Noche cerrada en Bergen (29 page)

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Authors: Anne Holt

Tags: #Intriga, policíaca

BOOK: Noche cerrada en Bergen
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Eso era lo que tenía.

Observó el retrato.

El hombre era blanco y podía tener cualquier edad entre treinta y cinco y cincuenta años. En las notas que seguían a la carpeta, pudo leer que Martin Setre no estaba totalmente seguro de si el tipo llevaba la cabeza afeitada o si, en realidad, había perdido el pelo. En todo caso iba calvo. Cara redonda. Ojos oscuros, sin gafas. La nariz era recta y la mandíbula ancha, casi cuadrada. La parte inferior de la cara estaba enmarcada por una papada. Era pesado, eso ella también lo podía ver en la figura completa, pero no era particularmente gordo. La altura estimada era de 1,70.

Un tipo sonriente y pequeñajo, algo gordo.

Silje imaginó que el retrato estaba hecho de ese modo porque el sujeto sonreía todo el tiempo. Miró las notas y encontró en ellas la confirmación de su teoría.

Buenos dientes.

Las ropas eran oscuras. Un abrigo oscuro sobre una camisa oscura. También la corbata era oscura, y el nudo parecía flojo.

El dibujo era en blanco y negro, y tantos tonos grises hicieron que se sintiera pesimista. Cuando sostuvo el dibujo de la figura completa y lo observó más profundamente, se le ocurrió que debía de haber miles de hombres parecidos a ése. Era cierto que Martin había dicho que el hombre hablaba inglés o norteamericano, pero utilizar una lengua distinta que la propia era un truco viejo y muy utilizado.

Había atisbos de hoyuelos en las mejillas.

Knut Bork entró sin llamar y la sobresaltó.

—¡Disculpa! —dijo, perplejo—. ¡No sabía que estabas aquí! ¿No tienes nada mejor que hacer un sábado por la tarde?

—Si yo no hubiese estado aquí, la puerta tampoco hubiese estado abierta.

—Yo...

Bork era alto y de piel clara, casi pálida, tenía cabellos rubios rojizos y ojos de un azul hielo. Cuando se sonrojaba, lo hacía intensamente. Parecía un semáforo.

—No es tan importante —sonrió Silje, estirando la mano—. ¿Qué es lo que me ibas a dejar?

—Esto —dijo él mansamente, y le entregó una delgada carpeta de casos—. Tiene que ir en el caso de Marianne Kleive.

Ella tomó los papeles y los dejó al lado de los retratos robot sin examinarlos.

—Justo lo que necesitamos ahora —dijo—. Un asesinato espectacular en uno de los mejores hoteles de la ciudad. ¿Has visto los tabloides?

Él alzó las cejas y dejó escapar un suspiro largo.

—¿Algo nuevo? —preguntó ella señalando la carpeta con un movimiento de cabeza.

—Sólo un par de declaraciones nuevas de testigos. Parece que la mitad de Oslo estuvo en el jodido hotel esa noche. Y ya sabes cómo son, todos creen que tienen algo interesante que contar. Estamos cercados por personas que quieren declarar.

Silje levantó la taza de café.

—A veces ningún testigo es mejor que mil —dijo—. Lo peor es que los tenemos que tomar a todos seriamente. Uno u otro puede verdaderamente haber visto algo relevante. ¡Salud!

El café estaba tibio y amargo.

—¿No deberías irte a casa pronto?

—Gracias, lo mismo digo —dijo él—. ¿Te llegaron los dibujos? Déjame ver.

Rodeó el escritorio y se inclinó sobre los retratos.

—Ninguna marca característica —murmuró.

—No. Está por debajo de la estatura media, pero la propia expresión «media» indica que no está solo en eso...

—¿Crees que esto es una pista ciega?

El sostuvo el retrato a la altura de su cara.

—Tal vez —suspiró ella—. Pero es la única que tenemos.

—¿Qué es eso? —preguntó él, indicando el dibujo de una solapa—. ¿Una insignia?

