Empezó a quitar el esparadrapo con creciente excitación. FI primer objeto en soltarse fue el sobre. Daba la impresión de que sólo contenía un fajo de papeles, pero Harry lo abrió por si acaso. En su interior había unas cincuenta hojas de papel grueso, impresas por un lado. Harry tardó un rato en decidir qué eran, pero al final se decantó por bonos al portador, valorados en cien mil dólares cada uno.
Cincuenta equivalían a cinco millones de dólares, o sea, un millón de libras.
Harry se sentó, contemplando los bonos. Un millón de libras. Casi sobrepasaba la imaginación.
Harry sabía por qué los había encontrado aquí. El gobierno británico había promulgado normas de emergencia sobre el control de divisas, a fin de impedir que el dinero saliera de la nación. Oxenford sacaba de contrabando sus bonos, lo cual constituía un delito, por supuesto.
Es tan ladrón como yo, pensó Harry con ironía.
Harry nunca había robado bonos. ¿Podría cambiarlos por dinero en metálico? Eran pagaderos al portador, como anunciaba claramente cada uno, aunque también tenían un número individual, de manera que pudieran ser identificados. ¿Denunciaría Oxenford el robo? Eso significaría admitir que los había sacado de contrabando, pero ya imaginaría una mentira para encubrir su delito.
Era demasiado peligroso. Harry carecía de experiencia en ese campo. Si intentaba cambiar los bonos, le atraparían. Los dejó a un lado de mala gana.
El otro objeto escondido era la cartera de piel, similar a la utilizada por los hombres, pero algo más grande. Harry la despegó.
Parecía una cartera para guardar joyas.
Se cerraba con una cremallera. La abrió.
Delante de sus ojos, sobre el forro de terciopelo negro, estaba el conjunto Delhi.
Daba la impresión de que brillaba en la penumbra de la bodega como los vitrales de una catedral. El rojo profundo de los rubíes alternaba con los destellos arcoirisados de los diamantes. Las piedras eran enormes, exquisitamente cortadas y perfectamente aparejadas, dispuesta cada una sobre una base de oro y rodeadas de delicados pétalos dorados. Harry estaba anonadado.
Cogió el collar con solemnidad y dejó que las piedras se deslizaran entre sus dedos como agua de colores. Era extraño que algo pudiera combinar un aspecto tan cálido con un tacto tan frío, pensó. Era la joya más hermosa que jamás había sostenido en sus manos, tal vez la más hermosa que se había creado.
Iba a cambiar su vida.
Dejó el collar al cabo de uno o dos minutos y examinó el resto del juego. El brazalete era igual que el collar; alternaba rubíes y diamantes, aunque las piedras eran, en proporción, más pequeñas. Los pendientes eran particularmente delicados; cada uno tenía un rubí a modo de botón, y el colgante consistía en una serie de diminutos diamantes y rubíes engarzados en una cadena de oro; cada piedra era una versión en miniatura de la misma montura en forma de pétalo dorado.
Harry imaginó el juego sobre el cuerpo de Margaret. El rojo y el dorado resaltarían de una manera asombrosa sobre su piel pálida. Me gustaría verla cubierta sólo con esto, pensó, y experimentó al instante una potente erección.
No estaba seguro de cuanto tiempo llevaba sentado en el suelo, contemplando las piedras preciosas, cuando oyó que alguien se acercaba.
El primer pensamiento que cruzó por su mente fue que se trataba del ayudante del mecánico, pero los pasos sonaban de forma diferente: impertinentes, agresivos, autoritarios…, oficiales.
El temor le embargó de súbito, su estómago se encogió, apretó los dientes y cerró los puños.
Los pasos se acercaron a toda velocidad. Harry empujó los cajones, devolvió a su sitio el sobre de los bonos y cerró el baúl. Estaba escondiendo el conjunto Delhi en el bolsillo cuando la puerta de la bodega se abrió.
Se agazapó detrás del baúl.
Siguió un largo momento de silencio. Experimentó la horrorosa sensación de haber procedido con excesiva lentitud, de que el tío le había visto. Captó el sonido de una respiración apresurada, como si un hombre gordo hubiera subido por la escalera corriendo. ¿Entraría el tipo a echar un vistazo, o qué? Harry contuvo el aliento. La puerta se cerró.
¿Había salido el hombre? Harry aguzó el oído. Ya no escuchó la respiración. Se puso en pie poco a poco y asomó la cabeza. El hombre se había ido.
Suspiró de alivio.
¿Qué estaba pasando?
Sospechaba que aquellos pasos pesados y aquella respiración agitada pertenecían a un policía. ¿O tal vez a un inspector de aduanas? Quizá se trataba de una simple comprobación de rutina.
Se dirigió a la puerta y la abrió unos centímetros. Oyó voces ahogadas procedentes de la cabina de vuelo, pero parecía que afuera no había nadie. Salió y se pegó a la puerta de la cabina de vuelo. Estaba entreabierta, y oyó dos voces masculinas.
—Ese tío no está en el avión.
—Tiene que estar. No ha bajado.
