Finalmente encontró el móvil y se lo llevó a la oreja.
—¿Diga?
—¿Debbie? Soy yo, Jim.
—Ah, hola, Jim —contestó—. ¿Dónde está Barbara? La hemos esperado todo lo que hemos podido, pero…
La voz de la mujer quedó ahogada por un grito de dolor de Jim Franks, que había roto a llorar. Dark quiso que le pasara el teléfono, pero Franks tenía los ojos llenos de lágrimas y no lo vió.
—¿Estás ahí, Jimmy? ¿Qué sucede?
Exasperado, Dark le arrancó el teléfono de las manos a Franks y le hizo un gesto para que permaneciera en silencio.
—¿Hola? ¿Señora Scott? Escúcheme con atención. Me llamo Steve Dark y trabajo para el FBI. Es muy importante que…
—¿Trabaja para quién? Espere un momento, que no lo oigo bien. Deje que vuelva a llamarlo yo.
—¡No! ¡Por lo que más quiera, señora Scott, permanezca…!
Pero un segundo después ella ya había colgado y Dark estaba hablando solo.
Debra supo que algo iba mal en cuanto la furgoneta blanca giró a la derecha tras salir del puente de Brooklyn. Se estaba alejando de los rascacielos de Manhattan y se dirigía a la orilla del río.
—Eh, por aquí no se va a las caballerizas —advirtió ella—. ¿Señor? Creo que se ha equivocado, ¿señor? ¡Eh, oiga!
—No les he dicho nada acerca de las caballerizas —respondió Ken Martin con tranquilidad.
—¿No es ahí adónde vamos?
—No —contestó él—. El doctor Haut se lo explicará todo.
Tanto a Debra como a las otras tres viudas aquello les resultó muy raro. Por allí no había nada más que la parte inferior de la autovía del East River. ¿Por qué querría el doctor Haut llevarlas a aquel sitio?
Dark se volvió hacia Jim Franks, que había enterrado la cara entre las manos.
—Señor Franks, a no ser que quiera cargar con las muertes de cuatro mujeres más sobre su conciencia, tiene que recomponerse y ayudarme.
—Lo siento —dijo Franks—. Sé que estoy entrenado para esto, pero…
Dark sabía que aquello no era más que una bravuconada. Uno podía estar entrenado para soportar el dolor y el sufrimiento de los demás, para llevar a cabo ciertas funciones que podían salvar vidas de desconocidos. Pero nadie —absolutamente nadie— estaba preparado para enfrentarse a la visión de su amada colgando de una viga en un húmedo sótano, con mierda resbalándole por las piernas y una nota de suicidio al lado.
Pero en aquel momento Dark necesitaba que Franks continuara fingiendo y se creyera su propia mentira. Parecía que funcionaba. Dejó de sorberse la nariz, respiró hondo y se recompuso.
—Si actuamos rápido, puede que atrapemos al tipo que le ha hecho esto a su esposa —dijo Dark.
—¿Qué necesita?
—¿Tiene coche?
Debra observó los ojos del conductor en el espejo retrovisor. Él advirtió que lo miraba, pero enseguida volvió a fijar la vista en la carretera.
La furgoneta tomó una rampa en dirección a la orilla del río. Al principio Debra pensó que el doctor Haut quería llevarlas a la Zona Cero, algo que ella le había dejado claro que no quería hacer, por mucho que debiera «plantar cara y mantener a raya» el dolor. No estaba preparada para ir allí. Y no estaba segura de si alguna vez lo estaría.
Debra contempló el teléfono que tenía en la mano. Desde la mañana del 11-S siempre lo llevaba encima. Había sido su último vínculo con Jeffrey, que se esforzó por tranquilizarla como pudo diciéndole que iba a las torres a salvar a quien lo necesitara y que no se preocupara, que lo peor ya había pasado, que la volvería a llamar en cuanto pudiera, que tenía que colgar, cariño.
«Cariño» fue la última palabra que lo oyó pronunciar.
Debra permaneció aferrada al móvil mientras las torres caían, pidiéndole a Dios que Jeffrey hubiera podido salir antes de que se vinieran abajo y que estuviera buscando un teléfono para decirle que se encontraba bien, que no se preocupara, que había salvado a muchas personas. Debra pasó horas esperando que la llamara… y siguió haciéndolo durante días y semanas. Sabía que era una tontería, pero se juró a sí misma a partir de entonces que siempre tendría cerca el móvil.
Algo de lo que se alegraba, pues había algo en aquel conductor y en el lugar al que las estaba llevando que le daba muy mala espina. Debra vió que el puente de Brooklyn se cernía por encima de sus cabezas. Era una imagen magnífica que aparecía en muchas películas, pero entonces sólo le provocó terror. El doctor Haut no las llevaría nunca allí. Algo no iba bien.
¿No le había dicho el tipo que la acababa de llamar que era del FBI?
Daba igual.
Debra apretó la tecla de «RELLAMADA». Oyó cómo descolgaban y luego una voz metálica que le preguntaba:
—¿Señora Scott?
