La primera idea de Nancy fue rechazar la oferta. Por más que le dorase la píldora, lo que él quería era arrebatarle la empresa. Sin embargo, comprendió que la negativa instántanea era lo que papá habría deseado, y había decidido dejar de vivir conforme al programa de papá. De todos modos, tenía que contestar algo, pero con evasivas.
—Tal vez me interese.
—Con esto me basta. —Nat se levantó—. Piensa en ello y medita sobre el tipo de acuerdo que te resultará menos violento. No te ofrezco un cheque en blanco, pero quiero que comprendas que haré lo posible por complacerte.
No dejaba de ser, en cierta forma, divertido, pensó Nancy. La técnica de Nat era persuasiva. Había aprendido mucho sobre el arte de negociar en los últimos años. Nat desvió la vista hacia el malecón.
—Creo que tu hermano quiere hablar contigo —dijo.
Nancy se volvió y vio que Peter se acercaba. Nat se caló el sombreo y se marchó. Parecía un movimiento de pinza. Nancy contempló con rencor a Peter. La había engañado y traicionado, y no tenía ganas de hablar con él. Habría preferido reflexionar sobre la sorprendente oferta de Nat Ridgeway, ver si encajaba en las nuevas perspectivas de su vida, pero Peter no le dio tiempo. Se plantó frente a ella, ladeó la cabeza de una forma que le recordó a Nancy cuando era niño, y dijo:
—¿Podemos hablar?
—Lo dudo.
—Quiero disculparme.
—Te arrepientes de tu traición, ahora que has fracasado.
—Me gustaría hacer las paces.
Hoy, todo el mundo quiere hacer tratos conmigo, pensó con sarcasmo.
—¿Cómo piensas reparar lo que me has hecho?
—No podré —contestó de inmediato—. Nunca. —Se dejó caer en la tumbona que había ocupado Nat—. Cuando leí tu informe, me sentí como un idiota. Decías que yo no podía dirigir el negocio, que no era como mi padre, que mi hermana lo hacía mejor que yo, y me sentí muy avergonzado, porque en el fondo de mi corazón sabía que era verdad.
«Bueno, es un progreso», pensó ella.
—Me enfurecí, Nan, ésa es la pura verdad.
De niños, se llamaban Nan y Petey, y la utilización de aquel diminutivo de la infancia le puso un nudo en la garganta.
—Tengo la impresión de que no sabía lo que hacía —siguió Peter.
Nancy meneó la cabeza. Era la típica excusa de su hermano.
—Sabías muy bien lo que hacías —respondió, con más tristeza que irritación.
Un grupo de personas se detuvo ante la puerta del edificio de la compañía aérea, hablando en voz alta. Peter les dirigió una mirada colérica.
—¿Quieres venir a dar un paseo conmigo por la playa? —preguntó.
Nancy suspiró. Al fin y al cabo, era su hermano pequeño. Se levantó.
Él le dedicó una sonrisa radiante.
Caminaron hacia el extremo del malecón que limitaba con la parte de tierra, cruzaron la vía del tren y bajaron hacia la playa. Nancy se quitó los zapatos de tacón alto y caminó sobre la arena en medias. La brisa agitó el pelo rubio de Peter y Nancy observó, sorprendida, que comenzaba a ralear en las sienes. Se preguntó por qué no se había dado cuenta antes, y comprendió que se peinaba de forma que no se notara. Se sintió vieja.
No había nadie cerca, pero Peter siguió en silencio durante un rato, hasta que Nancy habló por fin.
—Danny Riley me dijo algo muy extraño. Según él, papá planeó todo para que tú y yo nos peleáramos.
Peter frunció el ceño.
—¿Por qué iba a hacerlo?
—Para endurecernos.
Peter lanzó una áspera carcajada.
—¿Lo crees?
—Sí.
—Supongo que yo también.
—He decidido que no viviré el resto de mis días obedeciendo al capricho de papá.
