a tenerse en pie.
—¡Guau! —soltó Will.
—Gracias, hijo —dijo el anciano. Lo de los dientes también se notaba en que farfullaba un poco—. Acuérdate de salir pitando antes de que se desate la tormenta.
—Creí que eso ya había ocurrido —repuso Will. Más allá de la entrada, las ramas de los árboles crujían y se revolvían.
—¿Cómo? ¿Te refieres a este vientecito de nada? —se mofó el anciano—. Pero si esto no es más que un bebé que todavía no ha empezado a crecer. Empeorará bastante antes de que acabe la noche. Acuérdate de lo que te digo —nos lanzó una mirada a todos—. De hecho, niños, ¿no deberíais estar en casa, a salvo y calentitos?
No había por qué ofenderse si una persona mayor y desdentada nos llamaba «niños». Claro que aquélla era la segunda vez en veinte segundos.
—Estamos a punto de acabar el instituto —le expliqué—. Sabemos cuidar de nosotros mismos.
La risotada que profirió me recordó el sonido que producen las hojas secas.
—Está bien —concedió—. Seguro que no te equivocas.
Dio un paso inseguro para trasponer la puerta. Tras agitar la mano sin mucho entusiasmo, Will la cerró.
—Pobre loco —dijo una voz, detrás de nosotros.
Nos dimos la vuelta y vimos a Madame Zanzibar aguardando junto a la puerta de la oficina. Vestía unos pantalones de chándal de Juicy Couture y una chaqueta a juego de color rosa fucsia, que llevaba abierta hasta la clavícula.
Tenía los pechos redondos y firmes, y, puesto que no parecía llevar sujetador, sorprendentemente respingones. Se había pintado los labios de color naranja claro, el mismo que el de la laca de uñas y el del filtro del cigarrillo que sostenía entre dos dedos.
—Y bien. ¿Vamos a pasar o nos vamos a quedarnos fuera? —inquirió, mirándonos a todos—. ¿Desvelamos los misterios de la vida o los dejamos para mejor ocasión.
Me levanté de la silla y tiré de Yun Sun. Will vino detrás. Madame Z nos hizo pasar a su oficina y, tras hacernos una señal para que nos sentáramos, los tres nos apretujamos en un sillón que acusaba un exceso de relleno. Will advirtió que la cosa no marchaba y se acomodó en el suelo. Yo me contoneé un poco para que Yun Sun me dejara más espacio.
—¿Ves? Son como chorizos —dijo, en referencia a sus muslos.
—Aparta —le ordené.
—Bueno, bueno —dijo Madame Z sentándose tras la mesa, no sin antes pasarnos revista. Le dio una chupada al cigarrillo—. ¿En qué puedo ayudaros?
Me mordí el labio. ¿Cómo decirlo?
—Tú eres vidente, ¿no?
Madame Z exhaló una bocanada de humo.
—Bravo, Sherlock. ¿Te dio pistas el anuncio de las páginas amarillas?
Me subieron los colores, y también se me pusieron los pelos de punta. Mi pregunta iba con intención de romper el hielo. ¿Tenía ella algún problema con lo de romper el hielo? En todo caso, si de verdad era vidente, ¿no debería saber qué me llevaba a estar en su oficina?
—Ah… vale. En fin. El caso es que me estaba preguntando…
—¿Sí? Dispara.
Hice un esfuerzo.
—Bueno… pues me estaba preguntando si cierta persona especial va a hacerme cierta pregunta especial —evité, a propósito, mirar a Will, pero si oí su exclamación de sorpresa. No lo había visto venir.
Madame Z ge presionó la frente con dos dedos y puso los ojos en blanco.
—¡Ejem! —dijo—. Mmm… Mmm… Está todo bastante confuso. Sí, pero aquí hay pasión —Yun Sun soltó una risita, y Will tragó saliva—. Sin embargo, también capto… ¿Cómo diría? Algunos factores que complican la situación.
«Bravo, Sherlock —pensé—. ¿Qué tal si te esfuerzas un poco y me das algo más trabajado, eh?»
—Pero esa pasión va a hacer que él… o sea, que la persona… ¿actúe? —pese al nudo en el estómago, le estaba echando mucha cara.
—Actuar o no actuar… ¿es ésa la cuestión? —preguntó Madame Z.
—Sí, ésa es la cuestión.
—Ya veo. Esa es siempre la cuestión. Y lo que nos tenemos que preguntar a nosotros mismos es… —no continuó la frase. Detuvo la mirada en Will y palideció…
—¿Qué? —inquirí.
—Nada —respondió ella.