Debra se aclaró la garganta y dijo en voz alta:
—¿Por qué quiere el doctor Haut que nos reunamos bajo el puente de Brooklyn? ¿A nadie más le parece raro?
El conductor, sin embargo, no le prestó atención. Con una mano accionó los controles del aire acondicionado y con la otra se llevó algo a la cara. ¿Qué diantre estaba haciendo?
—El ambiente está muy cargado aquí dentro —dijo el conductor con voz apagada—. Ventilémoslo un poco mientras esperamos al doctor Haut.
Una fresca ráfaga de aire surgió de las múltiples rejillas que había en el techo de la furgoneta. Olía a almendras dulces.
—¿Está usted ahí, señora Scott?
En ese momento, a Debra se le estaban pasando muchas cosas por la cabeza: lo extraño de aquella repentina excursión, el tipo del teléfono diciéndole que era del FBI, Jeffrey, «cariño», las almendras. Pero pronto se olvidó de todo, porque el aire se volvió untuoso y dulzón, y de repente empezó a sentir que tenía mucho, mucho sueño.
No hizo falta demasiado gas, la verdad. El suficiente para darle a Sqweegel tiempo de aparcar, sacar los cuerpos inconscientes de las viudas de la furgoneta, dejarlas en el suelo, desnudarlas, atarlas, preparar el soplete y esperar a que se volvieran a despertar.
Utilizar la menor cantidad posible de materiales le proporcionaba un perverso placer a Sqweegel. En aquel caso, sólo había necesitado un pequeño frasquito de gas que había vertido directamente en el tubo del sistema de ventilación del vehículo. Lo había probado en múltiples furgonetas a lo largo de los años hasta que por fin había encontrado el equilibrio perfecto entre volumen cúbico y peso corporal. Le había llevado mucho tiempo lograrlo, pero ahora apenas le costaba unos peniques.
La cuerda y el soplete no costaban más de veinte dólares.
Ni siquiera hacía falta una cuerda reforzada. Únicamente había que hacer nudos que se apretaran más cuanto más forcejeara la víctima.
Y ahora las mujeres se estaban despertando y empezando a tratar de librarse de las ataduras. Maldiciéndose a sí mismas. Maldiciéndolo a él.
No veían mucho… todavía.
Sqweegel abrió la espita del soplete, luego cogió el encendedor metálico que llevaba en el cinturón y encendió la llama.
Entonces pudieron ver dónde se encontraban. Era un pequeño patio de cemento que se hallaba justo debajo del puente, al final de una empinada cuesta que descendía casi a nivel del río. Un pequeño trozo de Manhattan completamente olvidado, excepto por las ratas y las palomas. Sus cagadas blancas cubrían el suelo. Sqweegel se preguntó si las señoras sentirían la mugre y la mierda bajo sus tetas y barrigas desnudas.
—¿Dónde cojones estamos? —gritó una de las viudas—. ¿Qué nos has hecho?
Sqweegel empezó a dar vueltas alrededor de ellas mientras hablaba.
—Vuestros maridos se ganaban la vida apagando incendios. Os conquistaron, se dejaron la piel para que tuvieseis la vida que queríais. Y, sin embargo, en cuanto sus cuerpos quedaron sepultados bajo las torres —Sqweegel le dio una patada a la viuda que tenía más cerca para separarle un poco más las piernas—, os abristeis de piernas ante unos desconocidos, los alejasteis de sus familias y cobrasteis los suculentos cheques de las aseguradoras. Ahora os toca sentir lo mismo que sintieron vuestros maridos. Sin siquiera una pizca de esperanza y con la certeza de que estáis a punto de ser devoradas por las llamas del infierno.
Sqweegel recorrió la hilera de mujeres agitando la brillante llama azul del soplete por encima de sus cabezas. Crepitó y surgió una fugaz llamarada. El aire húmedo quedó impregnado del amargo perfume del pelo chamuscado.
Luego utilizó una bota para voltear a una de las viudas, la que había contestado el móvil. No pudo ponerla boca arriba, claro está, pues tenía los tobillos y las muñecas atados. Se quedó sobre el costado derecho. La mujer intentó entonces apartarse de él arrastrándose, tratando de liberarse de las ataduras. Sqweegel vió que su piel lechosa enrojecía al forcejear.
La detuvo sujetándole el codo izquierdo con la mano enguantada. Cuando las extremidades están bien atadas, no hace falta mucha fuerza para inmovilizar completamente a alguien.
Entonces utilizó la llama del soplete a modo de linterna para iluminar su cuerpo. Ella se retorció como si ya pudiera sentir el intenso calor.
—Que te jodan —le espetó Debra. Su voz resonó contra el cemento y el metal del patio.
—El mundo no debería tener que ver eso —prosiguió Sqweegel señalando la entrepierna de la mujer—. Dejemos que las llamas de la justicia den buena cuenta de tus partes pudendas.
Ella gritó, pero él fingió que no la oía. Bajó el soplete para que su reluciente llama azul quedara entre las rodillas de Debra… y entonces la empezó a acercar lentamente hacia su cuerpo. Sentía cómo ella corcoveaba y se retorcía, totalmente incapaz de alejarse de él…
De repente, no muy lejos de allí, sonó un teléfono móvil.
