Noches de baile en el Infierno (17 page)

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Authors: Meg Cabot Stephenie Meyer

Tags: #Infantil y juvenil, Fantastica, Romántica.

BOOK: Noches de baile en el Infierno
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Miranda se esforzó en sonreír. ¡Menudo día estaba teniendo! Su clienta vip era un diablo enano, el chico de sus sueños iba a presentarse al baile con otra y el sargento que le gustaba no sólo lo sabía, ¡sino que bromeaba con su novia sobre el tema! Inmejorable.

Al menos, se dijo, las cosas no podían ir peor.

«No tientes a la suerte.»

A callar.

Sibby Cumean empezó a hablar tan pronto como abandonaron el aeropuerto.

—¿Desde cuándo trabajas en esto? —le preguntó a Miranda.

—Desde hace un año.

—¿Eres de aquí?

—No.

—¿Tienes hermanos?

—No.

—¿Y hermanas?

—Eh… tampoco.

—¿Te gusta conducir?

—Sí.

—¿Tienes que llevar siempre puesto ese traje oscuro tan soso?

—Sí.

—¿Cuántos años tienes?

—Veinte.

—No me lo creo.

—Vale, dieciocho.

—¿Has hecho el amor alguna vez?

Miranda carraspeó.

—No me parece que ésa sea una pregunta apropiada.

Sus propias palabras le recordaron al señor Trope, el subdirector del internado, quien, con una voz parecida, solía decirle que no estaba dispuesto a oír una nueva excusa que explicase por qué llegaba tarde al recinto, que las normas tenían su razón de ser y esa razón no era que ella pudiese saltárselas cuando le viniera en gana. Hablando de lo cual, ¿pensaba decidirse de una vez respecto a qué iba a hacer el año siguiente o, dejándose llevar por la irresponsabilidad, iba a despreciar la plaza que le habían ofrecido diversas universidades de primera línea y provocar con ello que el internado quedase mal y ella aún peor? Y ya que estaba con ello, ¿qué le estaba pasando, dónde estaba aquella Miranda Kiss que iba a estudiar medicina y a salvar el mundo, que era un orgullo para el internado y para sí misma, en lugar de una perdida que iba por el camino de ser expulsada? ¿Era eso lo que quería, la jovencita? Miranda conocía bien aquella voz. Desde noviembre, la oía una vez por semana como mínimo

—Eres virgen —resolvió Sibby, como si hubiese comprobado algo que sospechaba hace tiempo.

—Eso no…

—¿Y tienes novio, al menos?

—En este momento…

—¿Y novia?

—No.

—¿Amistades? No se te da muy bien hablar, por lo que veo.

Miranda empezaba a entender por qué los padres de la niña habían preferido no ir al aeropuerto a buscarla.

—Muchas amistades.

—Ya. Te creo. ¿Qué haces cuando tienes tiempo?

—Contestar preguntas.

—Por favor, no vuelvas a intentar ser graciosa, ¿vale? —Sibby se inclinó hacia delante—. ¿Nunca has pensado en pintarte los ojos? Mejorarías bastante.

¡Deferencia!

—Gracias.

—¿Puedes avanzar un poco más?

—Estamos en un semáforo.

—Ya. Sólo un poco… Así está bien.

Por el espejo retrovisor lateral, Miranda vio que Sibby había bajado la ventanilla y asomado por ella medio cuerpo para conversar con los jóvenes ocupantes de un Jeep que estaba al lado.

—¿Adonde vais? —les preguntó Sibby.

—A hacer surf a la luz de la luna. ¿Te vienes, preciosidad?

—No soy una preciosidad. ¿Crees que parezco una preciosidad?

—Ah, no sabría decir. A lo mejor, si te quitaras la blusa.

—A lo mejor, si me dieras un beso.

Miranda aplastó el botón que cerraba la ventanilla abierta.

—Pero ¿qué haces? —protestó Sibby—. Casi me rompes la mano.

