Nivel 26 (22 page)

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Authors: Anthony E. Zuiker

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller

BOOK: Nivel 26
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—No es eso.

—¿Entonces qué?

—El único modo de cazarlo es convertirse en él. Pensar las mismas cosas enfermizas que piensa él. Introducirse en su mente perversa e intentar encontrarle un sentido. Pero yo no puedo hacerlo. Ya no. No si por las noches duermo contigo. No con el bebé que estamos a punto de traer al mundo. Eso es lo que no comprendes. Si intento capturar a ese monstruo, temo no volver a ser el mismo. Y eso me asusta.

Sibby estiró el brazo y le tocó la cara. Se la alzó para poder mirarlo directamente a los ojos. Para poder establecer una conexión como lo habían hecho incontables veces antes: sus almas desnudas frente a frente. El tipo de conexión que se establece cuando las palabras, las sensaciones físicas y todo lo demás desaparece y uno permanece ante el otro completamente expuesto.

—Te conozco —dijo ella con tranquilidad—. Y sé que esa posibilidad no existe.

Entonces llamaron a la puerta. «¿Más enfermeras? ¿Ahora? —pensó Sibby—. ¿Tienen que interrumpirnos ahora?».

Pero no era el personal del Hospital Socha. Era el antiguo jefe de Steve, Tom Riggins.

—Siento interrumpir —dijo—, pero el avión de Wycoff acaba de aterrizar y quiere vernos inmediatamente para que le hagamos un informe de la situación.

Steve volvió a agachar la cabeza, pero Sibby no lo dejó.

—Ve a detener a ese pirado —le dijo—. No importa lo que ocurra, yo estaré aquí esperándote cuando regreses.

—Dark —dijo Riggins—. Sé que éste no es el mejor momento, pero de verdad que nos tenemos que ir.

Steve agachó la cabeza, suspiró, y luego se incorporó lentamente, como un niño al que obligan a abandonar una cama segura y caliente para subirse a un frío y duro autobús escolar.

Sibby extendió la mano y le acarició los dedos una vez más.

—Te quiero —le dijo.

Steve abrió la boca como si fuera a decir algo, pero luego cambió de opinión y se inclinó para darle un beso.

—Te lo devolveré sano y salvo, no te preocupes —intervino Riggins.

Steve se volvió para mirarla una vez más, con nostalgia en los ojos. Luego se fue.

Capítulo 61

Pista de aterrizaje privada/Aeropuerto Internacional de Los Ángeles

03.55 horas

Dentro de la cabina despresurizada del Air Force Two, el secretario de Defensa Norman Wycoff esperaba a Riggins y a Dark. Parecía un animal enjaulado a la espera de abalanzarse sobre sus guardianes en cuanto tuviera oportunidad.

Dark estudió a Wycoff con atención. Tenía mal aspecto. No lo conocía personalmente, cierto, pero tampoco le hacía falta para saber que no había tenido un buen día. Su camisa Oxford de cuello abotonado tenía pinta de haber soportado varias capas de transpiración y de haberse secado después bajo el aire acondicionado. Unas oscuras ojeras se adivinaban debajo de sus ojos, que se movían de un lado a otro con nerviosismo. Tenía el pelo ligeramente graso, al igual que la punta de la nariz y las orejas… como si hubiera pasado demasiado tiempo desde su última ducha. Tenía los labios y la lengua resecos, y su rosada piel llena de manchas emitía un fuerte olor. Wycoff había estado bebiendo. Por el aspecto de la pequeña papelera que había junto a su asiento, debía de haber estado de copas durante todo el trayecto desde Washington. No había ni vasos ni hielo, sólo un montón de pequeñas botellas de plástico.

Además, no dejaba de hurgarse los dientes con la uña, como si estuviera intentando sacarse un trozo de carne.

—¿Y bien? —dijo Wycoff—. ¿Estamos ya a punto de capturar a ese monstruo?

Riggins suspiró.

—He trasladado a mis mejores agentes hasta aquí y estamos siguiendo activamente todas las pistas…

—Oh, que le jodan —le espetó Wycoff—. No me venga con esas estupideces que les cuenta a los periodistas. ¿Qué tienen? ¿Han descubierto alguna pista que podamos utilizar?

—Quizá —le contestó Riggins. No quería mencionar la pluma de pájaro hasta que supieran algo más acerca de ella. Lo último que necesitaba era que Wycoff la reclamara, se la llevara a sus agentes y se entrometiera en todo, en definitiva.

—¿Quizá? —preguntó Wycoff—. Riggins, le juro que si no empieza a darme respuestas de verdad…

Dark tosió.

—Lo siento. Ha sido una noche muy larga. ¿Le importa si me sirvo un poco de agua?

—Usted mismo —contestó Wycoff mientras se hurgaba entre los dos dientes frontales con la uña.

Dark encontró una pequeña botella de plástico de agua mineral en la nevera. Al abrirla, el tapón se le cayó al suelo. Se agachó para recogerlo y depositarlo en la papelera.

Wycoff se irguió, como si alguien le hubiera susurrado al oído que una cámara de la CNN lo estaba enfocando.

