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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Trhiller, Biotecnología, Guerra biológica

Nivel 5 (42 page)

BOOK: Nivel 5
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El camino seguido por la explosión había abierto una zanja de destrucción a través del recinto, arrancado el techo de la cantina y aplastado una gran sección de la verja del perímetro.

—¡Sígame! — gritó Carson, y espoleó su caballo.

Se abalanzaron a través del humo y del fuego hacia los restos retorcidos de la verja del perímetro y galoparon hacia la oscuridad del desierto.

Cuando se encontraban a casi un kilómetro del recinto y más allá del resplandor del incendio, Carson aminoró la marcha y puso su caballo al trote.

—Tenemos por delante un largo camino —dijo cuando Susana se situó a su lado—. Será mejor no forzar los caballos.

Mientras hablaba, otra explosión sacudió el edificio de operaciones y una enorme bola de fuego se elevó del agujero abierto en la tierra que hasta hacía poco era el Tanque de la Fiebre. La bola ascendió hacia el cielo. Varias explosiones secundarias sacudieron la oscuridad: el laboratorio de transfección se derrumbó y las paredes del complejo residencial se estremecieron y luego se colapsaron.

Las luces de Monte Dragón parpadearon y se apagaron, y sólo quedó el resplandor de los edificios en llamas.

—Allá mi banjo Gibson de antes de la guerra —murmuró Carson.

Al dirigir a
Roscoe
hacia la negrura que se abría por delante, distinguió delgados rayos de luz que empezaban a iluminar el desierto. Los rayos parecían moverse hacia ellos, y aparecían y desaparecían de la vista a medida que seguían las ondulaciones del terreno. De repente, se encendieron unos poderosos focos que iluminaron el desierto con largos haces amarillentos.

—¡Mierda! — exclamó Susana—. Los Hummers han sobrevivido a la explosión. No podremos escapar de esos bastardos en este desierto.

Carson no dijo nada. Con un poco de suerte podrían despistar a los Hummers. Pero le preocupaba seriamente su escasa reserva de agua.

Scopes se hallaba sentado, a solas, en la sala octogonal. Examinaba su estado mental.

De Carson y de De Vaca se ocuparían debidamente. No tenían escapatoria. Habían interceptado e interrumpido la transmisión de datos de Carson casi inmediatamente. Claro que el relé transparente que utilizaba como alarma no habría impedido la parte inicial de la transmisión de datos. Cabía suponer que Levine había recibido esa parte de la transmisión. Pero Scopes ya había dado los pasos necesarios para asegurarse de que esa entrada no autorizada no volviera a producirse. Quizá fueran unos pasos drásticos pero, en cualquier caso, necesarios. Sobre todo en un momento tan delicado.

De todos modos, sólo había pasado una parte muy pequeña de lo que se pretendía comunicar. Y lo que Carson había enviado parecía tener poco sentido. Todo se refería a la PurBlood. Aunque Levine recibiera esa información, no se habría enterado de nada valioso con respecto a la gripe X. Además, ahora estaba totalmente desacreditado y nadie prestaría atención a sus historias.

Así pues, todas las bases habían quedado bien cubiertas y podía continuar con su plan. No había de qué preocuparse.

Entonces, ¿por qué experimentaba aquella extraña sensación de ansiedad?

Sentado en su cómodo y destartalado sofá, Scopes tanteó su propio y suave estado de ansiedad. Era una sensación extraña para él, y su estudio le resultaba muy interesante. Quizá fuera por el hecho de que hubiera juzgado tan mal a Carson. La traición de De Vaca era algo que podía comprender, sobre todo después de aquel incidente en las instalaciones del Nivel 5. Pero Carson habría sido la última persona de la que sospechara de espionaje industrial. Cualquier otro se habría sentido terriblemente mal, e incluso una cólera abrumadora ante aquella traición. Pero Scopes sólo sentía pena. Aquel muchacho había sido brillante. Ahora, sería Nye quien tuviera que ocuparse de él.

Nye. Al pensar en él recordó algo. Un tal señor Bragg, de la OSHA, le había dejado dos mensajes a primeras horas del día; en ellos preguntaba por el paradero del inspector Teece. Tendría que pedirle a Nye que se ocupara de buscarlo.

Pensó de nuevo en la información que Carson había intentado transmitir. No era gran cosa, y no la había revisado con demasiada atención. Sólo se trataba de unos pocos documentos relacionados con la PurBlood. Scopes recordó que Carson y De Vaca habían estado revolviendo los archivos de PurBlood unos días antes. ¿Por qué aquel interés tan repentino? ¿Tenían la intención de sabotear PurBlood, además de la gripe X? ¿Y qué era eso que había dicho Carson acerca de que todos necesitaban atención médica inmediata?

Merecía examinar eso más atentamente. De hecho, probablemente sería prudente por su parte revisar con mayor atención el contenido de la transmisión abortada, además de las actividades de Carson conectadas con la red durante los últimos días. Quizá encontrara tiempo para ello después de los asuntos que tenía que resolver esa noche.