—Ponte el cinturón, por favor.

—Ponte el cinturón, por favor —repitió Sibby con tono burlón, mientras volvía a sentarse—. Pero venga ya; sólo intentaba ser sociable.

—Bueno, pues hasta que lleguemos al destino, se acabaron las socializaciones.

—¿Tú te oyes hablar? Parece que tuvieras ochenta años en lugar de dieciocho —Miranda vio por el espejo que Sibby tenía el ceño fruncido—. Diría que eres una carcelera más que una conductora.

—Mi trabajo consiste en que llegues en punto y de una pieza. Si quieres, puedes consultar el folleto que está en el bolsillo del asiento para comprobarlo.

—¿Y qué tiene de arriesgado que me besen unos chicos?

—Millones de riesgos. ¿Y si tuviesen hongos invisibles en la boca? ¿Y si te diesen el beso de la muerte?

—No existe eso del beso de la muerte.

—¿Estás segura?

—A ti lo que te pasa es que estás celosa porque yo sé divertirme y tú no. Virgen.

Miranda bizqueó pero logró mantener la serenidad y centrarse en las conversaciones que tenían lugar en otros coches, en una mujer que le decía a alguien que el jardinero estaba de camino, y en un chico que afirmaba con voz mística: «Distingo a una persona misteriosa y desconocida que viene a buscarte; no sé si es una mujer o un hombre». Por último, un tipo decía que iba a sacarse del medio a aquella bestia inmunda, y que no le importaba que fuese el perro favorito de su madre…

La interrumpieron los gritos de Sibby.

—¡Jolines, hamburguesas! Tenemos que parar.

¡Disposición!

Miranda accedió a que Sibby pidiera lo que quisiese sin bajarse del coche, y luego se arrepintió cuando oyó que Sibby le decía al tipo que la atendía:

—¿Tengo descuento si te doy un beso?

—Oye, dime la verdad: ¿a ti dónde te educaron? ¿Por qué quieres besar al primer desconocido que se te ponga delante? —le preguntó Miranda.

—No hay muchos chicos en el sitio del que vengo. Además, ¿qué más da que sean desconocidos? Besarse es genial. En el avión, me besé con cuatro chicos. Espero llegar a los veinticinco antes de que acabe el día.

Cuando le dieron la hamburguesa, añadió a esa lista a los dos empleados que se la habían servido.

—¿Están todas las hamburguesas así de ricas? —dijo, una vez que volvieron a la carretera.

Miranda la observó por el espejo retrovisor.

—¿Es que nunca has tomado una hamburguesa? ¿Dónde vives?

—En las montañas —respondió Sibby apresuradamente, y Miranda captó un leve incremento de su ritmo cardiaco que la llevó a pensar que mentía y, aún más, que no estaba acostumbrada a hacerlo. Lo cual, pensándolo bien, era bastante improbable, en especial, lo de que no estuviese acostumbrada, teniendo en cuenta que estaba como loca con los integrantes del sexo masculino. Sus padres no debían de dejarla salir y…

«No es asunto tuyo», se recordó Miranda. Discreción.

Mientras duró el viaje, Sibby quiso los besos de otros cuatro chicos. Les quedaba un kilómetro para llegar al lugar convenido, y Miranda ya estaba soñando con que se acabara aquella carrera. Sin embargo:

—¡Jolines, donuts! —chilló—. ¡Una pastelería que vende donuts! Siempre he querido probar los donuts. ¿Podemos parar? ¡Por favor, por favor, por favor, por favor!

Acumulaban un retraso que se acercaba a la hora, pero Miranda no podía negarle a nadie un donut. Ni siquiera a alguien que decía aquello de «jolines, donuts». Al aparcar divisó a un grupo de chicos sentados en el interior y decidió que sería peligroso permitir que Sibby se les acercara, ya que ello supondría perder otros cuarenta minutos.

—Iré yo. Tú espérame aquí —dijo.

