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Authors: John Verdon

Tags: #novela negra

No abras los ojos (28 page)

BOOK: No abras los ojos
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Por primera vez en la conversación, Perry vaciló.

—Algún nombre que parecía español. —Había cierta repulsión en su voz—. Mi mujer lo mencionó en una ocasión. Le dije que no quería volver a oírlo. ¿Cruz, quizá? ¿Ángel Cruz? No conozco su dirección. Podría no tener. Considerando la esperanza de vida media del adicto a la metanfetamina, probablemente estará muerto desde hace años.

Perry colgó sin decir una palabra más.

Conciliar el sueño le resultó difícil. Cuando la mente de Gurney estaba conectada después medianoche, no resultaba fácil apagarla. Podía tardar horas en desprenderse de su obsesión por los problemas del día.

Llevaba en la cama, calculó, al menos cuarenta y cinco minutos sin que le diera ningún respiro el caleidoscopio de imágenes y preguntas incorporadas al caso Perry cuando se fijó en que el ritmo de la respiración de Madeleine había cambiado. Estaba convencido de que ella estaba dormida cuando él se había metido en la cama, pero ahora tenía la clara sensación de que estaba despierta.

Quería hablar con ella. Bueno, en realidad, no estaba seguro de ello. Y si hablaba con Madeleine, no estaba seguro de sobre qué deseaba hablar. De repente, se dio cuenta de que quería su consejo, su orientación para salir del pantano en el cual se estaba enfangando: un pantano compuesto por demasiadas historias tambaleantes. Quería su consejo, pero no estaba seguro de cómo pedírselo.

Ella se aclaró la garganta suavemente.

—¿Qué vas a hacer con todo tu dinero?—preguntó como si tal cosa, como si hubieran estado discutiendo alguna cuestión relacionada con ello durante la última hora. No era inusual que ella sacara a relucir cosas de esa manera.

—¿Te refieres a los cien mil dólares?

Ella no respondió, lo cual significaba que consideraba la pregunta innecesaria.

—No es mi dinero—dijo él—. Es nuestro dinero. Aunque de momento es solo teórico.

—No, desde luego que es tu dinero.

Dave volvió la cabeza hacia su mujer en la almohada, pero era una noche sin luna, demasiado oscura para distinguir su expresión.

—¿Por qué dices eso?

—Porque es verdad. Es tu afición, y ha resultado una afición muy lucrativa. Y es tu contacto en la galería, o tu representante, o tu agente, o lo que sea. Y ahora vas a reunirte con tu nuevo admirador, el coleccionista de arte, sea quien sea. Así que es tu dinero.

—No entiendo por qué estás diciendo esto.

—Lo estoy diciendo porque es cierto.

—No lo es. Lo que es mío es tuyo.

Ella profirió una risita compungida.

—No lo ves, ¿no?

—¿Ver qué?

Ella bostezó y de repente sonó muy cansada.

—El proyecto de arte es tuyo. Todo lo que hice yo fue quejarme de que le dedicaras mucho tiempo, de cuántos días preciosos pasabas metido en tu estudio mirando la pantalla, mirando las caras de asesinos en serie.

—Eso no tiene nada que ver con lo que pensamos del dinero.

—Tiene todo que ver con eso. Tú te lo has ganado. Es tuyo. —Bostezó de nuevo—. Me voy a dormir otra vez.

32
Una locura intratable

G
urney salió a las 11.30 del día siguiente hacia su reunión con Simon Kale, lo que le dejaba poco más de una hora para el viaje a Cooperstown. Por el camino se tomó casi medio litro de café de la mezcla especial de la casa de Abelard’s y, cuando el lago Otsego apareció a la vista, ya se sentía lo bastante despierto para tomar nota del clima clásico de septiembre, el cielo azul, los arces enrojecidos.

Su GPS lo guió a través de la orilla oeste, a la sombra de las cicutas del lago, hasta una pequeña casa colonial con su propia península de dos mil metros cuadrados. Las puertas abiertas del garaje revelaron un Miata verde brillante y un Volvo negro. Había un Volkswagen escarabajo rojo, aparcado al borde del sendero, lejos del garaje. Gurney aparcó justo detrás cuando un elegante hombre de cabello gris salía del garaje sujetando un par de bolsas grandes de lona.

—¿Detective Gurney, supongo?

—¿Doctor Kale?

—Exacto.

Sonrió como por obligación y lo dirigió hacia un sendero de losas que conducía desde el garaje a la entrada lateral de la vivienda. La puerta estaba abierta. Dentro, la casa parecía muy vieja, pero meticulosamente cuidada, con los techos bajos para conservar el calor y vigas talladas a mano típicas del siglo
XVIII
. Estaban de pie en medio de la cocina donde destacaba una enorme chimenea, así como con un horno de gas de cromo y esmalte de la década de los treinta. Desde otra habitación llegaban los compases inconfundibles de
Amazing Grace
interpretada con una flauta.