Harry reconoció los acentos como canadienses. ¿De quién estaban hablando?
—Quizá salió después que los demás.
—¿Y a dónde ha ido? No se ha localizado en ninguna parte. ¿Se habría escapado Frankie Gordino?, se preguntó Harry.
—¿Quién es, en cualquier caso?
—Dicen que es un «socio» del gángster que va en el avión.
Por lo tanto, Gordino no había huido, pero alguien de su banda viajaba a bordo, había sido descubierto y se había dado a la fuga. ¿Cuál de los, en apariencia, respetables viajeros era?
—Ser socio no es ningún delito, ¿verdad?
—No, pero viaja con pasaporte falso.
Un escalofrío recorrió a Harry. Él también viajaba con pasaporte falso. ¿No le estarían buscando a él?
—Bien, ¿qué hacemos ahora?
—Informar al sargento Morris.
Al cabo de un momento, el espantoso pensamiento de que le buscaban a él cruzó por la mente de Harry. Si la policía había averiguado, o adivinado, que un pasajero pensaba rescatar a Gordino, verificaría la lista de los pasajeros, y no tardaría en descubrir que Harry Vandenpost había denunciado el robo de su pasaporte en Londres dos años antes, y entonces bastaría con llamar a su casa para descubrir que no se encontraba en el
clipper
de la Pan American, sino sentado en la cocina comiendo cereales y leyendo el periódico de la mañana, o algo por el estilo. Sabiendo que Harry era un impostor, darían por sentado que era él quien pretendía liberar a Gordino.
No, se dijo, no precipites las conclusiones. Tal vez exista otra explicación.
Una tercera voz se unió a la conversación.
—¿A quién estáis buscando, muchachos?
Parecía el ayudante del mecánico, Mickey Finn.
—El tipo utiliza el nombre de Harry Vandenpost, pero no es él.
Ya estaba claro. Harry experimentó una viva conmoción. Le habían descubierto. La visión de la casa de campo con pista de tenis se desvaneció como una foto antigua, y en su lugar apareció un Londres tenebroso, un tribunal, una celda y después, por fin, un barracón del ejército. La peor suerte de la que había oído hablar.
—Sabéis, le encontré husmeando por aquí mientras hacíamos escala en Botwood —dijo Mickey Finn.
—Bueno, ahora no está aquí.
—¿Estáis seguros?
Métete la lengua en el culo, Mickey, pensó Harry.
—Hemós mirado por todas partes.
—¿Habéis registrado los controles mecánicos?
—¿Dónde están?
—En las alas.
—Sí, miramos en las alas.
—¿Llegasteis hasta el final? Es posible esconderse sin ser visto desde la cabina.
—Será mejor que volvamos a mirar.
Estos dos policías parecían un poco tontos, pensó Harry.
Era dudoso que su sargento confiara mucho en ellos. Si tenía algo de sentido común ordenaría un nuevo registro del avión. Y la próxima vez mirarían detrás del baúl. ¿Dónde podía esconderse Harry?
Había varios escondrijos, pero la tripulación conocería su existencia. Un registro a fondo debería incluir el compartimento de proa, los lavabos, las alas y el angosto hueco de la cola. Cualquier otro lugar que Harry fuera capaz de encontrar sería conocido por la tripulación.
Estaba atrapado.
¿Podría huir? Tal vez tuviera la oportunidad de salir a hurtadillas del avión y huir a lo largo de la playa. Una oportunidad remota, pero era mejor que rendirse. Pero, aun en el caso de que pudiera llegar a la aldea sin ser visto, ¿a dónde iría? Su facilidad de palabra le sacaría de cualquier apuro en una ciudad, pero tenía la sensación de que se encontraba muy lejos de una. En pleno campo, estaba perdido. Necesitaba multitudes, callejones, estaciones de tren y tiendas. Suponía que Canadá era un país enorme, compuesto en su mayoría de árboles.
No habría problemas si conseguía llegar a Nueva York. Pero ¿dónde se escondería en el ínterin?
Oyó que los policías salían de las alas. Para mayor seguridad, retrocedió al interior de la bodega…
Y se encontró de narices ante la solución de su problema. Se escondería en el baúl de lady Oxenford.
¿Cabría dentro? Eso pensaba. Debía medir metro y medio de alto, sesenta centímetros de ancho y otros tantos de fondo; vacío, cabían dos personas en su interior. No estaba vacío, claro: tendría que hacerse sitio sacando algunas prendas de ropa. ¿Qué haría con ellas? No podía dejarlas tiradas alrededor. Las amontonaría en su maleta, que llevaba bastante vacía.
Debía darse prisa.
Se arrastró sobre el equipaje amontonado y se apoderó de su maleta. La abrió a toda prisa y embutió en su interior las chaquetas y vestidos de lady Oxenford. Tuvo que sentarse sobre la tapa para volver a cerrarla.
Ya podía meterse en el baúl. Se podía cerrar desde dentro con razonable facilidad. ¿Podría respirar cuando estuviera cerrado? No se quedaría mucho tiempo; a pesar del reducido espacio, sobreviviría.