Pero Sibby también los había visto.

—Ni de broma. Yo también voy.

—Mira, o te quedas sentadita en el coche, o los donuts se quedarán sentaditos en la pastelería, ¿estamos?

—No creo que ése sea un modo correcto de hablarle a una clienta.

—Tienes todo el derecho de usar mi teléfono para poner una queja mientras me esperas. ¿Te vale así?

—Bueno. Pero, al menos, podrías bajar la ventanilla de mi puerta.

Miranda no supo qué hacer.

—Abuelita, te prometo que me quedaré sentadita en el coche, pero es que no quiero asfixiarme aquí dentro. Jolines.

Cuando Miranda volvió al coche, Sibby estaba sentada en el vano de la ventanilla con las piernas fuera, consagrada a besarse con un chico rubio.

—Perdona un momento —dijo Miranda, dándole una palmada en el hombro al chico en cuestión.

Él se volvió y la miró de arriba abajo.

—Qué pasa, guapa. ¿Tú también quieres un beso? Con esos labios que tienes, seguro que conseguimos algo que valga la pena. Fíjate: ni siquiera tendrás que pagarme un dólar.

—Gracias, pero no —y miró a Sibby—. Creía que habíamos quedado en que…

—… me quedara sentadita en el coche. Si me miras bien, te darás cuenta de que no te he desobedecido.

Miranda se volvió para que Sibby no la viese sufrir una crisis nerviosa.

Al rato, le dio los donuts y se sentó en el asiento del conductor. Una vez que Sibby estuvo sentada en su asiento, Miranda la miró a los ojos a través del retrovisor.

—¿Le has dado dinero para que te diera un beso?

—¿Y qué? —replicó Sibby—. A muchas no nos caen los besos gratis —se había enfadado—. Y tú apenas tienes tetas. Hasta yo tengo más que tú. No tiene sentido.

Tras lo cual guardó silencio y hasta olvidó los donuts. De vez en cuando, profería un suspiro trágico.

Miranda comenzó a apiadarse de ella. A lo mejor se había portado como una abuelita. Observó la tapa de
Cómo conseguir un chico ¡y besarlo!
, que estaba en el asiento del copiloto. «Puede ser que estés celosa porque ella, siendo cuatro años más joven que tú, ha besado a más chicos en un solo día que tú en toda tu vida, aun en el caso de que te pongas silicona y vivas varios siglos.»

A callar, canal Autocrítica.

Se esforzaría en ser agradable, en darle conversación.

—¿Cuántos besos has logrado hasta ahora?

Sibby seguía con la vista fija en el regazo.

—Diez —respondió, y levantó la mirada para añadir—: Pero pagué por seis, nada más. Y a uno sólo le di un cuarto de dólar.

—Bien hecho.

Miranda advirtió que Sibby adoptaba un gesto de sospecha, como si creyese que le estaban tomando el pelo y luego desestimara la idea y prefiriese contentarse con los donuts.

—¿Te importa si te hago una pregunta? —dijo después de un rato.

—¿Y me pides permiso a estas alturas?

—Oye, no te hagas la graciosa. Se te da fatal.

—Gracias por sincerarte. ¿Querías preguntarme algo más o…?

—¿Por qué no has querido darle un beso al chico de antes? ¿Al que quería besarte?

—Supongo que porque no era mi tipo.

—¿Y tu tipo cuál es?

Miranda pensó en el sargento Reynolds: ojos azules, barbilla partida, cabellos abundantes y rubios, y surf matutino a diario. El tipo de chico que siempre llevaba gafas de sol o que, en su defecto, te miraba con los ojos entrecerrados, el tipo de chico demasiado sofisticado para sonreír. Luego se imaginó a Will con su piel morena, color sirope de arce, el cabello negro y rizado, la enorme sonrisa aniñada, y aquellos músculos abdominales, que se tensaban cada vez que, tras haberse sacado la camiseta, hablaba con sus compañeros de equipo después del entrenamiento de
lacrosse
, brillando al sol, propagando su risa por el ambiente y haciendo que Miranda sintiese lo mismo que sentía cuando veía la mantequilla fundirse sobre unos gofres cocinados en su punto.

