—Tómatelo —repitió él.
Sentía con claridad la afilada punta del cuchillo; era como si ya se lo hubiera clavado en el ojo y le hubiera atravesado el cerebro. Con manos trémulas, cogió la botella.
—Así, bébetelo.
Ella abrió el tapón a prueba de niños, se llevó la botella a los labios y empezó a beber. Un poco de aceite de ricino le resbaló por la barbilla. Era como tragarse un grasiento metal líquido.
Sqweegel dejó escapar un pequeño resoplido de satisfacción y apartó el cuchillo del ojo de Sibby. Ella supo inmediatamente que la había cortado. Incluso antes de sentir el dolor, los nervios dañados le transmitieron el mensaje en forma de un estallido de pánico ardiente. Esperó la confirmación del cálido fluido.
—Bébetelo —le dijo Sqweegel—, o te sacaré al bebé del coño a cuchilladas.
La sangre empezó a resbalarle por la mejilla, recorriendo el pómulo hasta llegar a la comisura de los labios. «Bébete el aceite de ricino, no tu sangre. Si pruebas la sangre vomitarás. Y eso podría hacerle daño al bebé. Trágatela y olvídate; cierra los ojos y piensa en un modo de escapar de esta pesadilla».
Mientras el agente del pelo a cepillo se acercaba a Dark, éste bajó la mirada hacia las escamas metálicas que transportaban las maletas de su vuelo en un bucle infinito hasta que sus dueños las recogían. Pero no dejó de observarlo por el rabillo del ojo. Advirtió que el matón se sacaba algo del bolsillo, de un modo despreocupado, como si se tratara de un paquete de chicles.
Pero Dark sabía que no era eso. Pelo-cepillo le estaba quitando el plástico protector a una jeringuilla, liberando la aguja con los dedos.
Pelo-cepillo no quería montar una escena. Sólo necesitaba un par de segundos para clavarle la jeringuilla a Dark, presionar el émbolo y esperar a que la ketamina hiciera efecto. Luego conduciría a su amigo borracho hasta el coche y lo llevaría a casa, y «colega, más valía que a partir de ahora se mantuviera alejado de las botellitas de alcohol…».
Pelo-cepillo estaba a unos pocos metros. Jeringuilla en mano, fuera de la vista.
Dark se agachó y cogió —más o menos al azar— un neceser redondo, hecho de tela y con una asa de plástico en la parte superior.
Pelo-cepillo se abalanzó sobre él.
Dark se volvió de golpe y levantó la bolsa rápidamente. La aguja se clavó en un lateral.
Luego Dark le dio un cabezazo al matón en toda la nariz.
Sibby notó cómo el aceite de ricino recorría su sistema digestivo. Lo único que evitaba que se pusiera a vomitar eran las tranquilizadoras patadas que el bebé le iba dando a cada poco.
—Comida picante —le dijo él al cabo de un rato—. Te va a encantar lo que te he preparado.
Sqweegel la obligó a tumbarse otra vez en la camilla y se dirigió hacia una pequeña mesa cubierta con un mantel de color hueso y —por improbable que pudiera parecer— los bordes de encaje. ¿Era aquello lo que los monstruos usaban para entretener a sus invitados? Parecía fuera de lugar. A Sibby casi le entraron ganas de reír. Pero no podía. Porque en cuanto lo hiciera, también empezaría a llorar, y no quería. No delante de aquel pirado.
El aroma de las guindillas, la salsa de tomate, las grasientas judías y el queso cuajado le provocó náuseas. Contuvo una arcada.
Sqweegel metió el tenedor en aquel mejunje —algo parecido a una enchilada— y con el borde separó una gran porción.
—Pruébalo. Te gustará.
Le acercó el tenedor a la boca.
Sibby le escupió en la cara.
El pirado ni siquiera se inmutó. En vez de eso, le clavó los dientes del tenedor en el trémulo labio inferior. Sibby sintió el ardor de las especias al entrar en contacto con la sangre.
—Podría abrirte la mandíbula con un instrumento metálico que tengo —la informó Sqweegel—, pero eso dificultaría la masticación, y francamente, la comida no entra en contacto con la lengua. Hay que saborear las especias para que hagan efecto.
Ella se metió la comida en la boca e intentó tragársela rápido, pero las manos de Sqweegel le sujetaron la mandíbula y empezaron a movérsela arriba y abajo. Ella se preguntó si tendría fuerza suficiente para birlarle el tenedor y hundírselo en la cuenca del ojo. Y, a partir de ahí, ya improvisaría. Sin embargo, a juzgar por la presión de aquellas manos en su mandíbula, Sqweegel era fuerte. Además de rápido. Ella estaba drogada, embarazada y recuperándose de una intervención quirúrgica. Carecía de los reflejos necesarios para derribarlo. Tendría que pensar en otra cosa.
—Mastica —le dijo él—. Saboréalo. Me he esforzado mucho en prepararlo.