¿Observarían los policías que los cierres estaban sueltos? Tal vez. ¿Podría cerrarlos desde dentro? Parecía difícil. Reflexionó sobre el problema durante unos instantes. Si practicaba agujeros en el baúl cerca de los cierres, tal vez lograría introducir la navaja y manipular los cierres. Y esos mismos agujeros le proporcionarían aire.
Sacó la navaja. El baúl estaba hecho de madera recubierta de piel. Sobre la piel había dibujadas flores de color dorado. Como todas las navajas, contaba con un utensilio puntiagudo para extraer piedras de los cascos de los caballos. Apoyó la punta sobre una de las flores y empujó. Penetró en la piel con suma facilidad, pero la madera era más dura. Tiró adelante y atrás. La madera medía unos seis milímetros de espesor, calculó. Le costó un par de minutos perforarla.
Sacó la punta. La configuración del dibujo impedía que el agujero se viera.
Se metió en el baúl. Comprobó con alivio que podía abrir y cerrar el cierre desde el interior.
Había dos cierres en la parte superior y tres en el costado. Trabajó primero en los de arriba, porque eran los más visibles. Cuando terminó, volvió a escuchar pasos.
Entró en el baúl y lo cerró.
Esta vez no le resultó tan fácil manipular los cierres, porque debía proceder con las piernas dobladas, pero lo logró al final.
Se sintió terriblemente incómodo pasados uno o dos minutos. Se retorció y dobló, sin éxito. Tendría que padecer.
Su respiración resonaba. Los ruidos procedentes del exterior llegaban ahogados. Sin embargo, oyó pasos ante la puerta de la bodega, tal vez porque no había alfombra y el puente transmitía las vibraciones. Calculó que había tres personas afuera, como mínimo. No oyó que se abriera o cerrara la puerta, pero captó una pisada mucho más próxima y supo que alguién había entrado en la bodega.
De pronto, se oyó una voz a su derecha.
—No entiendo cómo es posible que ese bastardo se nos haya escapado.
No mires los cierres laterales, por favor, suplicó Harry, atemorizado.
Alguien golpeó la parte superior del baúl. Harry contuvo la respiración. Tal vez el tipo había apoyado el codo encima, pensó.
Alguien habló desde cierta distancia.
—No, no está en el avión —replicó el hombre—. Hemos buscado por todas partes.
El otro volvió a hablar. A Harry le dolían las rodillas. ¡Idos a charlar a otro sitio, por el amor de Dios!, pensó.
—Bueno, le cazaremos de todos modos. No va a recorrer los doscientos veinticinco kilómetros que le separan de la frontera sin que nadie le vea.
¡Doscientos veinticinco kilómetros! Tardaría una semana en salvar aquella distancia. Quizá pudiera hacer autostop, pero nadie le olvidaría en estos terrenos desérticos.
Se hizo el silencio durante unos segundos. Oyó que los pasos se alejaban.
Esperó un rato, sin oír nada.
Sacó la navaja, la introdujo por un agujero y soltó el cierre.
Esta vez fue más laborioso. Le dolían tanto las rodillas que se habría desplomado de tener sitio. Se impacientó y atacó sin cesar el agujero. Una horrible claustrofobia se apoderó de él y pensó « ¡Me voy a ahogar aquí dentro! ». Trató de calmarse. Al cabo de unos instantes dominó el pánico y manipuló con todo cuidado la navaja hasta trabarla en el cierre. Empujó la hoja. Alzó la anilla metálica, pero resbaló. Apretó los dientes y volvió a probar.
Esta vez, el cierre se soltó.
Repitió el proceso con los demás, lenta y penosamente.
Por fin, apartó las dos mitades del baúl y se irguió. Notó un insoportable dolor en las rodillas cuando estiró las piernas, y casi chilló. Después, se suavizó.
¿Qué iba a hacer?
No podía bajar del avión. Estaría a salvo hasta que llegaran a Nueva York, pero entonces ¿qué?
Tendría que ocultarse en el avión y escabullirse por la noche.
Quizá lo lograra. De todos modos, no le quedaba otra alternativa. Todo el mundo sabría que él había robado las joyas de lady Oxenford. Lo más importante era que Margaret también lo sabría. Y no tendría la menor oportunidad de explicárselo.
Cuanto más meditaba sobre esta posibilidad, más la detestaba.
Sabía que robar el conjunto Delhi pondría en peligro su relación con Margaret, pero siempre había imaginado que le daría una explicación convincente cuando ella se diera cuenta de lo ocurrido. Ahora, sin embargo, tal vez pasaran días antes de que se pusiera en contacto con ella, y si las cosas iban mal, si le detenían, pasarían años.
Adivinaba lo que ella pensaría. Él la había engatusado y seducido, y le había prometido que la ayudaría a encontrar un nuevo hogar. Todo había sido una vulgar estratagema para robar las joyas de su madre, plantándola a continuación. Margaret pensaría que lo único que había deseado desde el primer momento eran las joyas. Le destrozaría el corazón, y ella le odiaría y despreciaría.