—La propia base de la existencia de los Estados Unidos —concluyó Inger Johanne.
—¿Más café?
El camarero debía de tener un máster en paciencia. Habían estado sentadas solas en el local durante más de media hora. El servicio esperaba sólo a que terminasen. Aun así, el hombre se tomó el tiempo como para llenar las tazas de café e ir a por más leche caliente.
—Todo esto es malo —dijo Karen cuando el camarero se hubo retirado otra vez—. Y aparte de las congregaciones extremistas en muchos lugares de los Estados Unidos, existen organizaciones más establecidas, como la American Family Association. Tampoco incitan al asesinato, por supuesto, pero hacen un ruido increíble y crean un clima progresivamente peor en el debate público. Hace un tiempo iniciaron una acción de boicot nada menos que contra McDonald's.
—Eso, en el fondo, suena bastante bien —sonrió Inger Johanne—. Pero ¿por qué?
—Porque la cadena había comprado espacio de propaganda en uno de esos arreglos de
Pride.
—¿Y cómo salió?
—Por suerte todo el asunto falló. Esa vez. Pero algunos de los grupos son poderosos, tienen dinero y son influyentes, y no le hacen ascos a nada. Ciertamente odian, pero no puede decirse que sean criminales. Lo que es más temible por el momento es... —Levantó su copa para un brindis mudo—. Últimamente hemos hallado pistas de un acoso más sistemático. Seis asesinatos de homosexuales en este último año, tres en Nueva York, uno en Seattle y dos en Dallas, están aún sin solucionar. Cada uno de estos casos ha sido investigado por la Policía local durante mucho tiempo. Los métodos usados por los asesinos fueron distintos, y las circunstancias, por lo demás, variadas. Entre tanto, en nuestras oficinas descubrimos que dos de las víctimas eran primos, la tercera había ido al colegio con la primera, la cuarta había viajado por Europa en Interrail con la segunda, y las dos últimas habían tenido relaciones breves con la cuarta, con dos años de diferencia. El FBI se encargó del caso, por decirlo así. No es que hayan avanzado mucho para encerrar a quienes cometieron los asesinatos. Mientras tanto, nuestra oficina no va a desentenderse del caso hasta verlo resuelto.
—¡Vaya! —murmuró Inger Johanne—. Pero ¿tenéis alguna teoría?
—Muchas.
Los ruidos de la cocina se habían hecho más evidentes. Batidoras y cucharones golpeaban contra las mesas metálicas y el estrépito de un lavavajillas industrial era apremiante. Inger Johanne miró el reloj.
—Me parece que debiéramos irnos —dijo. Dudó un momento antes de agregar—: ¿Todavía te gusta caminar, Karen?
—¿Yo? ¡Camino y camino!
Inger Johanne pidió la cuenta. Hacía rato que estaba preparada, y Karen la tomó antes de que Inger Johanne se diese cuenta de que el camarero la había traído.
—Yo pago.
Inger Johanne ni siquiera protestó.
—¿Te parece que caminemos hasta casa para tomar un último trago? —preguntó mientras Karen extraía su tarjeta de crédito—. No nos llevará más de veinte minutos. Quizás un poco más, en estas condiciones.
—¡Fantástico! —contestó Karen, entusiasmada, antes de abrumar al camarero con felicitaciones, tomar su abrigo y empezar a caminar hacia la salida.
—Oslo es una ciudad muy tranquila —dijo con asombro, una vez que salió a la calle.
El semáforo del cruce entre la calle de Hans Nielsen Hauge y Sandakerveien pasó de amarillo a rojo sin que hubiese automóviles que detener. La suciedad acumulada por los escapes del tráfico del día estaba oculta por una fina capa de nieve reciente y casi no había huellas en las aceras. Las nubes bajas colgaban todavía sobre la ciudad y hacia el sudoeste se veía el amarillo enfermizo de las luces del centro.
—Ésta es fundamentalmente un área residencial —dijo Inger Johanne—. Y por otro lado, la vida de la ciudad se calma así durante las Navidades. En diciembre los noruegos se dan sus gustos, por decirlo de algún modo. Enero es el mes de las buenas acciones.
Doblaron la esquina de la tienda de vídeos y subieron por Sandakerveien.
—¿Dónde estábamos? —preguntó Karen.
—En las teorías —le recordó Inger Johanne—. Sobre los asesinatos de homosexuales.
—Exacto.
Karen se ajustó la bufanda en torno al cuello mientras caminaban. Inger Johanne había olvidado que su amiga era muy alta y que tenía las piernas muy largas; debía aumentar el ritmo para seguirle los pasos.
—En lo referente al
anti-gay movement,
descubrimos algunas extrañas constelaciones nuevas. Los judíos, los cristianos, los musulmanes y, para el caso, las agrupaciones extremistas de derechas no lograron mantener la paz entre sí durante muchos siglos, pero ahora tienen un enemigo común:
the gay community.
Acabamos de detectar un grupo que se autodenomina: The 25'ers. Lo especial en ellos es que trabajan con un perfil muy bajo.
—¿Bajo? ¿No es la intención de esos grupos hacer el mayor ruido posible?