Mientras corría, Dark se llevó la mano a la frente. Sangre. No sabía si era suya o de Pelo-cepillo; o quizá de ambos. Pero eso no importaba. Estaba en movimiento y había dejado a Pelo-cepillo temporalmente fuera de combate, tambaleándose junto a la cinta transportadora de equipajes y asustando a la gente que había ido a Los Ángeles a disfrutar de un poco de sol y diversión.
Dark salió por las amplias puertas corredizas y empezó a caminar por la acera en busca de alguna puerta abierta. Cualquier puerta abierta. Le valía incluso un autobús de alquiler que pusiera algo de distancia entre él y su perseguidor.
A sus espaldas, Dark oyó una serie de gritos, seguidos de un disparo.
En algún lugar del sur de California
Era más tarde. Quizá unos cuantos minutos. O quizá una hora. Sibby quería vomitar pero se sentía incapaz de reunir la energía necesaria para ello. Odiaba estar tan débil. Por dentro, se sentía llena de fuego y furia, pero no conseguía trasladarlos a sus miembros inútiles.
Y entonces aquel fantasma pirado volvió a aparecer delante de ella, con la mano extendida, ofreciéndole un puñado de gordas pastillas que más bien parecían fragmentos de insectos sobre la palma de su mano.
—Cohosh azul y negro —le explicó él como si la estuviera informando de los platos especiales de la cena—. Se ha demostrado que estas hierbas inducen el parto. Tómatelas, y luego comprobaremos la dilatación.
Sibby se tomó las pastillas. Se las tragó con agua, robóticamente. Entonces recobró las fuerzas por un segundo y le lanzó el vaso a Sqweegel. Hizo un ruido sordo cuando le golpeó en la cabeza. Después cayó al suelo haciéndose añicos.
Ella ya sabía que no funcionaría, pero no podía quedarse sentada sin hacer nada.
Sqweegel la cogió del pelo y tiró con fuerza hacia atrás, dejando expuesto su cuello.
Tenía que luchar contra él con lo único que le quedaba: con su mente.
—Las pastillas eran el cuarto paso, querida. Pero no tenemos por qué quedarnos aquí sentados esperando a que hagan efecto. No, no, no. Es mejor que sigamos adelante. ¿Quieres saber en qué consiste el quinto?
—No. ¿Por qué no te pones un delantal y te vas a cocinar otra enchilada, maricón?
—No, no, no. El quinto paso es el sexo, claro está —continuó él casi escupiendo las palabras como un escolar intentando asustar a sus compañeros de clase.
—Ni se te ocurra acercarte a mí.
—Pero si ya lo hemos hecho antes —musitó coquetamente Sqweegel—. Y la verdad es que ya tenía ganas de repetir.
—¿Éste es el único modo que tienes de conseguir sexo? ¿Drogando a las mujeres? ¿Atándolas?
—Así que te acuerdas. Sí, lo hemos hecho antes. Pero será mucho más interesante contigo despierta. Intenta resistirte, por favor.
El pirado volvió a cambiarla de posición, dejándole medio cuerpo fuera de la camilla antes de darle la vuelta. La barriga de embarazada no le permitía quedarse completamente boca abajo, así que tuvo que adoptar la incómoda posición de apoyar todo el peso de la parte superior de su cuerpo sobre la cadera derecha.
Entonces él se puso encima, sobre ella, y le pasó los dedos por los brazos. Sibby notó algo frío y metálico en su piel. Un instante después le esposó las manos a la barandilla de la camilla. Tenía las piernas inmovilizadas por la necesidad de sostener el peso de su propio cuerpo. Apoyó los pies desnudos contra el frío suelo, flexionó los dedos sobre el cemento como si con ellos pudiera cavar un agujero por el que escapar. No podía hacer nada más.
Nada salvo arremeter con la única arma que le quedaba.
—Yo te follé y creé este bebé —dijo Sqweegel—. Ahora voy a follarte otra vez y lo voy a traer al mundo.
Sibby oyó el sonido de los dientes de una cremallera abriéndose.
—¿Es eso lo que crees? —preguntó ella intentando que el tono de sus palabras fuera lo más burlón posible—. ¿Que eres el padre de este bebé?
Podía sentir su cálido y apestoso aliento detrás de la oreja.
—Tú sabes la verdad.
—No eres más que un chaval —se rió ella—. No tienes ni idea de la conexión que se establece entre una madre y el hijo que lleva en el vientre. Sé que este bebé no es tuyo. No cabe esa posibilidad. Mi cuerpo habría rechazado cualquier cosa que tuviera que ver contigo. Habría sufrido un aborto espontáneo. Y yo lo habría tirado por el retrete.
Ella se volvió y le lanzó una mirada por encima del hombro. El perturbado se quedó inmóvil, como si alguien hubiera vuelto a presionar el botón de PAUSA. La miró fijamente a través de los agujeros de la máscara.
Luego ladeó la cabeza hacia la derecha.
—Está bien, mami —le dijo—. ¿Y qué te parece si de todos modos te follo y acelero el proceso?
—Espera —pidió Sibby—. Ya empieza.
—¿El qué?
—El bebé. Ya viene…
El perturbado la observó con recelo.
Pero no bromeaba.