—No. Algo —repuse. Su numerito de entrar en contacto con los espíritus no me estaba impresionando. ¿Creía que nos íbamos a tragar que algo la había poseído de repente? ¿Que su visión llegaba al más allá? Y qué más. ¡Lo único que debía hacer era contestar a la maldita pregunta!
Madame Z hizo como que se estaba recomponiendo y, con mano temblorosa, le dio una larga calada al pitillo.
—Si se cae un árbol en el bosque y no hay nadie allí para oírlo, ¿hace ruido?
—¿Cómo?
—Eso es todo. O lo tomas o lo dejas —parecía inquieta, así que decidí tomarlo. Pese a ello, aprovechando que Madame Z no miraba, le hice una mueca a Yun Sun.
Will afirmó no tener ninguna pregunta concreta que plantear, pero, por algún motivo, Madame Z insistió en obtener un mensaje para él. Paseó las manos sobre el aura de Will y le instó severamente a evitar las alturas, lo que, puesto que a Will le encantaba escalar, resultaba ser de lo más apropiado. No obstante, lo curioso fue la reacción de Will. Primero, alzó las cejas y, acto seguido, pareció sentir algo muy distinto, como una especie de placer secreto por anticipado. Me miró y se sonrojó.
—¿Qué pasa aquí? —pregunté—. Tienes cara de guardarte un as en la manga.
—Pero qué dices —contestó él.
—¿Qué nos ocultas, Will Goodman?
—Nada, ¡lo juro!
—¡No seas tonto, chico! —le espetó Madame Z—. Haz caso de lo que te digo.
—Bueno, no tienes que preocuparte por él —le recomendé—. Es la prudencia en persona —miré a Will—. En serio, ¿es que has descubierto un sitio para escalar distinto y fantástico? ¿Tienes un mosquetón nuevecito?
—Es el turno de Yun Sun —afirmó Will—. Venga, Yun Sun.
—¿Sabes leer la mano? —le preguntó Yun Sun a Madame Z.
Madame Z suspiró. Sin fijarse mucho en lo que estaba haciendo, palpó la palma de la mano de Yun Sun.
—Serás tan bella como te permitas ser —juzgó. Punto y final. Allí acababan sus perlas de sabiduría.
Yun Sun quedó tan anonadada como yo. Me dispuse a protestar en el nombre de todos los presentes. Porque, ¡por favor!, ¿un árbol en el bosque? ¿Ten cuidado con las alturas? ¿Serás tan bella como te permitas ser? Aun a pesar de su puesta en escena, hasta cierto punto sobrecogedora, tenía claro que nos la estaba jugando a los tres. Sobre todo a mí.
Pero antes de que tuviese oportunidad de abrir la boca, el teléfono móvil que estaba sobre la mesa comenzó a sonar. Madame Z lo cogió y pulsó el botón de descolgar con una de aquellas uñas de color naranja.
—Madame Zanzibar, a su servicio —dijo. A medida que escuchaba la voz que le hablaba desde el otro lado de la línea, su expresión empezó a cambiar. Se volvió brusca e irritable—. No, Silas, no. Se llama… Sí, muy bien, candidiasis. Candidiasis.
Yun Sun y yo intercambiamos una mirada de espanto, pero lo cierto es que yo había empezado a divertirme. No tanto por la candidiasis que, por lo visto, afectaba a Madame Z. Aunque, por otra parte, menuda guarrada. Sino por el hecho de que estuviese hablando de ello con el tal Silas delante de nosotros. Estábamos comenzando a obtener algo sustancial a cambio de nuestro dinero.
—Dile al farmacéutico que ya es la segunda vez este mes —protestó Madame Z—. Necesito algo más fuerte. ¿Cómo? Para el picor, ¡imbécil! ¡O que venga a rascarme él! —se revolvió en la silla y colocó una de aquellas piernas embutidas en el chándal Juicy Couture sobre la otra.
Will me miró con ojos alarmados.
—Yo no pienso rascarle nada —susurró—. ¡Me niego!
Me reí. Era un buen síntoma que se envalentonara delante de mí. El proyecto Madame Z no marchaba según lo planeado, pero ¿cómo acabaría? Tal vez tuviese, al fin, el efecto deseado.
Madame Z me apuntó con la brasa del cigarrillo y yo bajé la mirada con aire arrepentido. Para distraerme, me concentré en la extraña y variada quincalla que se amontonaba en los estantes. Había un libro que se llamaba
La magia de lo convencional
y otro
Qué hacer cuando los muertos hablan… pero no se los quiere escuchar.
Le di un golpe con la rodilla a Will y le señalé mis descubrimientos. El gesticuló como si estuviese asfixiando a un pobre desgraciado, y yo tuve que contener una carcajada.