Ante este nuevo pensamiento, la mirada de Scopes se dirigió hacia la superficie suave y negra de una caja de seguridad empotrada en el borde inferior de una de las paredes. Se había construido, según sus propias y exigentes especificaciones, dentro del acero estructural del edificio, cuando se construyó la torre de GeneDyne. La única persona que podía abrirla era él mismo, y si su corazón dejaba de latir, nadie encontraría la forma de abrirla, como no utilizara suficiente dinamita para vaporizar su contenido. Al pensar en lo que había dentro, se disipó con rapidez la extraña sensación de ansiedad que le había embargado. Contenía una sola caja de biopeligrosidad, recientemente llegada desde Monte Dragón en un helicóptero militar. Dentro de la caja había una sola ampolla de cristal, llena con un gas neutral de nitrógeno y un medio especial de transporte viral. Si Scopes decidiera mirar atentamente la ampolla, sabía que distinguiría una suspensión turbia en el fluido. Resultaba extraño pensar que una cosa de aspecto tan insignificante pudiera ser tan valiosa.

Miró su reloj: las 22.30 hora del Este.

Un diminuto chirrido surgió del monitor situado junto al sofá, y una enorme pantalla se encendió con un parpadeo. Se produjo una ráfaga de información cuando se descifró la conexión por satélite; luego apareció un breve mensaje en grandes letras: «TELINT-A conexión de datos establecida. Permitido el cifrado. Proceda con la transmisión.»

El mensaje fue sustituido por nuevas palabras en la pantalla:

«Señor Scopes: Estamos dispuestos a hacerle una oferta de tres mil millones de dólares. La oferta no es negociable.»

Scopes tomó el teclado y empezó a escribir. En comparación con las empresas hostiles, los militares eran debiluchos.

«Mi querido general Harrington: Todas las ofertas son negociables. Estoy dispuesto a aceptar cuatro mil millones por el producto del que hemos hablado. Le daré doce horas para que obtenga las necesarias autorizaciones.»

Scopes sonrió. Llevaría a cabo el resto de las negociaciones desde un lugar diferente. Un lugar secreto en el que ahora se sentía más cómodo que en el mundo cotidiano.

Volvió a teclear y, al emitir una serie de órdenes, las palabras de la pantalla empezaron a disolverse en un paisaje extraño y maravilloso. Mientras tecleaba, Scopes recitó, casi inaudiblemente, sus versos favoritos de
La tempestad
:

Nada de él se desvaneció,

pero sufrió un cambio crucial,

convertido en algo rico y extraño.

Charles Levine estaba sentado sobre el borde de la desvaída colcha de la cama y miraba el teléfono, que había dejado sobre la almohada, delante de él. El teléfono era color borgoña y tenía grabadas las palabrasPROPIEDAD DE HOLIDAY INN, BOSTON, MA, en letras blancas sobre la parte posterior del receptor. Había hablado durante horas por ese teléfono, sin dejar de gritar, maldecir y suplicar. Ahora ya no tenía nada más que decir.

Se levantó lentamente, estiró las piernas y se dirigió hacia las puertas deslizantes de cristal. Una suave brisa agitó las cortinas. Se acercó a la barandilla del balcón y aspiró profundamente el aire de la noche. Las luces de Jamaica Plain brillaban en la cálida oscuridad, como un manto de diamantes arrojados casualmente a través del paisaje. Un coche pasó por la calle y la luz de sus faros iluminó las destartaladas casas de clase obrera y la gasolinera desierta.

Sonó el teléfono. Asombrado al recibir una llamada después de tantas excusas y rechazos, Levine permaneció por un momento inmóvil. Luego entró en la habitación y cogió el auricular.

—¿Diga? — preguntó con una voz ronca de tanto rogar.

El rumor inconfundible de un módem arrancó ecos del diminuto altavoz.

Levine colgó rápidamente y transfirió la conexión del teléfono a su ordenador. El teléfono sonó de nuevo y se produjo un rumor suave mientras las máquinas se conectaban.

«¿Cómo le va, profesor? — Las palabras surgieron inmediatamente en la pantalla, sin el logotipo habitual que las precedía—. Imagino que sigue siendo apropiado llamarle profesor, ¿no?»

«¿Cómo me ha encontrado?», tecleó Levine.

«Sin grandes problemas.»

«Llevo pegado al teléfono desde hace horas, hablando con todos aquellos en los que se me ha ocurrido pensar —tecleó Levine—. Colegas, amigos de las agencias reguladoras, periodistas e incluso antiguos estudiantes. Nadie me cree.»

«Ya.»

«El trabajo que se ha hecho conmigo ha sido demasiado meticuloso. He perdido toda mi credibilidad, a menos que pueda demostrar mi inocencia.»

«No se impaciente, profesor. Mientras me conozca a mí, al menos puede contar con un buen crédito.»

«Sólo hay una persona con la que no he hablado: Brent Scopes. Él debe ser mi siguiente paso.»

«¡Espere un momento! —fue la respuesta de Mimo—. Aunque pudiera hablar con él, dudo mucho que le interese hablar con usted precisamente ahora.»