—Algo por el estilo. ¿La reconoces?

—¿No es un trébol?

—Sí.

—Todos los dibujos están en blanco y negro, pero el trébol es rojo.

—Martin estaba completamente seguro —dijo él—. Como norma general, no queremos colores en estos dibujos, porque tienden a confundir. Pero este alfiler, o lo que sea, era aparentemente, y sin dudas, rojo.

—¿Y estos... garabatos, qué representan?

Ambos observaron el dibujo. En cada una de las hojas del trébol había un dibujo que recordaba las letras de un alfabeto extraño.

—A Martin le pareció que había una letra en cada hoja —dijo Silje—. Pero no se acuerda de cuál.

Knut Bork agarró una caja de pastillas que había sobre la mesa.

—¿Puedo coger una? —preguntó, e introdujo un dedo en la caja antes de que ella llegase a contestar.

—Por supuesto —contestó Silje—. Coge cinco. Hay algo conocido en ese distintivo, ¿verdad?

—Sí —dijo Knut Bork, y comenzó de pronto a reír fuerte—. ¡Te diré lo que es! ¡Mi abuela tenía uno así en cada chaqueta que tiene y que le pertenece!

La risa se cortó en seco. Silje lo miró. Otra vez estaba rojo como un tomate y boqueaba como un pez en tierra.

—Knut —dijo ella con cuidado—. ¿Todo bien? ¿Te...? Se puso de pie tan rápido que la silla rodó hasta chocar contra la pared detrás de ella con un ruido. Bork era significativamente más alto que ella. Por un momento consideró subirse al escritorio, pero abandonó la idea. Lo rodeó desde atrás con un brazo y trabó sus manos sobre el pecho con el pulgar derecho apuntando hacia el cuerpo. Entonces apretó con toda su fuerza.

Tres proyectiles negros salieron despedidos de la boca de Knut.

El tosió buscando aire y ella aflojó el abrazo.

—¡Gracias! —jadeó él—. No podía... ¡Mira eso!

Señaló hacia la pared opuesta. Las pastillas habían golpeado la pared y habían formado un triángulo, con menos de medio centímetro entre cada una.

—¡Justo en el blanco! —jadeó.

Ella lo miró con las cejas levantadas y se sentó nuevamente.

—¿Puedes decirme ahora qué es ese distintivo?

La voz de él estaba todavía alterada cuando se llevó la mano a la garganta, se la aclaró nuevamente y dijo:

—Asociación de Mujeres Noruegas.

—¿Qué?

—Las letras son A, M y N. Asociación de Mujeres Noruegas.

Ella atrajo hacia sí el dibujo de la marca, como si él la hubiese ofendido. Un trébol rojo con tallo, y una letra en cada hoja.

—Tengo que verificarlo —murmuró, dejó la hoja y tecleó el nombre de la asociación en el campo de búsqueda de un ordenador.

—Ahí lo ves —dijo Knut—. Es lo que te dije.

Ella miró la página de acceso de la asociación.

El logotipo era un trébol rojo, con las letras A, M y N en blanco. Una en cada hoja.

—Joder...

Los pensamientos se le enredaban.

—Un cliente de prostitución y posible asesino —comenzó ella en
staccato
—. De sexo masculino. Que deambula. Que se va con muchachitos. En Oslo Sentrum.

—Con un distintivo de la Asociación de Mujeres Noruegas visible en la solapa de su chaqueta. ¿Qué coño es esto? ¿Nos está tratando de tomar el pelo?

Bork cogió los dibujos y se dirigió al tablero de corcho que había al lado de la ventana. Pegó allí los retratos y retrocedió dos pasos. Se quedó ahí quieto con la cabeza inclinada, hasta que, de pronto, se volvió hacia Silje y asintió diciendo:

—Quizás eso es justamente lo que hace, Silje. Tal vez este tipo nos quiere gastar una broma.

