Noches de baile en el Infierno (19 page)

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Authors: Meg Cabot Stephenie Meyer

Tags: #Infantil y juvenil, Fantastica, Romántica.

BOOK: Noches de baile en el Infierno
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—Ya puedes empezar.

—¿Le diste tanto el coñazo que se marchó? ¿La aburriste tanto que se marchó? ¿O la espantaste con el palo gigantesco que te guardas en el trasero?

—Venga, anímate, sigue así, dando donde duele.

—A lo mejor he sido mala. Perdona —dijo Sibby.

Miranda guardó silencio.

—No tienes un palo guardado en el trasero. Porque, si lo tuvieras, no podrías conducir, ¿verdad? ¡Ja, ja!

Silencio.

—Quiero decir, que eres tú la que ha empezado. Con lo del seguro de la puerta. Tengo catorce años y no tenías por qué hacer eso.

Más silencio.

—Ya te he pedido perdón —Sibby suspiraba, se revolvía—. Pues bueno. Sigue callada.

El silencio continuó. Luego, de pronto y sin motivo, Miranda dijo:

—Murieron.

Sibby se enderezó al instante y se pegó al asiento delantero.

—¿Quiénes? ¿Tus hermanas?

—Todos. Toda mi familia.

—¿Por algo que hiciste?

—Si. Y por algo que no hice. Eso creo.

—Vaya, eso que dices no tiene mucho sentido. ¿Cómo puede ser que no hacer algo…? Espera un momento: ¿que eso crees? No sabes muy bien lo que ocurrió, ¿no?

—No recuerdo nada de esa época de mi vida.

—De ese día, querrás decir.

—No. De ese año. Ni tampoco del año siguiente. Entre los diez y los doce años, lo cierto es que apenas conservo ningún recuerdo. Y también tengo otras lagunas.

—¿Quieres decir que te duele demasiado como para recordarlo?

—No… sencillamente que no está. Sólo me quedan impresiones. Y las pesadillas. Pesadillas espantosas.

—¿Cómo qué, por ejemplo?

—Como que no estaba donde debía estar y pasó algo y le fallé a todo el mundo… —se interrumpió y agitó la mano.

—Es decir, ¿que crees que podías haber evitado lo que les sucedió? ¿Tú sola? ¿Con cuatro años menos que yo?

Miranda notó que se le estaba formando un nudo en la garganta. Nunca le había contado a nadie ni un detalle de la verdadera historia, ni de pasada, ni siquiera a Kenzi. Jamás. Tragó saliva.

—Podría haberlo intentado. Sé que podría haberlo intentado.

—¡Jolines! Esto se está convirtiendo en una especie de fiesta de la lástima. ¡Uf! Despiértame cuando hayas acabado.

Miranda le clavó la mirada por el retrovisor.

—Te he dicho que no quería tocar el tema, pero tú has seguido insistiendo hasta hacerme hablar, y ahora resulta que te pones en plan «no me cuentes tus rollos» —protestó, tragando saliva de nuevo—. Eres una especie enana de…

—¡Pero si ni siquiera sabes lo que pasó! ¿Por qué tienes que sentirte tan mal por ello? Además, no entiendo de qué modo llegas a la conclusión de que fue culpa tuya. No estabas allí y sólo tenías diez años. Opino que deberías dejar de obsesionarte con esos misterios de la antigüedad y vivir el momento a tope.

—Disculpa, ¿acabas de recomendarme que viva el momento… a tope?

—Sí, ya sabes. Entierra el pasado e intenta concentrarte en el presente. Como, por ejemplo, en la canción que está sonando ahora mismo por la radio. Da asco. O, también, en el hecho de que estamos en una ciudad abarrotada de chicos guapos a los que no estoy besando —Miranda tomó una ruidosa bocanada de aire, pero, antes de que pudiera hablar, Sibby continuó—: Ya sé, ya sé que les pides perdón a los tipos a los que noqueas porque nunca pudiste pedírselo a tu familia, y también que quieres protegerme a mí porque no pudiste protegerlos a ellos. Lo he captado.

