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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Trhiller, Biotecnología, Guerra biológica

Nivel 5 (29 page)

BOOK: Nivel 5
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Nye condujo al caballo hacia su establo, fuera de la vista de Carson, que lo oyó almohazarlo y murmurarle palabras tranquilizadoras. Oyó cómo cortaba la cuerda de una bala de heno, que luego desparramó sobre el suelo del establo, y el sonido de una manguera llenando un cubo de agua. Unos momentos más tarde, Nye reapareció. De espaldas a Carson, sacó una pesada caja de tachuelas de un rincón del cobertizo y abrió la cerradura. Regresó después a las alforjas, desató la correa de una y extrajo lo que a Carson le parecieron dos cajas envueltas en un trozo de papel arrugado. Las colocó sobre el suelo de la parte donde se guardaban los arreos, extrajo de la alforja lo que parecía un rotulador, se inclinó sobre el papel y empezó a escribir. Carson pegó el ojo al resquicio, esforzándose por ver mejor. El trozo de papel parecía viejo y gastado y sólo pudo ver una frase, escrita con letras grandes, sobre su borde superior: «Al despertar el alba el águila del sol se levanta en una aguja de fuego.»

De repente, Nye se incorporó, alerta. Miró alrededor como si buscara la fuente de algún sonido. Carson se hundió entre las sombras, al fondo del cobertizo. Oyó algo que se arrastraba, el clic de una cerradura y unos pesados pasos. Volvió a mirar por el resquicio y vio al jefe de seguridad abandonar el cobertizo, como una aparición grisácea que se desvaneciera en la neblina del polvo.

Carson dejó transcurrir unos momentos antes de incorporarse y dirigirse al establo de
Muerto
, el caballo de Nye. Estaba con las patas separadas y un hilillo de saliva le colgaba de la boca. Se inclinó y le palpó los tendones. Estaban calientes, pero no demasiado inflamados. La corona también estaba caliente, pero los cascos se encontraban en buen estado, y la mirada del caballo era clara. Por lo visto, Nye había obligado al animal a cabalgar más de cien kilómetros en las últimas doce horas. Pero
Muerto
no había sufrido lesiones y se repondría al cabo de un día. Nye había sabido cuándo dejarlo. Y tenía un magnífico caballo. El cero marcado en la quijada derecha y una marca en la parte superior del cuello indicaban que el animal estaba registrado en la Asociación Americana de Caballos Pintos y en la Asociación Americana de Pedigrí Equino. Le dio unas palmadas en el flanco, admirado.

—Eres un caballo muy caro —murmuró.

Carson abandonó el establo y se dirigió hacia la entrada del cobertizo; miró a través del polvo suspendido en el aire. Nye ya había desaparecido hacía rato. Cerró la puerta del cobertizo y se dirigió rápidamente hacia su habitación, tratando de imaginar por qué Nye había arriesgado la vida en medio de una tormenta de polvo, o por qué arriesgaba su puesto de trabajo escribiendo una frase incomprensible, en español, en un sitio donde estaba prohibido tomar notas.

Carson cruzó la cantina y salió al balcón, con el estuche del banjo golpeándole en las rodillas. La noche era oscura, con la luna tapada por las nubes, pero sabía que el hombre sentado junto a la barandilla del balcón era Singer.

Desde su primera conversación en la terraza, Carson había observado a menudo a Singer sentado allí fuera, disfrutando de la noche, ensimismado en arrancar acordes y melodías a su maltrecha guitarra. Invariablemente, Singer le saludaba con un gesto de la mano y le sonreía. Pero Singer parecía haber cambiado después de la muerte de Brandon-Smith. Ahora se mostraba más reservado. La llegada de Teece, y el repentino ataque de Vanderwagon en el comedor, no hicieron más que intensificar el estado de ánimo melancólico de Singer. Aún se sentaba en la terraza de la cantina por las noches, pero ahora se quedaba con la cabeza gacha en medio del silencio del desierto, con la guitarra en el suelo, a su lado, silenciosa.

Durante las primeras semanas, Carson se había reunido con frecuencia con el director, en la terraza, para charlar un rato. Pero a medida que pasó el tiempo y aumentó la presión, siempre había más investigación urgente que hacer, más notas de laboratorio que registrar en el ordenador de su habitación, después de las horas de trabajo. Esa noche, sin embargo, estaba decidido a tomarse un respiro. Singer le caía bien, y no le gustaba verle tan ensimismado, sin duda mortificado por todos los problemas recientes. Quizá pudiera ayudarle a distenderse un poco. Además, la conversación con Teece había despertado en Carson dudas persistentes acerca de su propio trabajo. Sabía que Singer, con su fe inconmovible en las virtudes de la ciencia, sería el tónico perfecto.

—¿Quién anda ahí? — preguntó Singer con aspereza. La luna salió en ese momento de entre las nubes e iluminó momentáneamente la terraza. Singer distinguió a Carson—. Ah… Es usted. Hola, Guy.

—Buenas noches. — Carson se sentó junto al director. Aunque habían limpiado la terraza del manto de polvo, al tomar asiento se levantaron nubéculas de polvo—. Hermosa noche —dijo tras un silencio.