Cuando el hombre que llamó dijo ser de la Policía, Marcus Koll junior creyó por un confundido momento que alguien trataba de gastarle una broma. Cuando al cabo de unos segundos se dio cuenta de que estaba equivocado, se puso de pie y comenzó a caminar hacia un lado de la sala. Al principio estaba tan concentrado en parecer tranquilo que no entendió del todo lo que el hombre le decía.

Era imposible que supieran algo.

Trató de convencerse de que era, simplemente, impensable.

Se detuvo ante el ventanal grande encarado al sur.

El jardín en pendiente estaba iluminado. Los abetos de la cuesta, pesados de nieve, se volvían de un azul casi fluorescente contra la oscuridad compacta al otro lado de la cerca. Un techo de nubes bajas ocultaba la ciudad y el fiordo. Ahí desde donde él estaba, no había más mundo fuera de su propiedad.

Salvo en el teléfono.

—Disculpe —dijo Marcus, y trató de imponer una sonrisa a su voz—. ¿Podría ser tan amable de repetir lo que me dijo? Tenía mala recepción justo en ese momento.

—La denuncia —dijo la voz, claramente impaciente—. El lunes pasado, usted hizo una denuncia sobre una banda de atracadores de casas.

Una ráfaga suave hizo que la nieve cayese del árbol más cercano, y los cristales secos resplandecieron a la luz de la lámpara. En el sector más bajo del jardín había dos pinos altos de troncos desnudos y rectos como reglas y copas con forma de balón, como soldados erguidos en su puesto.

Marcus trató de serenarse.

Había tenido razón. Por supuesto que no sabían nada.

No había razón para preocuparse.

—¡Ah! —dijo simplemente, y tragó saliva—. No fui yo.

—¿Estoy hablando con Rolf Slettan? —contestó la voz en el otro extremo—. ¿En el teléfono 2307****?

—No —dijo Marcus, y se concentró en respirar despacio—. Es mi marido. Rolf. Él fue quien les llamó. Yo me llamo Marcus Koll. Como le dije cuando contesté el teléfono.

Se hizo un silencio de un par de segundos en el otro extremo.

«La pausa de los que somos diferentes», pensó Marcus; ese pedacito de tiempo de confusión silenciosa. O de menosprecio. O de ambos. Estaba acostumbrado, como todos lo están a sus estigmas cuando los han llevado durante suficiente tiempo. Antes de que el pequeño Marcus comenzase la escuela, Koll junior se había dejado retratar en el
Dagens Næringsliv
como el único hombre homosexual con marido e hijo en una lista de las cien personas más ricas del país. La esperanza era que el pequeño Marcus estuviese protegido porque todos lo sabían y que no precisasen andar murmurando.

Algunas semanas después, se le ocurrió que no todos leían el
Dagens Næringsliv.

—¡Ah, entiendo! —se oyó por fin al otro lado de la conversación—. ¿Está... él ahí, Rolf Slettan?

—Sí. Pero está acosando a nuestro hijo.

El silencio al otro lado de la línea fue tan largo que Marcus creyó que la comunicación se había interrumpido.

—¡Hola! —dijo en voz alta.

—Sí, sí —contestó el hombre—. Aquí estoy. ¿Puede pedirle que me llame? Su denuncia quedó aquí desde entonces y hay un par de preguntas que me gustaría...

—¿Debe llamar al número que aparece aquí, en la pantalla? —lo interrumpió Marcus.

—Ehh..., sí, puede hacer eso. Pídale que pregunte por el inspector Pettersen. ¿Llamará esta noche?

—Es difícil que sea así —dijo Marcus—. Tenemos planes esta noche. Pero si es importante, por supuesto que puedo procurar que llame. Dentro de media hora, más o menos.

—Sí, eso estaría bien. Pasó algo anoche, y podría ser...

—Perfecto. Se le diré.