El sonido provenía del interior de la furgoneta, que estaba aparcada junto al patio.
—Oh —dijo Sqweegel—. ¿Has dejado el móvil encendido? Lo pagarás caro. ¿Se puede saber quién te llama ahora?
—¿Por qué no contestas y lo averiguas?
A Sqweegel lo pudo la curiosidad. El soplete podía esperar un momento. Tenía que ver quién llamaba. Se dirigió rápidamente hacia la furgoneta. Encontró el móvil en el suelo, justo cuando sonaba por cuarta vez.
Se lo llevó a la oreja. Podía incluso ser divertido.
—¿Sí?
—Sqweegel —dijo la voz—. Aquí un viejo amigo. ¿Me ves?
La confusión se apoderó de él. ¿Su cazador? ¿Dónde?
—No —susurró.
No pudo evitarlo.
—Bien.
Y entonces el disparo de una pistola resonó bajo el puente y las viudas desnudas comenzaron a gritar.
La bala hizo que Sqweegel se diera la vuelta. El teléfono móvil y el soplete se le cayeron de las manos. Este último rodó por el suelo de cemento. Sqweegel se golpeó la espalda contra el lateral de la furgoneta. Las viudas seguían pidiendo ayuda a gritos.
En el horizonte, a nivel de calle, Sqweegel vió que Dark aparecía en lo alto de la cuesta pistola en mano. Había empezado a bajar la pendiente corriendo y disparándole al mismo tiempo.
Sqweegel se apartó hacia la derecha en el momento en que dos balas impactaban contra la furgoneta. Se oyó un estruendo metálico seguido por una lluvia de cristales rotos.
Se dejó caer al suelo y empezó a arrastrarse; sentía un dolor agónico en el hombro izquierdo.
«Ignora el dolor. No es más que una señal de advertencia del conjunto de cables que recorre el cuerpo. Concéntrate en él. El cuerpo te ayudará a escapar, el dolor no. El dolor sólo te distraerá».
Sqweegel se arrastró rápidamente hacia el puente. Había localizado un lugar seguro con antelación, por si surgía una emergencia como aquélla. Siempre lo hacía, aunque no hubiera tenido necesidad de utilizarlos desde hacía más de una década. ¿Cómo lo había encontrado Dark tan rápido?
«El móvil. Esa zorra lo había dejado encendido».
Mientras las balas seguían silbando a su alrededor, Sqweegel se escabulló por un lado del puente, quedando fuera de la vista de Dark.
Se tomó un momento para poner en funcionamiento una parte del plan de huida, con la que esperaba despistar a su cazador durante unos valiosos instantes. Quizá suficientes para poder escapar. O quizá no.
Entonces —a pesar del dolor que sentía en su palpitante hombro—, Sqweegel rodeó con los dedos el herrumbroso borde de metal de la puerta y tiró con fuerza. El movimiento provocó que otra oleada de agudo dolor recorriera su sistema nervioso.
«No es más que una señal de advertencia de un conjunto de cables…».
Y volvió a tirar.
«El cuerpo te ayudará a escapar, el dolor no…».
Y volvió a tirar hasta que por fin abrió su diminuto escondrijo.
Dark rodeó la esquina de la base del puente a tiempo para ver las ondas que se extendían sobre la superficie del East River.
Frenó en seco sobre las rocas y la tierra, apuntó y disparó cuatro veces a un imaginario reloj flotante: a las nueve, a las once, a la una, a las tres.
Nada.
Con los ojos fijos en el agua, Dark bajó la pendiente mientras recargaba la pistola. Sabía que al menos le había dado una vez a aquel cabrón. ¿Dónde cojones estaba? ¿Es que no tenía que salir a la superficie para respirar? Pero la impasible superficie del East River no daba ninguna señal.
Se estaba comportando otra vez como un investigador racional.
No pensaba como el monstruo.
Dark dio media vuelta y observó los cimientos de mampostería del puente, unos gigantescos bloques de piedra que soportaban el peso de los miles de coches y peatones que iban cada día de Manhattan a Brooklyn y viceversa. A cualquier otra persona le habría parecido un callejón sin salida. Cualquiera que estuviera huyendo de la justicia se habría alejado lo más posible del puente. El monstruo no.
No si —como Dark en aquel momento— había visto el desvaído letrero amarillo y negro de un refugio nuclear abandonado que colgaba de una puerta salpicada de herrumbre.
Dark recargó la pistola, abrió la puerta y entró en el refugio. Un nauseabundo olor a moho lo rodeó y la completa oscuridad le provocó la sensación de tener la cabeza cubierta con una capucha. Bajo las botas sentía el crujido de los cristales a medida que avanzaba con la pistola en la mano.
Intentó no preocuparse por la total oscuridad. Se imaginó que volvía a estar en la lúgubre Mater Dolorosa de Roma. Aquella noche no encontró a Sqweegel gracias a la vista, sino a un sentido completamente distinto.