—Escúchenme. No voy a descansar hasta que ese hijo de puta sea capturado y ejecutado por lo que ha hecho. Eso significa que no me voy a ir de Los Ángeles hasta que eso ocurra. Considérenme una parte activa de la investigación.

Justo en ese momento, una de las azafatas entró en la cabina e interrumpió a Wycoff. Éste se inclinó hacia ella y, aprovechando para manosearla, le pidió algo al oído.

Poco después, la mujer regresó y le dio a Wycoff el palillo que le había pedido. Dark aprovechó aquel momento para meterse en el bolsillo el objeto que acababa de coger sin que nadie lo viera y que había ocultado en una bolsa para vómitos oficial del Air Force Two.

«¿Una parte activa de la investigación? Así será —pensó Dark—. Más de lo que te esperas».

Capítulo 62

Nueva York/Hell's Kitchen

06.37 horas, horario de la Costa Este

Mientras deambulaba por las calles de Manhattan a primera hora de la mañana, Sqweegel hizo unas cuantas compras.

Se trataba de una novedad que debía disfrutar. La mayoría de las cosas las obtenía mediante pedidos online, utilizando cuentas asociadas a identidades falsas, apartados de correos e inmuebles cuyo único propósito era recibir los paquetes. Aquello era esencial para su misión.

Y así había hecho la mayoría de las compras para su excursión a Nueva York. Resultaba demasiado arriesgado, por ejemplo, alquilar una furgoneta blanca en persona. Era mejor pedirla por Internet y luego aprovecharse de cualquiera de los puestos automatizados que hacían del alquiler de vehículos una experiencia completamente anónima.

Había varias cosas en la lista, sin embargo, que podía comprar en persona.

Sobre todo porque llevaba un disfraz que le daba un aspecto similar al de la mayoría de los residentes de la ciudad: absolutamente convencional. Gorra hasta las cejas. Cazadora negra sobre los hombros. Zapatillas de deporte blancas.

De modo que durante aquel viaje aprovechó la oportunidad.

Primera parada, la noche anterior: una de las últimas ferreterías independientes de Hell's Kitchen. El suelo era de listones de madera y parte de la mercancía estaba expuesta en barriles también de madera, no en estantes con códigos de barras e inventariados por ordenador. Sqweegel sonrió al cajero y se llevó un soplete, un encendedor metálico, una pala de jardín y unas tijeras de podar. No era más que otro neoyorquino al que por las noches le gustaba hacer un poco de bricolaje en casa.

Siguiente parada, aquella mañana: un colmado abierto a primera hora para la gente que acudía cada día a trabajar a Manhattan desde fuera de la isla. Había muchos; las grandes cadenas de supermercados aún no habían averiguado cómo infiltrarse en la Gran Manzana. Deambuló por los pasillos estrechos y abarrotados hasta que encontró lo que buscaba: sal de mesa en un recipiente de cartón. También cogió un recipiente de plástico pensado para que los clientes se prepararan ensaladas para llevar y lo llenó de tomates
cherry
.

La parada final antes de retirarse a su escondrijo de Manhattan —Sqweegel tenía guaridas ocultas por todo el mundo— no fue en una tienda. Regresó a la orilla del Hudson, a uno de los pocos terrenos sin industrializar ni privatizar que quedaban cerca del río, sacó la pala de jardín de la bolsa y empezó a cavar.

Al cabo de unos minutos encontró su grueso y escurridizo premio. Lo colocó sobre el montón de tierra y luego tiró dentro los tomates. Que los carroñeros del Hudson los disfrutaran.

Entonces, con mucho cuidado, depositó el caracol en el recipiente. El bicho no entendía dónde se encontraba. A Sqweegel le pareció un ejemplar inusualmente hermoso, con manchas de distintos tonos de marrón y verde.

«¿Qué le hiciste a Dios para merecer una existencia que consiste básicamente en permanecer enterrado en vida?».

Utilizó las tijeras de podar para hacer unos agujeros en la parte superior del recipiente y luego lo colocó en la bolsa de papel marrón junto con el resto de cosas que había comprado en la tienda. Afortunadamente, pensó Sqweegel, el caracol no sabía leer. Si no, se estaría empezando a preocupar. Sobre todo, si hubiera intuido lo que Sqweegel tenía planeado para él.

En cambio, su cazador, Dark, sí sabía leer. Sabía leer extraordinariamente bien.

Sqweegel escudriñó el interior de la bolsa y observó cómo el caracol se movía y deslizaba distraídamente por las paredes de su prisión de plástico. Pensó en Dark, forcejeando contra sus propias barreras, sobre todo contra aquellas que Sqweegel había levantado especialmente para él. Dark era un hombre mortal con el talento de ver cosas que muy pocos eran capaces de ver. ¿Empezaría ya a entender los mensajes que le había estado enviando?

«Sí —pensó Sqweegel—. Creo que sí».

Para jugar con caracoles,

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Capítulo 63

Malibú, California

04.38 horas, horario del Pacifico

Al abrigo de la noche, una mano enguantada abrió la cremallera de una pequeña bolsa y extrajo de ella un cortavidrios y una ventosa. La ventosa se adhirió al cristal, el cortavidrios realizó sobre él un círculo perfecto. Finalmente, el disco de cristal cedió.