Kale dejó las bolsas en la mesa. Tenían el logo de la Adirondack Symphony Orchestra impreso. En una de ellas sobresalían hojas de verduras y rebanadas de pan francés; en la otra, botellas de vino.

—Los ingredientes de la cena. Me han enviado de caza y recolecta—dijo con cierta arrogancia—. Yo no voy a cocinar. Mi compañero, Adrian, es chef y flautista.

—¿Es eso…?—empezó Gurney, inclinando la cabeza en la dirección de la tenue melodía.

—No, no, Adrian toca mucho mejor. Ese debe de ser su estudiante de las doce, el del escarabajo.

—¿El…?

—El coche de fuera, el aparcado delante del suyo, el rojo

—Ah—dijo Gurney—. Por supuesto. Lo cual deja el Volvo para usted y el Miata para su compañero.

—¿Está seguro de que no es al revés?

—No creo.

—Interesante. ¿Qué es exactamente lo que hay en mí que le sugiere Volvo?

—Cuando ha salido del garaje, ha salido por el lado del Volvo.

Kale emitió un agudo cacareo.

—¿Así que no es clarividente?

—Lo dudo.

—¿Quiere un té? ¿No? Entonces acompáñeme al salón.

El salón resultó ser una pequeña estancia contigua a la cocina. Dos sillones con tapicería floral, dos cojines acolchados también con motivos florales, una mesita de té, una librería y una pequeña estufa de leña esmaltada en rojo llenaban el espacio. Kale le indicó a Gurney uno de los sillones y se sentó en el otro.

—Muy bien, detective, ¿cuál es el motivo de su visita?

Gurney se fijó por primera vez en que los ojos de Simon Kale, en contraste con sus modales atolondrados, eran sobrios y calculadores. Ese hombre no sería fácil de engañar o halagar, aunque su desagrado por Ashton, que se había revelado al teléfono, podría ser útil si lo manejaba con cautela.

—No estoy del todo seguro de cuál es el propósito. —Gurney se encogió de hombros—. Quizá solo he venido a ver qué encuentro.

Kale lo estudió.

—No exagere su humildad.

Gurney estaba sorprendido por la pulla, pero respondió de manera anodina.

—Francamente, es más ignorancia que humildad. Hay muchas cosas de este caso que no sé, que nadie sabe.

—¿Salvo quién es el asesino?—Kale miró su reloj—. ¿Tiene preguntas que hacerme?

—Me gustaría saber todo lo que pueda contarme de Mapleshade, quién va allí, quién trabaja allí, de cómo funciona, qué hacía usted allí, por qué se marchó.

—¿Mapleshade antes o Mapleshade después de la llegada de Scott Ashton?

—Los dos, pero sobre todo del periodo en que Jillian Perry era estudiante.

Kale se humedeció los labios reflexivamente; pareció saborear la pregunta.

—Lo resumiré así: durante dieciocho de los veinte años que enseñé en Mapleshade, fue un entorno terapéutico efectivo para la mejora de un amplio rango de problemas emocionales y de conducta entre leves y moderados. Scott Ashton apareció en escena hace cinco años con gran fanfarria; era una celebridad de la psiquiatría, un teórico de vanguardia, justo lo que se necesitaba para colocar la escuela en la primera posición de su campo. No obstante, una vez que se afianzó, empezó a cambiar el foco de atención de Mapleshade a adolescentes cada vez más y más enfermas: depredadoras sexuales violentas, que abusaban y manipulaban a otros niños, chicas jóvenes con una alta carga sexual con largas historias de incesto de las que eran víctimas y perpetradoras. Scott Ashton convirtió nuestra escuela, con su amplia historia de éxito en el tratamiento de adolescentes con problemas, en un descorazonador depósito de adictas al sexo y sociópatas.

Gurney pensó que el tono de su discurso estaba cuidadosamente construido, pulido por la repetición; sin embargo, la emoción que transmitía parecía bastante real. El tono de superioridad y los manierismos de Kale habían sido sustituidos, al menos por el momento, por una indignación rígida y justificada.

Entonces, en el silencio abierto que siguió a la diatriba, se oyó desde la flauta de la otra sala la inquietante melodía de
Danny Boy
.

La música asaltó a Gurney lentamente, de manera debilitante, como si abrieran una tumba. Pensó que tendría que excusarse, encontrar un pretexto para abandonar la entrevista, huir de allí. Habían pasado quince años, y aun así la canción era insoportable. Pero luego la flauta se detuvo. Gurney se sentó, con dificultades para respirar, como un soldado traumatizado por la guerra esperando que se reanude la artillería distante.

—¿Le ocurre algo?—Kale lo estaba mirando con curiosidad. El primer impulso de Gurney fue mentir, ocultar la herida. Pero entonces pensó: ¿por qué? La verdad era la verdad. Era lo que era. Dijo:

—Tenía un hijo con ese nombre.

Kale parecía desconcertado.

—¿Qué nombre?

—Danny.

—No entiendo.

—La flauta… Eh… no importa. Un viejo recuerdo. Lamento la interrupción. Estaba describiendo la… transición de un tipo de centro a otro.

Kale frunció el ceño.

