Noche cerrada en Bergen (28 page)

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Authors: Anne Holt

Tags: #Intriga, policíaca

BOOK: Noche cerrada en Bergen
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Hizo una pausa y examinó un hermoso arco de hielo azul oscuro que se había formado entre dos rocas.

—El Ku Klux Klan y Aryan Nations, por ejemplo. Mientras que como tradición el KKK dirigió su odio fundamentalmente contra los afroamericanos (y todos sabemos cuántas vidas han segado a lo largo de la historia), Aryan Nations se basa en una noción pseudoteológica según la cual los anglosajones, no los judíos, son el pueblo elegido por Dios. También odian a los negros, por supuesto, pero los judíos son para ellos como un virus en el cuerpo sano de la humanidad. Cuentan con una enorme adhesión en las cárceles, lo que es una política deliberada por parte de los líderes. El dinero lo obtienen de... —Se inclinó hacia Inger Johanne y le mostró la mano izquierda, contando con los dedos—. Estafa, atracos, drogas, robos de bancos. —Los cuatro dedos se extendieron frente a ella antes de que finalmente extendiese también el pulgar—. Y asesinato. Encargos, por ejemplo. Hay intermediarios en estas cosas, ¿sabes?

Inger Johanne sabía muy poco sobre asesinatos por encargo, y no contestó.

—Un intermediario obtiene una orden para un asesinato —explicó Karen—. Si la víctima es por casualidad homosexual, uno puede alquilar a uno de los que cree que ese tipo de persona debería morir de todas maneras. Si la víctima es negra, uno busca una organización que... —Encogió los hombros significativamente—. Entiendes el cuadro —dijo, y aspiró aire por la nariz.

Un pato solitario se había echado sobre la orilla izquierda para pasar la noche. Sacó el pico del ala y las miró con la esperanza de que algunos trozos de pan duro le llegasen de las damas del puente. Al ver que no sucedía nada de eso, escondió la cabeza de nuevo y se hizo otra vez una oscura bola de plumas.

—Por lo que respecta a The 25'ers, podemos decir muy poco de ellos —aseguró Karen—. Hasta ahora sabemos, por lo menos, que nos recuerda a The Order, que en los ochenta apareció como una facción del KKK y AN. Querían montar una revolución y manejar el Gobierno de los Estados Unidos. Nada menos. La diferencia más sobresaliente entre ellos y estos grupos nuevos es la colaboración entre las diferentes religiones. Y desgraciadamente no están solos. Tenemos, por ejemplo, otra facción de...

Inger Johanne apoyó el brazo sobre el hombro de Karen.

—Detente —sonrió—. No quiero escuchar más. Ha sido una dosis más que suficiente sobre el odio para una noche. Quisiera hablar más de tus chicos, de tu marido, de..., ¡de tu hermano! ¿Todavía es tan Don Juan?


You bet!
Ya va por su tercer matrimonio.

Inger Johanne colocó su mano bajo el brazo de Karen mientras seguían caminando.

—Ahora ya falta poco —dijo guiándola hacia la derecha—. Yngvar se va a alegrar tanto de que hayas venido.

Era cierto. Él se iba a alegrar, independientemente de lo tarde que ya era.

Una vez que las niñas, el trabajo, la casa y el resto de la familia estaban servidos, Inger Johanne se quedaba generalmente exhausta. Junto con Yngvar asistían a alguna que otra cena, en su mayor parte en casas de antiguos amigos de ella, pero Inger Johanne siempre temía esas ocasiones. No solían invitar a nadie. Era siempre agradable, pero a ella le quitaba fuerzas durante varios días, antes y después. Yngvar, por el contrario, era hábil para dedicarse a sus cosas, apenas le sobraba una hora. A pesar de que también ocupaba mucho de su tiempo con Amund —su nieto, que todavía era un bebé cuando la hija mayor de Yngvar y su primera mujer fallecieron en un accidente trágico—, tenía muchos amigos, con los que se encontraba con frecuencia. Últimamente y además de eso, había empezado a insistir en que quería comprar de nuevo un caballo. Como si tuviese diez o doce horas a la semana que no supiese bien en qué gastar.