Peter asintió con la cabeza.
—¿Qué significa eso? —preguntó.
—Aún no lo sé. Tal vez acepte la oferta de Nat y fusione nuestra empresa con la suya.
—Ya no es «nuestra» empresa, Nan. Es tuya.
Ella le miró con atención. ¿Era sincero? Se creyó mezquina por mostrarse tan suspicaz. Decidió concederle el beneficio de la duda.
—He comprendido que no sirvo para los negocios —prosiguió Peter con aparente sinceridad—. Voy a dejarlo en manos de gente capacitada como tú.
—¿Y qué vas a hacer?
—Tal vez compre esa casa. —Pasaban frente a una atractiva casita pintada de blanco, con postigos verdes—. Tendré mucho tiempo libre para ir de vacaciones.
Nancy experimentó cierta compasión por él.
—Es una casa bonita —dijo—. ¿Está en venta?
—Hay un cartel al otro lado. Estuve antes fisgoneando. Ven a ver.
Rodearon la casa. La puerta y los postigos estaban cerrados, y no pudieron ver las habitaciones, pero su aspecto era espléndido desde fuera. Tenía una amplia terraza con una hamaca, una pista de tenis en el jardín y un pequeño edificio sin ventanas al otro lado. Nancy supuso que en él guardaban la barca.
—Podrías comprarte una barca —dijo. A Peter siempre le había gustado navegar.
Una puerta lateral del cobertizo estaba abierta. Peter entró. Nancy le oyó exclamar:
—¡Santo Dios!
Nancy cruzó el umbral y escudriñó la oscuridad.
—¿Qué pasa? —preguntó, nerviosa—. Peter, ¿estás bien?
Peter apareció por detrás y le agarró el brazo. Una repulsiva sonrisa de triunfo se dibujó por una fracción de segundo en su cara, y Nancy supo que había cometido una terrible equivocación. Él le retorció el brazo con violencia, obligándola a adentrarse en el cobertizo. Tropezó, gritó, dejó caer los zapatos y el bolso, y se derrumbó sobre el polvoriento suelo.
—¡Peter! —gritó furiosa. Escuchó tres rápidos pasos, el ruido de la puerta al cerrarse, y se hizo la oscuridad más absoluta—. ¿Peter? —gritó, asustada. Se puso en pie. La puerta recibió un golpe, como si la estuvieran atrancando—. ¡Peter! —chilló—. ¡Di algo!
No hubo respuesta.
Un terror histérico estranguló su garganta y quiso gritar de miedo. Se llevó la mano a la boca y se mordió el nudillo del pulgar. Al cabo de unos instantes, el pánico empezó a desaparecer.
De pie en la oscuridad, ciega y desorientada, comprendió que Peter lo había planeado todo desde el principio: había descubierto la casa vacía, con su providencial cobertizo para la barca, la había atraído con engaños hacia ella, encerrándola en el interior, a fin de que perdiera el avión y no llegara a tiempo de votar en la junta de accionistas. Su arrepentimiento, sus disculpas, su decisión de abandonar los negocios, su dolorosa sinceridad, todo había sido falso de principio a fin. Había evocado cínicamente su niñez para ablandarla. Nancy había confiado en él una vez más; él la había traicionado una vez más. Era más que suficiente para provocar su llanto.
Se mordió el labio y consideró la situación. Cuando sus ojos se acostumbraron a la penumbra distinguió una línea de luz por debajo de la puerta. Se acercó, extendiendo las manos hacia adelante. Llegó a la puerta, palpó la pared a ambos lados y encontró un interruptor. Lo conectó y la luz iluminó el cobertizo. Asió el tirador e intentó abrirla, sin la menor esperanza. Ni siquiera se movió: Peter la había atrancado bien. Aplicó el hombro a la hoja y empujó con todas sus fuerzas, pero la puerta resistió.