—¿Ha visto la puesta de sol? — preguntó Singer.

—Ha sido increíble.

Como si hubiera querido compensar la furia de la tormenta de polvo, la puesta de sol de aquel día sobre el desierto había sido un despliegue espectacular de color contra el halo humeante del horizonte.

Carson se inclinó, abrió el estuche y extrajo su banjo Gibson. Singer le observó, con una chispa de interés en sus ojos.

—¿Es un RB-3?

Carson asintió con un gesto.

—Mástil de cuarenta trastes. Es más o menos de 1932.

—Es una verdadera belleza —dijo Singer, que forzó la vista a la luz de la luna, apreciando el instrumento.

—Dios santo, ¿ésa es la caja original recubierta de piel de becerro?

—En efecto. — Carson tamborileó suavemente con las yemas de los dedos sobre la sucia caja—. No les gustan las condiciones climáticas del desierto, y éste desafina con frecuencia. Algún día lo romperé y tendré que comprar uno de plástico. Mire, eche un vistazo.

Le tendió el bajo a Singer, que le dio la vuelta en las manos.

—Clavijero y puente de caoba. Y también mástil original de Presto. Supongo que el alma es de acero, ¿verdad?

—Sí, aunque ha cedido un poco.

Singer se lo devolvió.

—Es una pieza de museo. ¿Cómo lo consiguió?

—De un obrero del rancho que trabajó para mi abuelo. Un día tuvo que largarse con demasiada rapidez. Ésta es una de las cosas que dejó atrás. Permaneció durante décadas en lo alto de una estantería, acumulando polvo, hasta que yo fui a la universidad y me aficioné al
bluegrass
.

Mientras hablaban, Singer pareció perder algo de su melancolía.

—Escuchemos cómo suena.

Se inclinó, y tomó su vieja Martin. La acarició pensativamente, templó una o dos cuerdas y luego inició la inconfundible melodía de
Salt Creek
. Carson escuchó por un momento, y asintió con movimientos de cabeza mientras se unía a la música, produciendo los acordes de acompañamiento. Hacía muchos meses que no practicaba, y sus dedos ya no eran lo que habían sido en Harvard, pero se fueron animando gradualmente y trató de doblar algunos acordes. Entonces, de repente, Singer se hizo cargo del acompañamiento y Carson se encontró interpretando un solo, sonriente, casi aliviado al descubrir que sus arranques seguían siendo resueltos y que el trabajo con una sola cuerda era limpio.

Terminaron con una despedida mutua y completa, y Singer atacó inmediatamente
Clinch Mountain Backstep
. Carson se introdujo en el acompañamiento de la melodía, admirado por las dotes del director con la guitarra. Singer, mientras tanto, parecía totalmente enfrascado, y tocaba con el abandono propio de un hombre repentinamente liberado de una pesada carga.

Carson siguió a Singer a través de los fuertes y antiguos cambios de
Rocky top, Mountain Dew
y
Little Magie
, sintiéndose cada vez más cómodo, y permitiéndose finalmente una escala rápida que arrancó una sonrisa y un gesto de asentimiento del director. Singer inició una elaborada coda final, y ambos acabaron con un estrepitoso acorde en sol. Cuando se apagó el eco, Carson creyó escuchar el débil sonido de unos aplausos procedentes del complejo residencial.

—Gracias, Guy —dijo Singer; dejó la guitarra a un lado y se frotó las manos con satisfacción—. Hace tiempo que tendríamos que haberlo hecho. Es usted un músico excelente.

—No estoy a su altura —dijo Carson—. Pero gracias de todos modos.

Los dos hombres se quedaron contemplando la noche. Singer se levantó y entró en la cantina para pedir algo de beber. Un hombre de aspecto desmelenado pasó junto a la terraza, enumerando con los dedos y murmurando en algo que sonaba a ruso angustiado. Ése debe de ser Pavel, el tipo del que me habló Susana, pensó Carson. El hombre desapareció tras una esquina, perdiéndose en la noche. Un momento después, Singer regresó desde el interior. Sus movimientos eran más lentos, y Carson percibió que el peso de la responsabilidad que se había desvanecido temporalmente durante la interpretación musical, había vuelto a asentarse sobre sus hombros.

—¿Cómo le van las cosas, Guy? — preguntó Singer volviendo a sentarse en la silla—. Hace mucho tiempo que no hablamos.

—Supongo que la visita de Teece le ha mantenido muy ocupado —dijo Carson.

La luna se había ocultado tras unas espesas nubes, y percibió, más que vio, cómo el director se tensaba al escuchar el nombre del inspector.

—Menudo engorro resultó todo eso —dijo Singer. Bebió un sorbo del vaso—. No puedo decir que sienta mucha simpatía por el señor Teece. Es una de esas personas que actúan como si lo supieran todo, pero no revelan nada. Al parecer obtiene la información mediante el método de enfrentar a los demás entre sí. ¿Sabe lo que quiero decir?