Y él siempre insistía a su mujer: «Sal. Invita a alguien. Busca un amigo y ve al cine». Y más a menudo de lo que ella quería pensar le decía: «Kristiane se las puede arreglar perfectamente sin ti durante un par de horas».

Era considerado.

Se acercaban a Maridalsveien. Las nubes navegaban por el cielo y el murmullo de las copas de los árboles casi ahogaba el ruido de los coches en el Ringveien, un poco hacia el norte.

Dentro de tres minutos llegarían a casa.

Casi estaba tentada de despertar a Kristiane.

Sólo para presentársela.

Y cuando llegas allí

—Antes que nada he de mostrarte esto —dijo Kjetil Berggren, y colocó cuatro objetos frente a ella, sobre un trozo de tela blanca—. Tómate el tiempo que necesites.

La voz era baja y casi rebosaba de empatía, como si ya estuviesen en el velatorio de Marianne. Si hubiese sido el caso, ninguno de ellos hubiera estado vestido apropiadamente. Ya era sábado 10 de enero, y el gastado anorak de Kjetil Berggren colgaba de un gancho en la puerta. Cuando rodeó la mesa para sentarse otra vez, hubo de subirse uno de los calcetines altos.

—Me esperaban un maillot y botas de patinar —dijo Synnøve.

El policía no respondió.

—Ahora me siento mejor —dijo ella sin inflexión—. Tranquilízate.

Había dormido por primera vez después dos semanas. Dormido en serio. En cuanto Berggren y la pastora accedieron a dejarla en paz la noche anterior, les dio de comer a los perros y se zambulló en la cama. Se despertó catorce horas después. Estuvo recostada unos segundos sin saber bien cómo estaba o lo que sentía. Una vez que la evidencia de la muerte de Marianne la golpeó nuevamente, empezó a llorar otra vez. Esto era de todos modos diferente. Ya no había por qué angustiarse. Marianne estaba muerta y la búsqueda había terminado. En algún momento aquella pena se convertiría en algo con lo que vivir. Ahora lo entendía, al cabo de catorce días en un infierno. Lo que fue una inmovilidad dolorosa se había vuelto movimiento. Hacia algo. Y una vez que llegara allí todo estaría mejor.

Por la mañana se percató, en realidad, de cuánta tensión había acumulado en aquellas dos semanas. La espalda le dolía y le costaba mover la cabeza de uno a otro lado. Cuando trató de comer un poco de cereales a modo de desayuno tardío, sintió la mandíbula casi paralizada. Al final se rindió y tomó un baño con agua muy caliente. Reposó en la tina hasta que el agua se entibió y la piel de la punta de los dedos estaba por caérsele.

Synnøve Hessel había estado dando vueltas por la casa silenciosa. Había dejado entrar a
Kaja
por primera vez, para tener consuelo y compañía. Marianne había puesto como condición para quedarse con los perros polares el que estuviesen siempre fuera de la casa.
Kaja
dudó ante la puerta abierta hasta que al final se dejó encerrar y trepó al sofá. Ahí se habían lamentado juntas, Synnøve y la perra, hasta que Kjetil Berggren llegó a buscarla, tal como habían acordado, a las tres.

Ahora estaba sentada en la misma salita de la última vez. Un agente de Oslo estaba allí cuando ella llegó, pero no quería hablar con otro que no fuera Kjetil. No todavía.

—Entiendo que esto se ha vuelto demasiado para ti, Synnøve, y yo...

—Kjetil —lo interrumpió ella—. Esto lo digo con toda seriedad. Si te pudieras imaginar cómo lo he pasado desde que Marianne desapareció, comprenderías que es mucho más fácil...