—Como regla. Pero éstos son distintos. Creemos que provienen de ambientes fundamentalistas, más tradicionales, tanto del lado islámico como del cristiano. Es como si pensasen que las cosas van demasiado lentas, que ya es tiempo de hacer algo dramático. Las mismas personas de antes, pero en otro escenario, por decirlo así. Con los mismos objetivos, pero dispuestos a utilizar medios muy diferentes para alcanzarlos.
Siguieron caminando en silencio durante un rato. La conversación había tomado un giro que Inger Johanne no estaba segura de querer seguir.
—¿Qué medios? —preguntó igualmente, una vez que llegaron adonde Sandakerveien se nivela y doblaron hacia el noroeste.
Karen se detuvo tan de improviso que Inger Johanne siguió caminando un par de metros antes de darse cuenta.
—Oslo no es una ciudad muy bella —dijo Karen, y miró a su alrededor.
Inger Johanne esbozó una sonrisa.
—Creo —dijo— que ésta, donde estamos ahora, es la parte más fea y más deslucida de Oslo. No es que yo piense que nuestra ciudad es especialmente bella, pero no la juzgues por lo que vemos aquí.
A la derecha había varios edificios de almacenes en forma de latas para bebidas, que por pura vergüenza trataban de ocultarse bajo la nieve. Frente a ellos, ahí donde Nycoveien utiliza un par de cientos de metros para llegar a una rotonda desierta, la mitad de la pared de las galerías Storo estaba derrumbada a raíz de una ampliación. La enorme reparación inconclusa de un centro de compras parecía más una ruina que un área en construcción. Desde el techo, una gigantesca «O» roja parpadeaba en la oscuridad como un ojo ciclópeo e inflamado. Entre las dos calles, las franjas verticales en turquesa de un edificio de oficinas producían reflejos estridentes sobre la nieve. A la izquierda, un grupo de edificios de ladrillo amarillo se erguía en diagonal a la calle. Por una u otra razón, al arquitecto le había parecido buena idea tender todas las cañerías por encima del exterior de las edificaciones. Parecían el bastidor de un film barato de ciencia ficción.
—Todo mejorará cuando lleguemos a Nydalen —dijo Inger Johanne—. Ven.
Siguieron marchando por el centro de la calle.
—Por ahora sabemos muy poco de The 25'ers —dijo Karen cuando alcanzaron velocidad—. Pero tenemos razones para creer que se ha formado una alianza desafortunada (por decirlo con suavidad) entre los fundamentalistas musulmanes y su contraparte cristiana. Tenemos una teoría según la cual el nombre surge como la suma de los dígitos 19, 24 y 27, donde el primer número tiene que ver con el Corán y los otros dos se refieren a fragmentos de la Biblia, a la carta de san Pablo a los romanos. Algo bastante complicado. No se trata de ninguna congregación, por supuesto. Tampoco de una agrupación política.
—¿De qué se trata, entonces?
—De un grupo militante. Una fuerza paramilitar. Creemos conocer la identidad, en todo caso, de tres miembros: dos cristianos ultraconservadores y un musulmán. Los tres tienen experiencia militar. Uno, de hecho, era un
Navy Seal.
Lo problemático es que ellos saben que sabemos quiénes son, y se han obligado al silencio. Por ahora no hacen nada, aparte de comportarse de forma bastante normal. Pero lamentablemente hay razones para sospechar que el grupo es bastante grande. Grande y muy bien organizado. El FBI se da de cabeza contra la pared con el caso, y no hay mucho que nosotros, en APLC, podamos hacer. Pero lo intentamos. Lo intentamos tanto como podemos.
—Pero ¿qué es lo que hace esta gente? —preguntó Inger Johanne, impaciente.
—Matan homosexuales y lesbianas —dijo Karen—. The 25'ers es el club de los descontentos. De los que quieren acción, no palabras.
Hizo una pausa cuando tuvieron que subir a la nieve para evitar un coche que venía en dirección contraria.
—En Noruega, por suerte, nos contentamos con insultarnos los unos a los otros —dijo Inger Johanne.
Karen sonrió de medio lado y se detuvo frente a una nueva rotonda.
—Así es como comienza —dijo—. Es precisamente así como comienza.
No se veía un solo vehículo, y cruzaron la calle.
—El movimiento antihomosexual en Noruega es más que nada religioso, ¿no? —preguntó Karen.
—Más o menos. Te diría que lo que puede definirse como un movimiento está lleno de conservadores cristianos. Algunos tratan de construir una plataforma más moral o filosófica para sus argumentos homofóbicos, pero cuando uno analiza el argumento ve que todo empieza con una profunda fe religiosa. —Aspiró profundamente—. Y luego tenemos el clamor continuo de las caravanas.
—¿Las caravanas?
—Es sólo una expresión. Quiero decir «la gente vulgar». Ni especialmente cristianos ni especialmente filosóficos. Simplemente no les gustan los homosexuales.
Habían llegado al edificio de BI, y Karen se detuvo frente a un escaparate de G-Sports. Estaba claro que no estaba interesada en las ofertas de equipo de esquí alpino de enero, porque observaba fijamente el reflejo de la cara de Inger Johanne sobre el vidrio.