—Las cosas no son así. Yo…

—Bla, bla, bla. No me vengas con evasivas. Por otra parte, ¿por qué protegerme tiene que significar quedarme sentada aquí durante toda la noche? ¿Es que no podemos ir a algún lado en lugar de escondernos? Se me da muy bien pasar desapercibida. Puedo ser casi invisible, si quiero.

—Ah, sí, casi invisible, lo que me faltaba por oír. Sobre todo con esa pinta de «ha llamado Madonna y quiere que le devuelvan el vestido que llevó en el vídeo de
Borderline
».

—Bravo, aguafiestas. Anda, vamos a algún sitio.

La cabeza de Miranda giró ciento ochenta grados.

—A ver si te queda claro. Alguien-Está-Intentando-Matarte.

—Eso-No-Es-Cierto. Puedes repetirlo tantas veces como quieras, pero no es verdad. No pueden matarme. En serio que te hace falta pulir esa obsesión que tienes con gente que se mata. Voy a serte muy sincera: me aburro. ¿Qué emisora es esa que tienes en la radio? ¿Los Cuarenta Machacones? Mira, yo no voy a aguantar seis horas aquí metida ni de broma.

Miranda tenía que darle la razón. Si se quedaban allí, sería ella misma la que asesinaría a Sibby.

En ese momento se le ocurrió el sitio perfecto al que podían ir.

—¿Quieres pasar desapercibida? —le preguntó.

—Sí. Entre chicos.

—Tíos —replicó Miranda.

—¿Cómo?

—Una mujer normal que viva en este siglo los llama tíos, no chicos. Adelante, pasa desapercibida, anda.

Sibby se quedó impactada. Luego, sonrió.

—Desde luego. Sí. Tíos.

—Y no digas «desde luego», di «claro, guay» o algo así. A no ser que estés hablándole a un adulto.

—Claro, guay.

—Y lo de «jolines» es mejor que lo olvides.

—¿He dicho yo…?

—Pues claro que sí. Y también algo aún más nefasto: «a tope». Eso es de paletos.

—Oye, espera.

—Yo no espero nunca. Ah, y tampoco les ofrezcas dinero a los tíos para que te den un beso. Besarte ya es regalo suficiente.

Sibby frunció el ceño.

—¿Por qué has decidido ayudarme? Ni siquiera te caigo bien.

—Porque sé lo que es estar lejos de casa, sola, intentando encajar en algún lado. Y también lo que es no poder contarle a nadie lo que eres de verdad.

Puso el coche en marcha y lo sacó a la calle.

—¿Alguna vez has matado a alguien con tus propias manos? —le preguntó Sibby, tras unos minutos de silencio.

Miranda la miró por el retrovisor.

—Todavía no.

—Ja, ja.

—Estás loca —dijo Sibby cuando entraron. Tenía los ojos como platos—. Dijiste que iba a ser un rollo. Pero esto no es un rollo. Es fantástico.

Miranda se estremeció. Se habían colado en el Grand Hall de la Sociedad Histórica de Santa Bárbara por una puerta de emergencia, abierta para que quienes habían ido a la fiesta pudiesen salir a colocarse, y, tras echar un vistazo general, Miranda pudo comprobar los resultados de aquellos desvaríos. Las paredes de la sala estaban cubiertas con una tela brillante de color azul con estrellas bordadas, las cuatro columnas del medio tenían un sinnúmero de cintas rojas y blancas que las envolvían, las mesas, arrinconadas y ocultas bajo banderas estadounidenses, estaban ocupadas por peceras cuyos pececillos habían sido teñidos de rojo y azul, y, al fin, rodeándolo todo, había una serie de reconstrucciones de los principales hitos del paisaje estadounidense —como el monte Rushmore, la Casa Blanca, la estatua de la Libertad, la Campana de la Libertad y el geiser Old Faithful— hechas a base de terrones de azúcar. Cortesía del padre de Ariel West. El día anterior, Ariel había anunciado en la reunión que, después de la fiesta, donarían el decorado a «la gente pobre de Santa Bárbara, tan necesitada de azúcar».