Encima de los libros vi lo siguiente: un bote de matarratas, un monóculo a la antigua, un tarro lleno de lo que parecían ser restos de uñas, una taza de Starbucks mellada y una pata de conejo. Y encima de todo había… Ah, qué maravilla.
—¿Es eso una calavera? —le pregunté a Will.
—Fíjate —exclamó tras emitir un silbido.
—Vale, vale —dijo Yun Sun, apartando la mirada—. Si hay una calavera de verdad, yo prefiero no saberlo. ¿Nos podemos marchar ya?
Le tomé la cabeza con ambas manos y se la orienté en la dirección apropiada.
—Mira. ¡Todavía tiene cabello!
Madame Z colgó el teléfono.
—Ineptos. No hay ni uno que se salve —concluyó. Su palidez había desaparecido. Por lo visto, conversar con Silas le había avivado el ánimo—. ¡Ah! Ya veo que habéis descubierto a Fernando.
—¿La calavera es de él? —pregunté—. ¿De Fernando?
—Dios mío —lamentó Yun Sun.
—Afloró a la superficie después de un corrimiento de tierras, en el cementerio de Chapel Hill —nos contó—. Bueno, con el ataúd y todo. La madera se encontraba en bastante mal estado; debía de ser de principios del siglo veinte. Como nadie le prestaba atención, me apiadé de él y me lo traje aquí.
—¿Abriste el ataúd? —inquirí.
—Sí —respondió, orgullosa. Me habría gustado saber si llevaba el Juicy Couture mientras se dedicaba a asaltar tumbas.
—Es desagradable. Esa cosa todavía conserva el cabello —dije.
—No es una cosa —rezongó Madame Z—. Ten un poco de respeto, por favor.
—Bueno, pero es que no sabía que los cadáveres tuviesen pelo.
—Pero no piel —afirmó Madame Z—. La piel se pudre al principio y desprende un olor más bien insoportable. Lo del cabello es distinto. A veces, semanas después de que el difunto haya pasado a mejor vida, todavía sigue creciendo.
—Increíble —comentó Will.
—¿Y eso? —preguntó Yun Sun en referencia al recipiente de plástico transparente que contenía una especie de órgano rojizo flotando en un líquido indeterminado—. Dime que eso no pertenece a Fernando, por favor. Dímelo.
Madame Z se mofó de aquella posibilidad con un gesto desdeñoso.
—Es mi útero. Le pedí al buen doctor que me lo diese después de hacerme la histerectomía.
—¿Tu útero? —Yun Sun parecía a punto de desmayarse.
—No iba a permitir que lo incinerasen —protestó Madame Z—. ¡De ninguna manera!
—¿Y aquello de allá? —le señalé una especie de cosas resecas amontonadas en el estante más alto. El jueguecito del veo-veo demostraba ser más entretenido que la adivinación por medio de las manos.
Madame Z siguió la dirección que le indicaba. Abrió la boca, pero luego la cerró.
—Eso no es nada —sentenció con firmeza, aunque advertí que le costaba dejar de mirar los misteriosos objetos—. Bien. ¿Hemos terminado?
—Venga —junté las manos como si estuviera rezando—. Dinos qué es.
—No creo que lo queráis saber —repuso ella.
—Yo sí —dije.
—Pues yo no —terció Yun Sun.
—Sí, ella también —resolví—. Y Will también. ¿A que sí, Will?
—No puede ser peor que el útero —convino Will.
Madame Z apretó los labios.
—Por favor —le rogué.
Murmuró algo apenas inteligible sobre adolescentes estúpidos y sobre que no pensaba considerarse responsable, pasara lo que pasase. Después, se levantó y se aproximó a la estantería en cuestión. En lugar de bambolearse, el pecho de aquella mujer se mantuvo firme e inamovible. Recogió el bulto y lo dejó frente a nosotros.
—Ah —recuperé el aliento—. Un ramillete —capullos de rosa, parduscos y quebradizos; espigas de gisófila grisáceas, tan secas que sus fibras formaban copos que se esparcían por la mesa, y una flácida cinta roja rodeando los tallos.
—Una campesina francesa le echó un maleficio —afirmó Madame Z con un tono de voz indescifrable. Daba la impresión de que algo la obligaba a pronunciar las palabras sin que ella quisiese hacerlo. O al revés. A lo mejor, sí quería contarlo pero trataba de resistirse—. Quería demostrar que el amor verdadero va de la mano del destino, y que cualquiera que intente interferir se expone a un riesgo que debe asumir.
Se dispuso a devolver el ramillete a su lugar.
—¡Espera! —grité—. ¿Cómo funciona? ¿Qué es lo que hace?
—No te lo voy a contar —respondió ella, obstinada.
—¿«No te lo voy a contar»? —me burlé—. ¿Es que tienes cuatro años?