Cortó la comunicación sin dar las gracias y dejó el teléfono sobre la mesa. Se dio cuenta de que el cuarto estaba muy oscuro. Recorrió despacio la habitación yendo de lámpara en lámpara, encendiéndolas todas hasta que la sala estaba tan iluminada que la visión del jardín casi desapareció en el contraste abrupto entre el exterior y el interior.

Rolf le había contado lo de las huellas de automóvil en el portón. Al principio Marcus se asombró, casi se irritó porque Rolf se hubiese obcecado con los rastros insignificantes de alguien que se había detenido a la entrada del camino. El lugar no estaba dentro del perímetro de la cerca y formaba un espacio natural para dar paso al tráfico en sentido inverso. Una vez que la nieve empezó a caer pesada en Año Nuevo, él había visto cada vez más huellas en ese sitio.

Cuando Rolf tuvo oportunidad de explicarse mejor, Marcus accedió a discutir. Tuvo que aceptar que era raro que alguien aparcase allí, como indicaban las huellas de distinta profundidad y las colillas de cigarrillos. Cuando Rolf afirmó con persistencia que el mismo vehículo había estado directamente más arriba en el camino mientras él inspeccionaba las huellas frente al portón, y que desapareció en el momento en que él mostró interés en él, Marcus se quedó callado.

La fuerte sensación que Rolf tenía acerca de que alguien los había vigilado coincidía demasiado bien con su propia y creciente inquietud. Le dio por mirar cada vez más seguido sobre su hombro, buscando no sabía bien qué o a quién. Hasta ahora no había podido determinar nada concreto, pero desde antes de las Navidades, la sensación de tener una sombra viviente se había vuelto más fuerte. Después de Año Nuevo entendió que el ataque de pánico que casi lo había derribado al suelo cuatro días antes de Navidad, después de años de tranquilidad, no se debía sólo a la conciencia torturada que lo agotaba.

Era como si alguien lo estuviese mirando.

El problema, tal como Marcus Koll junior lo veía, era que probablemente esa vigilancia no tenía nada que ver con robos o bandas de ladrones.

Si era cierto que alguien lo espiaba.

—No —dijo en voz alta, y se sentó de nuevo en el sillón.

Tenía que ser una fantasía.

Debía ser una fantasía.

De vez en cuando era asustadizo, demasiado asustadizo, y las observaciones de Rolf podían muy bien referirse a una pareja joven de enamorados que se hubiera detenido para hacerse mimos. Una pausa para besarse y fumar; o quizá simplemente se trataba de un conductor responsable que se detuvo para contestar el teléfono.

Sonó el timbre.

«La niñera», pensó, y cerró los ojos.

Eran las diez, se sentía cansado como para salir.

Dentro de tres meses y cinco días se cumplirían diez años desde la muerte de su padre.

Marcus Koll abrió los ojos, se puso de pie y tiró con fuerza de sus orejas para despertarse. El timbre sonó otra vez. Mientras cruzaba la sala, decidió que el 15 de abril sería el día en que todas sus preocupaciones terminarían. Pese a que el día ya había perdido su significado original, él lo utilizaría, de todos modos, como un hito en la vida. El 15 de abril sería el punto de inflexión, y todo volvería a ser como antes. Sólo tenía que llegar hasta allí. La casa en la colina sería otra vez un fuerte; su cerco de seguridad en torno a la familia, bien lejos del dominio de su padre.

Era una promesa que se hacía a sí mismo, y por una u otra razón hizo que se sintiera un poco mejor.

Antes de que amanezca

Inger Johanne se sentía sorprendentemente satisfecha cuando el reloj despertador sonó a las cinco y media de la mañana del lunes 12 de enero. Al principio no entendió qué era lo que la despertaba tan temprano, y se quedó recostada en la cómoda tierra de nadie entre el sueño y la realidad, mientras Yngvar se lanzaba sobre el estruendo y lo acallaba. La calidez seca bajo la colcha hizo que se arropase mejor con él. Cuando Yngvar se recostó otra vez en la cama con un quejido, ella se acurrucó contra su espalda.

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