—No hablé mucho con él. No parecía muy complacido con el trabajo que hacemos aquí —dijo Carson, que procuró elegir las palabras cuidadosamente.

—No se puede esperar que todo el mundo lo comprenda —dijo Singer con un suspiro—, y mucho menos que aprecie lo que tratamos de hacer. Eso es especialmente aplicable a burócratas y reguladores. Ya he conocido antes a personas como Teece; suelen ser científicos fracasados. Y en gente así pesan los celos. — Tomó otro sorbo—. Bueno, tarde o temprano tendrá que entregarnos su informe.

—Probablemente será más temprano que tarde —comentó Carson, que al punto lamentó su comentario.

Sintió los ojos de Singer fijos en él, en la oscuridad.

—Sí. Se marchó de aquí con bastante precipitación. Insistió en llevarse uno de los Hummers y conducir hasta Radium Springs. — Singer bebió otro sorbo—. Usted fue el último en hablar con él.

—Me dijo que quiso reservarse para el final a los más cercanos al proyecto de la gripe X.

—Hummm. — Singer se acabó su bebida y dejó el vaso en el suelo. Luego se volvió hacia Carson—. Bueno, a estas alturas ya habrá tenido noticias de Levine. Eso no nos facilitará las cosas. Seguramente regresará con nuevas preguntas.

Carson sintió un escalofrío.

—¿Levine? — preguntó con la mayor naturalidad posible.

Singer seguía mirándole.

—Me sorprende que no lo sepa. La radio no habla de otra cosa. Me refiero a Charles Levine, el de la Fundación para la
Política Genética
. Hace unos días dijo ciertas cosas muy desagradables sobre nosotros en un programa de televisión. El valor de las acciones de la GeneDyne ha bajado espectacularmente.

—¿De veras?

—Hoy mismo han bajado cinco puntos y medio. La empresa ha perdido casi quinientos millones de dólares en valor de sus acciones. No necesito decirle lo que eso significa para nuestras acciones, las suyas y las mías.

Carson no supo qué decir. No le preocupaba el valor de las pocas acciones que poseía de GeneDyne, sino algo muy diferente.

—¿Qué dijo Levine?

—Eso no importa mucho —contestó Singer con un encogimiento de hombros—. De todos modos, no es más que un maldito embustero. Andan en busca de algo que utilizar contra nosotros, de algo que nos obligue a detenernos.

Carson se humedeció los labios. Nunca había oído a Singer salirse de tono.

—¿Qué va a suceder, pues?

Una expresión de satisfacción cruzó brevemente los rasgos de Singer.

—Brent se ocupará de todo —le aseguró—. Ésa es precisamente la clase de juego que más le gusta.

El helicóptero se aproximó a Monte Dragón procedente del este, a través del espacio aéreo restringido de la White Sands Missile Range. Pasaba de la medianoche, la luna había desaparecido tras las nubes y el desierto se había convertido en una interminable alfombra negra. Las palas del helicóptero eran de un diseño militar que amortiguaba el ruido, y el motor estaba insonorizado para reducir al mínimo el ruido. Las luces de posición y las señalizaciones de cola estaban apagadas, y el piloto usaba el radar de descenso para buscar su objetivo.

El objetivo era un pequeño transmisor, situado en el centro de una lámina reflectora de mylar. Junto al transmisor había un Hummer, con el motor y las luces apagadas.

El helicóptero se posó cerca del mylar, destrozándolo, y al punto la oscura silueta de un hombre salió del Hummer y corrió hacia el helicóptero; llevaba en una mano un maletín metálico con el logotipo de la GeneDyne. La portezuela se abrió y un par de manos cogió el maletín. En cuanto se hubo cerrado de nuevo la portezuela, el helicóptero se elevó, se ladeó y desapareció de nuevo en la negrura de la noche. El Hummer se puso en marcha poco después y se alejó del lugar, siguiendo, con ayuda de los faros protegidos, las dos marcas de ruedas que había dejado al llegar hasta allí. Un jirón de mylar, elevado por una ráfaga de viento, se ensortijó y fue arrastrado. Pocos momentos después, un silencio sepulcral volvió a descender sobre el desierto.

Ese domingo, el sol se elevó sobre un cielo prístino. En Monte Dragón, el Tanque de la Fiebre estaba cerrado, como era habitual, para su descontaminación, y el personal científico disponía de tiempo libre hasta el ensayo obligatorio de emergencia que se realizaría a últimas horas de la tarde.

Mientras preparaba café, Carson miró por la ventana el cono negro de Monte Dragón, apenas visible a la débil luz del alba. Habitualmente, pasaba los domingos como el resto del personal: en su habitación, con el ordenador personal por toda compañía, tratando de poner al día el trabajo atrasado. Pero ese día decidió subir a la cumbre de Monte Dragón. Desde su llegada se había dicho muchas veces que lo haría algún día. Además, la sesión con Singer le había despertado las ganas de volver a tocar, y sabía que los agudos sonidos nasales del bajo arrancando ecos a través del complejo residencial incitarían por lo menos media docena de airados mensajes por correo electrónico a través del circuito cerrado del laboratorio.

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