«No necesariamente. Tengo que marcharme, Mimo.»

«Un momento, profesor. No me he puesto en contacto con usted sólo para expresarle mis condolencias. Hace unas pocas horas, su vaquero del Oeste, Carson, intentó enviarle una transmisión de emergencia. Se vio interrumpida casi inmediatamente, y sólo pude retirar y grabar la sección inicial. Creo que necesita usted leer esto. ¿Está preparado para recibirla?»

Levine contestó que lo estaba.

«Está bien. Ahí va.»

Levine comprobó la hora en su reloj. Eran las doce menos diez.

Carson y De Vaca cabalgaron a través de la aterciopelada negrura del desierto Jornada del Muerto, con un vasto río de estrellas parpadeante sobre sus cabezas. El terreno descendía ligeramente desde el complejo y pronto se encontraron en un seco terreno de aluvión donde los caballos se hundieron hasta los espolones en la arena blanda. La luz de las estrellas era apenas suficiente para iluminar el terreno bajo sus patas. Carson sabía que si salía la luna estarían prácticamente muertos.

Cabalgaron por el terreno de aluvión mientras él reflexionaba.

—Esperarán que nos dirijamos hacia el sur, en dirección a radium Springs y Las Cruces —dijo al cabo de un rato—. Son los pueblos más cercanos, aparte de Engle, que de todos modos pertenece a GeneDyne. Unos ciento veinte kilómetros de distancia, más o menos. Se necesita tiempo para seguir el rastro de alguien, sobre todo a través de la lava. De modo que, yo de Nye, seguiría el rastro hasta estar seguro de que se dirigía hacia el sur. A continuación abriría los Hummers en abanico, hasta que quedaran interceptadas las posibles salidas.

—Eso tiene sentido —dijo Susana.

—Así que lo complaceremos. Nos dirigiremos hacia el sur, como si fuésemos a Radium Springs. Cuando lleguemos al Malpaís, nos meteremos entre la lava, donde resulta más difícil seguir las huellas. Efectuaremos entonces un giro de noventa grados hacia el este, cabalgaremos unos kilómetros e invertiremos la dirección y nos dirigiremos hacia el norte.

—Pero al norte no hay ninguna ciudad en por lo menos doscientos kilómetros de distancia.

—Precisamente por eso es el único camino que podemos seguir. No se les ocurrirá buscarnos en esa dirección. Pero no tendremos que cabalgar hasta ningún pueblo. ¿Recuerda el Diamond Bar, el rancho del que le hablé? Conozco al nuevo capataz. Tiene montado un campamento en el linde sur del rancho y podemos dirigirnos hacia allí. Lo llaman campamento Lava. Yo diría que está a ciento setenta kilómetros de aquí, a treinta o cuarenta de Lava Gate.

—¿No pueden seguirnos los Hummers sobre la lava?

—La lava tiene muchas aristas que desgarrarían los neumáticos normales —contestó Carson—. Pero los Hummers disponen de un sistema automático de inflado, que puede aumentar o disminuir la presión de los neumáticos. Las cámaras están diseñadas especialmente para que el vehículo continúe su marcha durante muchos kilómetros después de haber sufrido un pinchazo. Aun así, dudo que puedan seguirnos durante mucho tiempo sobre la lava. Una vez estén seguros de la dirección que seguimos, saldrán de la lava, avanzarán hacia el extremo opuesto y tratarán de cortarnos el paso.

Se produjo un largo silencio.

—Creo que vale la pena intentarlo —dijo finalmente Susana.

Carson se dirigió hacia el sur y ella le siguió. Al llegar a la elevación, sobre el terreno de aluvión, todavía pudieron ver en la distancia, hacia el norte, el resplandor amarillento del complejo en llamas. A medio camino, sobre las arenas oscuras, los círculos de luz se habían acercado a ellos de forma perceptible.

—Creo que será mejor dejar huellas —dijo Carson—. Una vez nos hayamos librado de ellos podemos dejar descansar los caballos.

Espolearon sus monturas y emprendieron un suave galope. Cinco minutos más tarde apareció ante ellos el perfil aserrado del río de lava. Desmontaron y se introdujeron en él, llevando a los caballos por las riendas.

—Si recuerdo correctamente, la lava se desvía hacia el este —dijo Carson—. Será mejor seguirla durante unos tres kilómetros antes de girar hacia el norte.

Caminaron a través de la lava, aunque se movieron con lentitud para que los caballos encontraran pasos entre los agudos cascajos. Es una suerte que los caballos tengan mejor visión que los humanos, pensó Carson. Ni siquiera podía distinguir la forma de la lava, por debajo de los cascos de
Roscoe
. Estaba todo tan negro como la noche misma. Sólo podía tenerse una vaga idea de la superficie por las pocas yucas diseminadas, las manchas de líquenes y arena soplada por el viento, y las briznas de hierba que crecían en las grietas. Por difícil que fuera, el movimiento resultaba más fácil allí, cerca del borde del río de lava. Más al interior, Carson podía ver grandes bloques de lava que se elevaban en el cielo nocturno como centinelas de basalto.

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