Se calló y cerró los ojos.

—Dejemos esto bien claro, ¿vale?

—¿Te has tratado las heridas de la cara? —preguntó él.

—Son superficiales.

Pareció como que Kjetil Berggren fuera a protestar. En cambio, indicó con la cabeza el pequeño mantel sobre la mesa que los separaba.

—¿Puedo tomarlos? —preguntó ella.

—No. Lo siento.

La alianza de oro blanco era un poco más grande que la suya propia. El diamante engarzado era completamente opaco, y quizá no hubiese sido visible si ella no hubiese sabido que estaba allí. Fue Marianne la que quiso diamantes. Por su parte, Synnøve había querido una simple alianza de oro común, sin adornos. Ella quería un anillo de boda tradicional; Synnøve quería estar casada con Marianne igual que los demás, por lo que el anillo debía ser de oro y simple.

—Nunca llegamos a casarnos —dijo.

—Yo creí que ustedes eran...

—Éramos convivientes registradas. Como si manejásemos un negocio juntas, algo así. Con la nueva ley, habíamos planeado casarnos en verano.

Las lágrimas le quemaban en las heridas de la cara.

—En todo caso, ese anillo parece ser el suyo.

Estiró con indolencia su mano para mostrar el anillo gemelo. Después tomó aliento y continuó con ritmo vehemente y rápido:

—El collar también. El llavero es definitivamente el suyo. Nunca vi antes ese lápiz de memoria, pero seguramente tenemos unos treinta similares dando vueltas por ahí. ¿Puedes llevarte eso ahora? ¡¿Puedes llevártelo?! —Se llevó las manos a la cara—. Me imagino —dijo casi ahogada— que tengo que identificar estas cosas porque no quieren que vea a Marianne.

Kjetil Berggren no contestó. Rápido, y sin tocar los cuatro objetos, guardó cada uno en una bolsa de plástico individual y dobló el mantel con cuidado sobre ellos.

—Por supuesto, también haremos análisis de ADN. Pero lamento decirte que es bastante seguro que la persona muerta es Marianne.

—Dijeron que había pagado —dijo Synnøve llevando finalmente las manos a la falda—. ¡El hotel dijo que Marianne había pagado la habitación!

—Sí, fue pagada. Pero no por ella.

—¿Por quién, entonces? Si alguien lo hizo, debe ser probablemente el asesino, y entonces debe ser bastante fácil... ¿No tienen cámaras de seguridad? ¿Un listado de clientes? Debe de ser lo más fácil del mundo...

Se calló al ver la expresión en el rostro de Kjetil.

—El hotel Continental tiene vigilancia por vídeo en lugares específicos del edificio —dijo él lentamente—. En la recepción, entre otros. Pero las grabaciones se borran al cabo de una semana, desgraciadamente. La próxima semana van a cambiar a vídeo digital, y entonces todo se guardará durante mucho mas tiempo. Pero hasta ahora han utilizado un equipo antiguo. VHS, simplemente. No pueden guardar las cintas eternamente, ya lo sabes.

—VHS —dijo ella, incrédula—. ¿En un hotel de lujo?

El asintió y continuó:

—La cuenta la pagaron la noche del 19. Eso se deduce de la caja. El conserje dijo que el que pagó la habitación era un hombre. Al contado. Le cuesta dar una descripción más precisa. Había mucha gente esa noche en el lugar, estaban en medio de la temporada de los banquetes navideños. El Theatercafeen estaba que reventaba de gente, y uno puede pasar directamente de allí al salón de estar, donde también hay servicio. Ahí es donde uno pasa por la recepción.

—¿Eso quiere decir que...?

La misma Synnøve no sabía lo que eso quería decir.

—Además, esa misma noche se celebraba una boda —siguió el policía—. Mucho ruido y movimiento. Parece que también se produjo un episodio bastante dramático con una niñita que había salido del hotel y que casi fue atropellada por un bus o un tranvía. En todo caso hubo una conmoción, y el conserje no puede recordar mucho más que el pago en sí.