—Siempre pensé que vosotros estabais tan adelantados... —dijo—. En cuestiones de igualdad entre sexos. Antirracismo. Derechos de los homosexuales.
Se inclinó de pronto hacia la ventana mientras murmuraba algo que podía interpretarse como una cuenta aritmética.
—¿Mil cien dólares? ¿Por esos esquíes? Tengo exactamente los mismos, y me costaron cuatrocientos cincuenta. ¡Empiezo a entender por qué el salario medio es tan elevado en este país!
—Algo pasó cuando los homosexuales empezaron a tener hijos —dijo Inger Johanne, pensativa—, como si de pronto hubiesen entendido que sucedía algo nuevo. Antes todo iba sobre ruedas. Esto de los hijos les supuso un tremendo revés.
La capa de nubes se había rasgado. Una mancha oscura dejó ver tres estrellas sobre Grefsenkollen. El viento había comenzado a soplar cuando empezaron a caminar, y la temperatura debía de haber descendido. Inger Johanne juntó las manos y sopló aire caliente dentro de sus guantes de lana. El gesto dejó una humedad fría tras de sí; metió las manos en los bolsillos sin quitarse los guantes.
—Cada vez son más las lesbianas que tienen hijos —continuó—. A fin de año se sancionó una ley de matrimonios que es neutra en lo concerniente al sexo y que les confiere los mismos derechos para la inseminación que tienen los heterosexuales. En los últimos años, los homosexuales también entraron en el juego, van a los Estados Unidos y buscan allí donantes de óvulos y madres de alquiler. Todo esto ha llevado a que... —Comenzaron a caminar otra vez—. ¿Sabes cómo llaman a esos niños? —preguntó súbitamente y con vehemencia—. ¡Semihechos! ¡Niños construidos!
Karen se encogió de hombros.
—La historia se repite —dijo débilmente—. Nada nuevo bajo el sol. Cuando se celebró el primer matrimonio entre blancos y negros también se argüía que eso estaba en contra del mensaje divino. En contra del deseo de Dios y de la naturaleza, de las maneras y los usos, y en contra de todo a lo que estábamos acostumbrados. A sus hijos también les ponían nombres:
Half-castes.
En realidad suena como «a medio cocinar». —Suspiró profundamente—. Ya pasará, Inger Johanne. ¡Dentro de pocos días tendremos un presidente
half-caste!
Hace seis años, nadie, absolutamente nadie, creía que primero tendríamos una presidenta y después un afroamericano. Una pena lo de Helen Bentley, a propósito, que no quiera seguir durante más tiempo. Todo lo que tengo que decir de Obama es bueno, pero en el fondo...
Se habían hecho las doce. Un bus se aproximó coleando. El conductor bostezó cuando pasó por su lado, pero las salpicó cuando un gato saltó de improviso al camino y lo obligó a frenar bruscamente.
—En el fondo pienso que era una victoria todavía más grande tener una presidenta, una mujer —dijo Karen en voz baja, como confiando a Inger Johanne un secreto peligroso—. Y cuando la persona más poderosa entre los líderes mundiales dice que va a arrojar la toalla para cuidar de su familia después de estar tan sólo cuatro años en la Casa Blanca, me reservo el derecho a no creerla.
Inger Johanne trató de mantener la sonrisa. No sentía muy a menudo la necesidad de compartir con alguien la historia de los dramáticos acontecimientos de mayo de 2005. Los días que había pasado con Helen Bentley en un apartamento de Frogner, mientras todo el mundo suponía que la presidenta estadounidense había muerto, se habían vuelto con los años un recuerdo encapsulado que abría muy de vez en cuando para observarlo de cerca. Estaba obligada a callar, en atención a la seguridad tanto de Noruega como de los Estados Unidos, y había cumplido todas las promesas que había realizado. Ahora, por primera vez, estaba tentada de romperlas.
—No había oído nada de The 25'ers —dijo, en cambio—. Cuéntame más.
Habían llegado a Gullhaug Torg.
Karen cambió de hombro el bolso. Abrió la boca un par de veces sin decir nada, como si no supiese del todo qué palabra elegir.
—Ira —dijo finalmente—. Mientras que el resto de los movimientos de odio crecen en la rabia, los prejuicios y la religiosidad tergiversada, las organizaciones como The 25'ers se basan en «la santa ira». Es otra cosa. Algo mucho más peligroso.
Se detuvieron en el puente sobre el río Aker y se apoyaron en las barandas. El caudal era escaso, y en las márgenes se habían formado hermosas esculturas de hielo.
—¿Cómo..., cómo financian sus actividades estas organizaciones?
—Varía —respondió Karen—. En lo que respecta a las sociedades religiosas extremistas, lo hacen como todas las otras sociedades de credos. Regalos limitados y partidarios espléndidos. No son tan caras de manejar. Cuando se trata de grupos más militantes, ellos también recolectan dinero de sus seguidores. Hay, sin embargo, buenas razones para creer que algunos de los medios con los que cuentan provienen en parte de crímenes importantes.