Los codos y las rodillas le dolían a causa de la caída, y se había roto las medias.
—Cerdo —masculló al ausente Peter.
Se puso los zapatos, recogió el bolso y miró a su alrededor. Un gran velero acomodado sobre una plataforma provista de ruedas ocupaba casi todo el espacio. El mástil estaba sujeto a un gancho del techo, y las velas se veían dobladas pulcramente sobre la cubierta. Había una amplia puerta en la parte delantera del cobertizo. Nancy la examinó y descubrió, como sospechaba, que estaba bien cerrada.
La casa se hallaba algo apartada de la playa, pero cabía la posibilidad de que los pasajeros del
clipper
, u otra persona, pasaran por delante. Nancy respiró hondo y gritó con toda la potencia de su voz
«¡SOCORRO! ¡SOCORRO! ¡SOCORRO! »
. Decidió pedir auxilio a intervalos de un minuto, para no enronquecer.
Tanto la puerta principal como la lateral eran sólidas y estaban bien encajadas en el marco, pero tal vez pudiera forzarlas con una palanca o algo por el estilo. Paseó la vista en torno suyo. El propietario era un hombre ordenado: no guardaba útiles de jardinería en el cobertizo de la barca. No había palas ni rastrillos.
Volvió a pedir auxilio, y después trepó a la cubierta del velero, buscando alguna herramienta. Localizó varios armarios, todos cerrados con llave por el celoso propietario. Escrutó el cobertizo desde la cubierta, pero no descubrió nada nuevo.
—;Mierda, mierda, mierda! —exclamó.
Se sentó en el puente y meditó, desalentada. Hacía mucho frío en el cobertizo, y se alegró de llevar la chaqueta de cachemira. Continuó pidiendo ayuda cada minuto, pero, a medida que transcurría el tiempo, sus esperanzas disminuían. Los pasajeros ya estarían a bordo del
clipper
. El aparato no tardaría en despegar, abandonándola a su suerte.
Se sorprendió al comprender que perder la empresa era la última de sus preocupaciones. ¿Y si nadie se acercaba al cobertizo en una semana? Podía morir aquí. El pánico se apoderó de ella y empezó a chillar sin cesar. Captó una nota de histeria en su voz, lo cual la asustó todavía más.
Se cansó al cabo de un rato, y el agotamiento la serenó. Peter era malvado, pero no un criminal; no dejaría que muriera. Lo más probable era que telefoneara anónimamente al departamento de policía de Shediac para que la liberaran. Pero no hasta después de la junta de accionistas, por supuesto. Nancy se dijo que estaba a salvo, pero su inquietud era extrema. ¿Y si Peter era peor de lo que pensaba? ¿Y si se olvidaba? ¿Qué ocurriría si caía enfermo o sufría un accidente? ¿Quién la salvaría, en ese caso?
Oyó el rugido de los potentes motores del
clipper
atronando la bahía. El pánico dejó paso a una desesperación total. La habían traicionado y derrotado, y también había perdido a Mervyn, que ahora se encontraría a bordo del avión, esperando el momento del despegue. Tal vez se preguntara, distraído, qué le había pasado, pero como la última palabra que Nancy le había dirigido era «idiota», se imaginaría que había terminado con él.
Se había comportado de forma arrogante al dar por sentado que le seguiría a Inglaterra, pero, siendo realista, cualquier hombre supondría lo mismo, y ella se lo había tomado a la tremenda. Se habían separado con malos modos y nunca volvería a verle. Y la muerte la rondaba.