—Pero ¿quién..., quién en el mundo puede tener interés en hacer todo esto? Simplemente no puedo entender que... matarla, esconderla, pagar la cuenta..., es tan absurdo, tan... ¡¿Quién puede hacer algo así?!

—Eso es lo que tratamos de averiguar —dijo Kjetil con calma—. La clave está en saber por qué mataron a Marianne. Si tienes alguna información que pueda ayudarnos para...

—Por supuesto que no la tengo —interrumpió ella—. ¡Por supuesto que no tengo la menor idea de por qué alguien querría matar a Marianne! ¡En todo caso deben de ser sus jodidos padres!

Él dejó pasar la exagerada acusación sin contradecirla.

Synnøve estiró su jersey. Levantó el vaso con agua y lo volvió a dejar sin beber. Jugó con su anillo. Se peinó con los dedos.

Trató de hacer que el tiempo pasara.

Era en eso en lo que debía concentrarse en los días venideros. En hacer pasar el tiempo. El tiempo cura todas las heridas, pero cada vez que miraba el reloj había pasado solamente medio minuto desde la última vez que lo viera.

Y ninguna herida estaba curada.

—¿Puedo irme? —murmuró.

—Por supuesto. Te llevaré a casa en el coche. Tendremos que molestarte con algunas preguntas de ahora en adelante, pero...

—¿Quién?

—¿Quién qué?

—¿Quién me molestará?

—Bueno, como el cuerpo se encontró en Oslo y como todo parece indicar que el delito tuvo lugar allí, es un caso para la Policía de Oslo. Desde luego que colaboraremos en lo que precisen, pero...

—Quiero irme.

Se puso de pie. Kjetil Berggren notó que el jersey era demasiado grande y que colgaba de sus hombros. Debía de haber perdido cinco o seis kilos en sólo un par de semanas. Había seis kilos que de hecho ella no tenía.

—Tienes que comer —dijo—. ¿Comes algo?

Sin responder, ella retiró la cazadora del respaldo de la silla.

—No tienes que llevarme —dijo—. Caminaré.

—Pero me llevará sólo tres minutos el...

—Caminaré —lo atajó ella.

Se volvió hacia él desde la puerta.

—No me creíste —dijo—. No me creíste cuando te dije que algo terrible le había pasado a Marianne.

Él se miró las uñas, sin contestar.

—Espero que te moleste —dijo ella.

Él asintió, todavía sin levantar la vista.

«No me molesta en lo más mínimo. No me molesta para nada; Marianne había muerto hacía tiempo cuando acudiste a nosotros», pensó.

No había nada que decir acerca de la efectividad. Los dibujantes de la Policía no sólo habían terminado ya un esbozo de la cara, sino también un perfil, una imagen de frente de toda la figura y además un dibujo más detallado de una especie de emblema o broche que, según Martin Setre, el hombre llevaba en la solapa. Silje Sørensen hojeó rápidamente los cuatro dibujos antes de colocarlos juntos sobre el escritorio, frente a sí.

Desconfiaba de ese tipo de esbozos, pese a que era ella quien los había encargado.

La mayor parte de la gente son testigos lamentables. Una misma situación o una misma persona pueden ser descritas de maneras totalmente distintas. Los testigos pueden contar cosas que no estaban ahí y relatar hechos que nunca sucedieron. Vívidamente y con detalle. No mienten, simplemente recuerdan mal y llenan el vacío de su memoria con sus propias experiencias o con su fantasía.

Al mismo tiempo, los retratos robot podían ser a veces determinantes. El dibujante tenía que ser bueno, y el testigo debía ser especialmente observador. Existían programas informáticos muy avanzados que podían facilitar la tarea y en algunos casos hacerla más precisa, pero ella prefería los dibujos hechos a mano.

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