—Transición es un término benigno para un cambio radical.

—Pero ¿la escuela continúa siendo exitosa?

La sonrisa de Kale destelló como el hielo.

—Se puede ganar mucho dinero albergando a los retoños dementes de padres culpables. Cuanto más terroríficos son, más están dispuestos a pagar los padres.

—¿Al margen de que mejoren?

La risa de Kale era tan fría como su sonrisa.

—Permítame que deje esto perfectamente claro, detective, para que no le quede ninguna duda de lo que estamos hablando. Si descubriera que su hija de doce años ha estado violando a niños de cinco, estaría dispuesto a pagar cualquier cosa para que esa hija demente desaparezca unos años.

—¿Esas son las que se envían a Mapleshade?

—Exacto.

—¿Como Jillian Perry?

La expresión de Kale pasó por una serie de tics y muecas.

—Mencionar nombres de estudiantes concretos en un contexto como este nos pone al borde de un campo minado desde el punto de vista legal. Lamento no poder darle un respuesta específica.

—Ya tengo descripciones fiables de la conducta de Jillian. Solo la menciono porque la cronología plantea una pregunta: ¿no la enviaron a Mapleshade antes de que el doctor Ashton alterara el foco de la escuela?

—Eso es verdad. No obstante, sin decir nada ni en un sentido ni en otro respecto a Jillian Perry, puedo decirle que Mapleshade tradicionalmente aceptaba estudiantes con un amplio abanico de problemas, y siempre había unas pocas que estaban mucho más enfermas que las demás. Lo que hizo Ashton fue concentrar la política de admisiones de Mapleshade en las más enfermas. Dele a cualquiera de ellas un gramo de coca y sería capaz de seducir a un caballo. ¿Eso responde a su pregunta?

La mirada de Gurney descansó, pensativa, sobre la pequeña estufa roja.

—Comprendo su reticencia a violar sus compromisos de confidencialidad. No obstante, a Jillian Perry ya no se le puede hacer daño, y encontrar a su asesino podría depender de descubrir más sobre sus pasados contactos. Si Jillian alguna vez le confió algo sobre…

—Alto ahí. Lo que se me confiara a mí sigue siendo confidencial.

—Hay mucho en juego, doctor.

—Sí, lo hay. La integridad está en juego. No revelaré nada de lo que se me contó con el sobreentendimiento de que no lo revelaría, ¿está claro?

—Por desgracia, sí.

—Si quiere saber cosas sobre Mapleshade y su transformación de escuela a zoo, podemos discutirlo en términos generales. Pero no hablaré sobre los detalles particulares. Vivimos en un mundo resbaladizo, detective, por si no lo ha notado. No tenemos ningún punto de apoyo más allá de nuestros principios.

—¿Qué principio dictó su marcha de Mapleshade?

—Mapleshade se convirtió en un hogar de psicópatas sexuales. La mayoría de ellas no necesitaban terapeutas, sino más bien exorcistas.

—Cuando usted se fue, ¿Mapleshade contrató a alguien para reemplazarlo?

—Contrató a alguien para el mismo puesto. —Había acritud en aquella clara distinción y algo muy parecido a auténtico odio en los ojos de Kale.

—¿A qué clase de persona?

—Se llama Lazarus. Eso lo dice todo.

—¿Por qué?

—El doctor Lazarus tiene la misma calidez y vivacidad que un cadáver. —Había una irrevocabilidad amarga en la voz de Kale que le dijo a Gurney que la entrevista había terminado.

Como dándole la entrada, la flauta empezó a sonar otra vez y la melodía lastimera de
Danny Boy
lo propulsó lejos de la casa.

33
Una inversión simple

L
a fábula vital, el sueño fundamental, la visión que lo había cambiado todo, era ahora tan vívida para él como la primera vez que la experimentó
.

Era como ver una película y estar en ella al mismo tiempo, olvidando luego que era una película, y viviéndola, sintiéndola como una experiencia más real que lo que había sido la vida llamada real
.

Era siempre igual
.

Juan el Bautista estaba descalzo y desnudo salvo por una tela que apenas le cubría los genitales. La sujetaba con un cinturón de piel vuelta del cual colgaba un cuchillo de caza primitivo. Estaba de pie junto a una cama revuelta, en un espacio que parecía ser al mismo tiempo una habitación y una mazmorra. No había ataduras visibles que lo sujetaran, sin embargo, no podía mover ni brazos ni piernas. La sensación era claustrofóbica y sentía que, si perdía el equilibrio y caía en la cama, se asfixiaría
.

A la mazmorra, bajando por escalones de piedra oscuros, llegó Salomé. Fue hacia él envuelta en un remolino de perfume y seda transparente. Se quedó delante de él, contoneándose, bailando, moviéndose más como una serpiente que como un ser humano. La seda se deslizó, desapareciendo, revelando una piel marfileña, unos pechos sorprendentemente grandes para el cuerpo ligero, unas nalgas redondas, increíblemente perfectas y letales. El cuerpo contorsionándose en anticipación del placer
.

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