El ruido de los lejanos motores aumentó de intensidad. El
clipper
estaba despegando. El estruendo persistió durante uno o dos minutos, y después empezó a disminuir cuando, pensó Nancy, el avión ganó altura. Ya está, concluyó: he perdido mi negocio y he perdido a Mervyn, y es probable que muera de hambre en este cobertizo. No, no moriría de hambre, sino de sed, sometida a una espantosa agonía…
Notó que una lágrima se deslizaba por su mejilla y la secó con el puño de la chaqueta. Tenía que serenarse. Ha de existir una forma de salir de aquí. Se preguntó si podría utilizar el mástil a modo de ariete. Subió al barco. No, el mástil era demasiado pesado para que una sola persona lo manejara. ¿Podría practicar un agujero en la puerta? Recordó historias acerca de prisioneros encerrados en mazmorras medievales que arañaban las piedras con sus uñas año tras año, en un vano intento de escapar. A ella no le quedaban años, y necesitaba algo más fuerte que las uñas. Rebuscó en su bolso. Tenía un pequeño peine de marfil, una barra de carmín rojo brillante casi gastada, una polvera barata que los chicos le habían regalado cuando cumplió treinta años, un pañuelo bordado, el talonario, un billete de cinco libras, varios de cincuenta dólares y una pluma de oro: nada útil. Pensó en sus ropas. Llevaba un cinturón de piel de cocodrilo con una hebilla chapada en oro. La punta de la hebilla quizá sirviera para rascar la madera que rodeaba la cerradura. Sería un trabajo largo, pero tenía todo el tiempo del mundo.
Bajó del barco y localizó la cerradura de la gran puerta principal. La madera era sólida, pero tal vez no sería preciso practicar un agujero de parte a parte; cabía la posibilidad de que se partiera si hacía una hendidura bastante profunda. Volvió a gritar pidiendo ayuda. Nadie respondió.
Se quitó el cinturón. Como la falda no iba a sostenerse, se la quitó, la dobló y la dejó sobre la regala del velero. Aunque nadie podía verla, se alegraba de llevar unas bonitas bragas adornadas con encaje y unas ligas a juego.
Practicó una marca cuadrada alrededor de la cerradura, y después empezó a ahondarla. El metal de la hebilla no era muy fuerte, y la punta se dobló al cabo de un rato. No obstante, prosiguió su tarea, parando a cada minuto, más o menos, para gritar. Poco a poco, la marca se transformó en una hendidura. El suelo quedó sembrado de astillas.
La madera de la puerta era suave, quizá a causa de la humedad. Aumentó el ritmo y pensó que no tardaría en poder salir.
Cuando más esperanzada se sentía, la punta se rompió.
La recogió del suelo e intentó continuar, pero la punta separada de la hebilla resultaba difícil de manejar. Si hacía el agujero más profundo resbalaría de sus dedos, y si raspaba con suavidad la hendidura no prosperaría. Después de que se le cayera cinco o seis veces, derramó lágrimas de rabia y golpeó inútilmente la puerta con los puños.
—¿Quién está ahí? —gritó una voz.
Nancy calló y dejó de golpear la puerta. ¿Había oído bien?
—¡Hola! ¡Socorro! —chilló.
—Nancy, ¿eres tú?
Su corazón dio un vuelco. La voz tenía acento inglés, y ella la reconoció.
—¡Mervyn! ¡Gracias a Dios!
—Te estaba buscando. ¿Qué demonios te ha pasado?
—Déjame salir, ¿quieres?
La puerta se sacudió.
—Está cerrada.
—Ve por el lado.
—Enseguida.
Nancy cruzó el cobertizo y se acercó a la puerta lateral.
—Está atrancada —oyó que decía Mervyn—. Espera un momento.
Se dio cuenta de que iba en medias y bragas, y cubrió su desnudez con la chaqueta. La puerta se abrió al cabo de un momento, y Nancy se lanzó a los brazos de Mervyn.
—¡Pensé que iba a morir aquí! —exclamó, y se puso a llorar sin poder evitarlo.
Él la abrazó y le acarició el pelo.
—Ya pasó, ya pasó.
—Peter me encerró —sollozó.
—Imaginé que había hecho una de las suyas. Ese hermano tuyo es un auténtico hijo de puta, si quieres que te dé mi opinión.