Tampoco era que sistemáticamente se encaramase al tejado del laboratorio de biología marina para presenciar aquello. (Una vez por semana.)

—No tengo un tipo definido. Creo que me importa más lo que siento —dijo Miranda, al fin.

—¿Con cuántos te has besado? ¿Con cien?

—Oh, no.

—¿Doscientos?

Miranda notó que se le subían los colores y deseó que Sibby no lo percibiera.

—A ver si lo adivinas.

Llegaron al lugar en que Sibby debía bajarse una hora y quince minutos tarde. Fue la primera vez que Miranda acumulaba tanto retraso en una sola carrera.

Cuando le abrió la puerta, Sibby le preguntó:

—¿Crees que darle un beso al chico que es tu tipo es muy distinto de dárselo a cualquiera?

—No sabría qué decir.

Miranda se quedó sorprendida de lo mucho que la aliviaba saber que ya no tendría que seguir contestando preguntas, que no le haría falta reconocer delante de aquella niña que, en realidad, no tenía ni idea.

El lugar parecía una residencia segura para testigos amenazados puesta por el gobierno, pensó Miranda, llevando a Sibby hacia la puerta. Era la viva imagen de la definición que dan los diccionarios de «soso», emparedada como estaba entre una casa en la que Blancanieves y los siete enanitos representaban la natividad, y otra que tenía un juego de columpios en colores rosas y naranjas. Lo único que llamaba la atención de la casa eran las gruesas cortinas que cegaban las ventanas del frente y la robusta valla de madera, de un metro ochenta de altura, que cerraba el jardín. La calle estaba llena de ruidos —Miranda oyó el chisporroteo de las barbacoas, conversaciones, la versión china de la película
La Bella y la Bestia
—, pero ninguno procedía de la casa, como si ésta estuviese aislada.

Captó un leve zumbido que procedía del costado, semejante al del aire acondicionado pero no igual. Levantó la vista y descubrió que el tendido eléctrico no pasaba por aquella casa. Ni tampoco la línea de teléfono. El zumbido se debía a un generador. Quienquiera que viviese allí, no se había conectado al mundo. En resumidas cuentas: era un lugar bastante íntimo, siempre que íntimo implique también escalofriante y reconcentrado en sí mismo.

¿Y la mujer que abrió la puerta? Exactamente eso, escalofriante y reconcentrada en sí misma, pensó Miranda.

Llevaba los canosos cabellos recogidos en un moño flojo e iba vestida con una falda larga y un jersey suelto. Podría tener cualquier edad comprendida entre los treinta y los sesenta años, y las aparatosas bifocales con montura plástica que le aumentaban el tamaño de los ojos y le cubrían la mitad de la cara no hacían más que reforzar esa indefinición. Parecía completamente inofensiva, como una profesora que hubiese dedicado su vida a cuidar a un pariente mayor y que, en secreto, soñara con los brazos del señor Rochester, de
Jane Eyre.

O algo parecido. Como si aquél fuese el aspecto que deseaba tener. Sin embargo, había gato encerrado, un pequeño detalle que no encajaba, que no estaba bien.

«Y-A-Ti-Qué-Te-Importa.»

Miranda se despidió, aceptó la propina de un dólar —«Habéis tardado demasiado, querida»— y se alejó de allí.

Cuando estaba a media manzana de distancia, clavó los frenos, viró en redondo y volvió a toda velocidad.

«¿Pero tú qué estás haciendo?», se preguntó a sí misma. Pero en vano, porque ya se encontraba en lo alto del árbol que se levantaba en el jardincillo en que Blancanieves y los siete enanitos representaban la escena del nacimiento de Jesús, mirando la casa en la que había dejado a Sibby.

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