Miranda no sabía por qué, si se debía a los globos que colgaban del techo y se movían a un lado y a otro o a un presentimiento, pero empezó a sentirse intranquila.

En cambio, Sibby había descubierto el paraíso.

—Recuerda: la mayoría de los tíos que ves por aquí han venido con sus respectivas parejas, así que intenta ser sutil con el temita de los besos —dijo Miranda.

—Claro, guay.

—Y si te llamo, vienes.

—¿Qué soy ahora? ¿Tu perro? —viendo la mirada glacial de Miranda, Sibby agregó—: Claro, guay, aguafiestas.

—Y si tienes la más mínima impresión de que algo va mal, entonces…

—… vengo y te lo digo. Entendido. Ahora ve a divertirte un poco. Ah, claro, pero si no sabes cómo. En fin, el consejo que te doy es que, cuando no sepas qué hacer, pregúntate: «¿Qué haría Sibby en mi lugar?».

—No tengo ganas de hacer el ridículo, ¿sabes?

Sibby estaba demasiado entretenida inspeccionando la sala como para responderle.

—¡Vaya! ¿Quién es ese pedazo de hombre que está en aquella esquina? —preguntó—. El que lleva gafas de sol.

Miranda buscó un pedazo de hombre alrededor, pero sólo encontró a Phil Emory.

—Se llama Philip.

—Holaaa, Philip —dijo Sibby, enfilando hacia allá.

Miranda escondió su bolsa de deporte debajo de una mesa y se mantuvo cerca de una pared, entre la Casa Blanca y el geiser Old Faithful, en parte para tener a Sibby a la vista pero también para evitar que nadie la reconociera. Se había cambiado de ropa en el cuarto de baño para ponerse lo único que traía consigo, pero, pese a ser rojo, blanco y azul, no creía que el uniforme del equipo de roller derby fuese una indumentaria apropiada para la fiesta. En la bolsa siempre llevaba dos uniformes: el de jugar en casa —camiseta sin mangas y escotada por la espalda, de color blanco brillante, gorra azul y falda a rayas rojas, blancas y azules (si es que se le podía llamar falda a algo que tenía escasos centímetros de largo y que había que llevar con pantys)— y el de jugar fuera, que era igual pero con la camiseta de color azul. Había optado por el blanco, que le parecía más formal, pero estaba segura de que no combinaba demasiado bien con los zapatos negros del traje de chófer, los únicos que tenía.

Llevaba un rato allí de pie, preguntándose por qué todos menos ella eran totalmente capaces de moverse en la pista de baile sin horrorizar a nadie, cuando oyó un par de corazones latiendo en los que reconoció a Kenzi y a Beth, que se le estaban acercando.

—¡Has venido! —exclamó Kenzi, dándole un gran abrazo. Una de las cosas que Miranda adoraba de Kenzi consistía en que su amiga siempre actuaba como si hubiese tomado éxtasis y era muy cariñosa, daba abrazos y nunca se avergonzaba de nada—. Qué bien que estés aquí. Me daba mucha pena que no vinieras. Bueno, ¿estás preparada para desembarazarte de las inseguridades de la juventud? ¿Lista para adueñarte del futuro?

Kenzi y Beth se habían vestido como para adueñarse de lo que se les antojara, pensó Miranda. Kenzi llevaba un ceñido vestido de color azul que le dejaba la espalda al aire, y en ella se había pintado un ojo color zafiro. Por su parte, Beth lucía una minifalda de satén rojo y, en el antebrazo, a modo de brazalete, una serpiente dorada con rubíes en los ojos (o, al menos, Miranda asumió que eran rubíes, dado que los padres de Beth eran dos grandes estrellas del panorama cinematográfico de Bollywood). Mirándolas a ambas, la mayoría de edad parecía una maravillosa y sofisticada fiesta con un pinchadiscos excelente y una restringidísima lista de invitados.