Oh, Dios, de entre todos los momentos y de entre todos los sitios espantosos que había en el mundo.
Los calambres eran cegadores y dolorosos, como si alguien hubiera envuelto su estómago con un tensiómetro y no dejara de inflarlo cada vez más y más…
—Entonces supongo que deberíamos pasar al sexto paso —comentó Sqweegel—. La extirpación de las membranas.
Sqweegel ató de nuevo a Sibby a la camilla. Volvió a separarle los pies, le colocó las piernas bien abiertas y le sujetó las manos a los lados.
Sqweegel bajó la mirada hacia ella mientras se ponía un guante de goma sobre la mano ya enguantada. ¿Estaba de broma? ¿Ahora, en medio de todos sus tormentos, se burlaba de ella?
—La extirpación de las membranas consiste en separar el saco amniótico del útero —explicó lenta y cuidadosamente, como si esperara que ella asintiera. O quizá incluso que le agradeciera la explicación.
—¡Te odio, pedazo de mierda! —exclamó entrecortadamente Sibby. Las contracciones eran todavía más intensas y apenas tenía fuerzas para susurrar. Aun así, siguió encarándose con él, desesperada por decir algo que la ayudara a salir de aquélla—. Te freirán por todo esto.
—¿Oh? ¿Y ya está? De Dark espero mucho más, la verdad.
Exterior del aeropuerto de Los Ángeles
13.00 horas, horario del Pacífico
Dark había sido derribado.
El agente Nellis se acercó a él con mucho cuidado, apuntando al suelo con su arma. Los que lo rodeaban estaban histéricos. La policía aeroportuaria estaba de camino, muy probablemente seguida de un pelotón de agentes aéreos. Debía terminar con aquello rápido y evitar las chorradas de los otros cuerpos de seguridad.
Necesitaba requisar un taxi. Meter el cuerpo en el asiento de atrás. Y llevarlo a algún sitio para deshacerse tranquilamente de él. Eran órdenes del propio Wycoff.
Y para hacer todo aquello el agente Nellis disponía de aproximadamente un minuto.
Nellis sabía que no debería haber disparado. Era muy arriesgado hacer algo así en público. El modus operandi de Artes oscuras consistía en actuar sigilosamente, intentando pasar lo más desapercibidos posible. Pero el cabezazo en la nariz le había tocado los huevos. Vale, sí, lo de la aguja formaba parte del juego. ¿Pero el maldito cabezazo? Le dolía la nariz como si se la hubieran golpeado con un bloque de hormigón y luego le hubieran prendido fuego. No tenía intención alguna de presentarse ante Wycoff con la nariz rota y una excusa cutre para explicar la huida de Dark.
Le dio la vuelta al cuerpo con el pie, dispuesto a dispararle otra vez si hacía falta.
Y en aquel momento, Nellis se dio cuenta de que había cometido otros dos errores.
Se había olvidado de comprobar si había sangre alrededor del cuerpo de Dark. Un disparo como aquél debería de haber provocado salpicaduras.
Y también se había olvidado de recuperar la jeringuilla que había clavado en el neceser. Si se hubiera tomado la molestia de hacerlo, se habría dado cuenta de que no estaba allí.
Dark se la había llevado.
Y ahora se la acababa de clavar a Nellis en el muslo. Su contenido lo dejaría inconsciente en dos segundos.
Uno…
En algún lugar del sur de California
Por fin había llegado la parte que Sqweegel había estado esperando desde que concibió aquello.
El juego de palabras era absolutamente intencionado.
Midió la cavidad vaginal de Sibby; había dilatado seis centímetros. Se lo dijo, pero no parecía estar prestándole atención.
Él se volvió hacia una bandeja en la que había más instrumental. Uno de aquellos aparatos brillaba con una leve luz azulada. Pero todavía no era su turno.
Se acercó más a ella. El paso final requería mucha delicadeza.
Levantó un dedo huesudo y lo frotó contra una barra de mantequilla varias veces. Luego lo colocó en el pezón de Sibby y empezó a seguir la línea de su circunferencia. Una y otra vez. Una y otra vez.
Ella forcejeó contra sus ataduras y agitó el pecho. Intentaba liberarse.
Pero aun así él siguió acariciándola una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez.
Ella quería dejar de empujar. Quería impedir lo inevitable. Pero él no iba a permitir que eso pasara. Al cabo de un rato, Sqweegel se detuvo para mirarle la entrepierna. Entonces se retiró a un rincón e inclinó la cabeza como si estuviera rezando.
Para confirmar que la experiencia hace al maestro
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Las virtudes divinas
14.30 horas
Constance Brielle había encontrado a Sqweegel.
O, al menos, estaba razonablemente segura de ello.
Había conseguido averiguar la especie concreta a la que pertenecía la pluma de pájaro que habían encontrado en casa de Dark: se trataba de un camachuelo de las Azores, el más raro de su clase. No se podía encontrar ni vender legalmente en Estados Unidos. Además, se trataba de una especie en peligro crítico de extinción; a sólo dos pasos de la extinción total.