Metió la mano por el agujero y abrió el pestillo de la puerta corredera.

Ya estaba dentro.

Otra vez dentro de casa.

Subió reptando la escalera y se dirigió al dormitorio principal, después de dejar su ropa atrás, como una mariposa que se deshace de su crisálida. Se movía con exasperante lentitud.

El intruso se detuvo en el umbral y miró hacia el interior de la habitación vacía, completamente despojada de muebles y de cualquier otra señal de que una pareja había vivido antes allí. La recordó cuando estaba llena de cosas: la cama de matrimonio, el televisor de pantalla plana, los perros dormidos… Se lo imaginó todo mientras entraba en la habitación a gatas, apoyado sobre los dedos de las manos y las puntas de los pies.

«Nada de lógica deductiva. Nada de pensamientos razonados. Tampoco instinto. Ni corazonadas. Soy el monstruo: ¿qué estoy pensando?».

Se deslizó hasta la cama imaginaria. Se quedó allí un largo rato, intentando situar su mente en el punto adecuado.

Dark quería saber qué se sentía al abalanzarse sobre una mujer dormida e indefensa.

Se imaginó a Sibby hecha un ovillo sobre la cama. Pero no era Sibby. Su Sibby. No, tan sólo era alguien cercano a su adversario. Una mujer a quien podía usar. Una mujer con la que podía divertirse un rato.

Abrió la cremallera de la capucha imaginaria que llevaba en la cabeza y cogió el trapo imaginario que ocultaba, ya empapado en cloroformo. Lo apretó con fuerza sobre la boca de Sibby. Notó cómo se resistía y forcejeaba.

Y entonces la pantalla se quedaba en blanco.

«¿Qué pasa ahora? ¿Qué le hace el monstruo?».

Le dolía pensarlo, pero a la mierda con el dolor. Si quería atrapar a ese asqueroso hijo de puta tendría que pensar como él, y luego pensar mejor que él. No podía echarse atrás porque le resultara demasiado doloroso.

«Detenlo —le había dicho Sibby—. Yo estaré aquí cuando regreses».

«Adelante».

«Sé el monstruo».

«Tienes ante ti a una mujer hermosa, embarazada e inconsciente, tumbada sobre la cama, desnuda e indefensa. Tú eres el monstruo y te mueves con total libertad por la habitación. Puedes hacerle lo que quieras. ¿Qué le haces».

«¿Le haces daño al bebé? ¿Le introduces los dedos a ella en la vagina por curiosidad? No, no eres curioso. Lo sabes todo sobre los bebés, porque a veces los dejas vivir. No le harías daño a la criatura. Es inocente, está libre de pecado. Por ahora».

«Pero la mujer, en cambio… ¿cuál es su pecado? ¿Por qué le pasas los dedos por el clítoris húmedo, le abres los labios y la examinas como si fueras un médico? No le dejas ningún moratón visible, ni tampoco cortes o rasguños, pero le haces daño. La dejas confundida. Haces que a la mañana siguiente se pregunte qué ha sucedido. La obligas a mentir a su marido».

«¿Es ella una de las que caerán?».

«¿O una de las cuatro que suspirarán ».

«Eres el monstruo; estás intentando decirle algo al mundo… ¿Qué? ¿Qué necesitas más que obedecer a tu impulso primario de cortar, y follar, y retorcer, y destripar, y romper, y chupar, y lamer, y golpear, y abofetear a la mujer que tienes delante?».

«¿Por qué has venido aquí esta noche, Monstruo?».

Con mucho cuidado, Dark entró en el cuarto de baño del dormitorio y abrió el grifo del agua caliente. Dejó que el vapor inundara el cuarto. Luego escribió el número de teléfono en el espejo, tal como Sqweegel había hecho. Exactamente igual.

Luego, cuando el vapor se disipó, empezó su búsqueda. Las baldosas del suelo. Las paredes de la ducha. Los lados del lavamanos. Centímetro a centímetro, meticulosamente.

Y entonces oyó el leve pitido de su teléfono al pie de la escalera. Acababa de recibir un mensaje de texto.

Era de Josh Banner. Ya tenía los resultados.

Capítulo 64

05.45 horas

Riggins se había llevado a Los Ángeles al mejor especialista en ADN de Casos especiales. Aun así, Dark había vuelto a recurrir a Banner. Ambos hablaban el mismo lenguaje. Y Banner no se dejaría enredar por los tejemanejes de Casos especiales. Se concentraría en la tarea y dejaría de lado todo lo demás. Para Banner, el trabajo lo era todo.

Dark estaba con él en aquel momento, a la espera de los resultados. Sólo faltaba un minuto, le aseguró el forense. Había cogido unas tijeras quirúrgicas, había recortado muestras del suelo del dormitorio de la madre adolescente —la víctima del vídeo— y las había introducido en un tubo de ensayo. Luego había añadido una solución salina para facilitar la extracción del ADN, y después había dejado que el espectómetro de masas hiciera su trabajo. El tubo giraba y rotaba bajo el haz de luz.

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