Miranda estudió su uniforme de
roller derby.

—Debería haber previsto que, en el momento de adueñarme de mi futuro, iba a estar vestida como un espantajo.

—Qué va. Estás estupenda —dijo Beth, y de no ser porque Beth era una de esas personas que no conocían el sarcasmo, Miranda habría tachado aquel comentario de sarcástico.

—Es cierto —confirmó Kenzi—. Estás claramente en la liga de las NPL —lo cual significaba «nacidas para ligar»—. Preveo grandes cosas en tu madurez.

—Y yo preveo que tienes una miopía galopante —profetizó Miranda. A lo lejos, divisó a Sibby, que tiraba de Philip Emory para conducirlo a la pista de baile.

Miranda se volvió hacia Kenzi.

—¿Me consideras divertida o te parezco una aguafiestas, una abuelita, un coñazo?

—¿Aguafiestas? ¿Coñazo? —inquirió Kenzi—. ¿Pero qué dices? ¿Has vuelto a golpearte la cabeza en el partido de
roller derby.

—No, esto es serio. ¿Soy divertida?

—Sí —afirmó Kenzi, solemne.

—Sí —coincidió Beth.

—Excepto cuando te pones en plan BC —matizó Kenzi—. Y cuando tienes la regla. Y cuando falta poco para tu cumpleaños. Bueno, pero recuerdo una vez que…

—Da igual —Miranda volvió a buscar a Sibby con la mirada y la descubrió liderando una conga.

—Era una broma —dijo Kenzi, tomando a Miranda del brazo—. Pues claro que eres divertida. O sea, ¿qué otra persona se disfrazaría de Magnum en Halloween?

—Acuérdate de cuando entretuviste a los niños de la planta de oncología representando
Dawson Crece
con figuritas de porcelana —agregó Beth.

Kenzi asintió.

—Es verdad. Hasta los niños enfermos de cáncer te consideran divertida. Y no son los únicos.

Algo en el tono de voz de Kenzi hizo que Miranda empezara a preocuparse.

—¿Qué has hecho?

—Ha estado genial —dijo Beth.

Miranda se asustó.

—Dime.

—Nada, investigar un poco —contestó Kenzi.

—Investigar ¿qué?

Miranda se dio cuenta en aquel momento de que había palabras escritas en el brazo de Kenzi.

—A Will y a Ariel —respondió Kenzi—. No están juntos.

—¿Se lo preguntaste?

—Hice una entrevista, digamos —repuso Kenzi.

—No, por favor. Dime que es una broma —de vez en cuando, tener por compañera de habitación a alguien que aspiraba a ser periodista resultaba peligroso.

—Tranquila. Él no sospecha nada. Yo hice como si la cosa no fuera conmigo —afirmó Kenzi.

—Magistral —juzgó Beth.

Miranda empezó a pensar en trampillas una vez más.

—En fin, el caso es que le pregunté por qué creía él que Ariel le había pedido que la acompañase a la fiesta —consultó lo que tenía escrito en el brazo—. Dijo: «Para que cierta persona tuviese celos». Por supuesto, yo le pregunté quién y él respondió: «Qué más da. A eso es a lo que aspira, a dar celos». ¿No te parece muy agudo teniendo en cuenta que es un tío?

—Es listo —terció Beth—. Y agradable.

Miranda les dio la razón con un gesto de cabeza y buscó a Sibby por la pista de baile. Acabó por divisarla en una esquina oscura, con Philip. Pero hablando con él y no besándolo. Por algún motivo, eso provocó que Miranda sonriera.

—Gracias por haber averiguado todo eso —dijo Miranda—. Es…

—Pero todavía te queda por oír la mejor parte —contestó Kenzi—. Le pregunté por qué pensaba venir a la fiesta con Ariel si no eran pareja y él dijo… —de nuevo, tuvo que repasar las notas que tenía en el brazo—. Dijo: «Porque nadie me hizo una oferta mejor».

—Con esa sonrisa tan bonita que tiene —le recordó Beth.

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