Authors: Alicia Giménez Bartlett
—Nada, inspectora. Voy a mirar en la cocina y el lavabo.
—Pero ¿se puede saber qué buscan?
Me acerqué a él mientras el subinspector salía de nuevo.
—Marta Popescu. ¿Qué tienes que decirme de ella?
—Nada, no sé quién es.
Saqué la pistola, se la enseñé:
—Yo no tengo tanta fuerza como el subinspector. Si tengo que pegarte lo haré con esto; te dolerá.
Me miró esbozando una sonrisa irónica:
—Atrévase.
Le descargué un fuerte golpe en la boca con la culata. Gritó, se llevó la mano a los labios. La sangre había empezado a fluir. Aterrorizado, casi lloroso, balbuceó:
—Pero ¿qué quieren de mí? Les juro que no he hecho nada.
Yo no cambié el tono de voz, ni dejé mi actitud serena:
—Marta Popescu. Adelante, cuéntame.
Entró el subinspector, que soltó una carcajada teatral:
—¡Vaya, inspectora, ha empezado la fiesta sin mí!
—A lo mejor le necesito. Me gustaría ver qué pasa si es usted el que pega con mi pistola.
—¡Eso está hecho, pásemela!
Sánchez se parapetó tras sus manos:
—¡No, por favor! Les aseguro que si supiera lo que quieren saber se lo diría.
—A lo mejor sabes algo de una red de pornografía infantil, quizá sabes lo suficiente como para pudrirte el resto de tus días en la cárcel.
—Se está equivocando, inspectora, de verdad.
—Nos encaminaste a Marta Popescu, ¿por qué? Luego la avisaste de que íbamos al taller de costura, ¿por qué?
—Todo tiene una explicación.
—Adelante, tenemos tiempo para escucharte.
—Ya saben que en ese taller hubo tomate. Cogieron a mucha gente. Marta estaba también metida porque a su hija le hacían fotos, pero se libró. Marta conocía a la niña de la foto, un día vi a las dos crías juntas.
—Se libró porque tú le diste el soplo. El inspector Machado debió de preguntarte algo y sospechaste que se iba a armar una buena. Previniste a esa mujer para que no la pescaran en la redada. Quiero saber por qué.
—Me acostaba con ella, es una mujer guapa, con muy buen cuerpo.
—Bien, sigue.
—Nadie de la organización la delató, se quedó donde estaba y allí ha seguido todo el tiempo.
—¿Estaba en contacto con otra red?
—Le juro que si seguía haciéndole fotos a la niña no lo sé. Ella ya no me decía nada porque no se fiaba de mí, ya estaba al caso de que yo me comunicaba con ustedes.
—De acuerdo, continúa.
—Me fui cansando de ella. Me perseguía, me exigía, me daba el coñazo, hasta me pedía dinero. Llegó a decir que quería casarse conmigo, pero lo que quería eran papeles legales, yo no soy tonto. A mí me gusta follar pero sin complicaciones, ¿comprenden?, sin agobios. De vez en cuando me soltaba amenazas diciendo que le contaría a la poli cómo yo la libré de la redada. Eso era jodido, me podía costar caro, y desde luego podía hacer que quedara mal con el inspector Machado y me retiraran la confianza y la pasta que me gano gracias a ella. Entonces llegaron ustedes preguntando y vi la ocasión de librarme de ella. Pero tenía que andar con cuidado, que no pareciera demasiado fácil, que lo descubrieran por sí mismos. Pero no hizo falta ninguna maniobra más, en cuanto le dije que iban a ir por allí, se acojonó y me dijo que se largaba. No la he visto más. Yo no quería que ustedes la cogieran, sólo que se quitara de en medio, nada más.
—¿Sigue en su casa?
—No, me dijo que se buscaba una casa nueva; pero yo le contesté que no quería saber la dirección. Tampoco me llamó. No sé por dónde para.
—Eso es mentira.
—¡Le juro por Dios que no sé dónde vive!
Iba a pegarle de nuevo, pero el subinspector me paró en seco.
—¿También juras por Dios que no sabes dónde encontrarla?
Contra todo pronóstico lógico, Abel Sánchez se quedó callado, agazapado sobre sí mismo. Remoloneó un momento. Garzón insistió:
—Ahora ya te da igual que la cojamos, Sánchez, no seas burro. Lo único que ella podía largar sobre ti acabas de contarlo... A no ser que haya algo más que no te interese que diga.
—Que no, le aseguro que no; todo ha sido como les he dicho.
—Entonces, suéltalo ya, ¿dónde podemos encontrarla? ¿Sigue con la niña?
—Sí, claro, la hija siempre va con ella. Tiene unos ocho años, ¿adónde va a ir si no?
Intervine, al ver que se abría una brecha importante en aquel tipo:
—¿No te da cargo de conciencia de que esa mujer siga jodiendo a su hija, Sánchez? ¡Por el amor de Dios! Si nos lo dices, probablemente podremos olvidar que libraste a Marta Popescu en la redada.
Cabeceó varias veces, al final puso sus ojos amarillentos en mí:
—Trabaja en otro taller, en l'Hospitalet. Me llamó para darme la dirección, por si quería localizarla. También me dijo que estaría unos días en una pensión, no sé en cuál, y que después me llamaría para darme las señas del piso que se buscara.
—¿Tienes su teléfono?
—No tiene teléfono. Y les juro, eso sí que puedo jurarlo, que no me ha vuelto a llamar; yo mismo estoy sorprendido. Creí que tendría que asustarla otra vez diciéndole que ustedes le seguían la pista de nuevo, pero no hizo falta.
—Danos la dirección.
Fue a buscar la guía telefónica y de la primera página sacó un papel, nos lo tendió. Garzón se lo arrebató, le lanzó una mirada y se lo metió en el bolsillo.
—Me han prometido que no habrá cargos contra mí.
Salimos sin pronunciar ni una palabra. Él volvió a repetir:
—¡Me lo han prometido!
En la calle le dije a mi compañero:
—Póngalo inmediatamente en manos de Machado, él sabrá cómo apañarse.
—Volverá a dejarlo en libertad, es más útil fuera que dentro.
—Sí, ya ve usted que los confidentes son muy de fiar.
—¡Hombre, inspectora, un confidente no es, por definición, una hermana de la caridad!; pero le recuerdo que fue este pájaro el que nos puso en la buena dirección.
—De acuerdo, le haremos un homenaje.
Durante el trayecto en coche, Garzón hacía comentarios triunfalistas, como si estuviéramos a punto de cerrar el caso. Su confianza absoluta me soliviantó:
—No sólo está vendiendo ya la piel del oso, sino que invierte el dinero que le han dado por ella. Hágame una reconstrucción de los hechos, a ver.
—Fácil. Marta Popescu no formaba parte de la organización desmantelada; se limitaba a venderles a su hija para que le tomaran fotos de vez en cuando. Hacen una redada y ella escapa. Pero no fue la única que se libró, uno de los implicados en la red quedó también impune: nuestro muerto fantasma. Éste decide un día ir a buscarla, le propone algo, quizá que le preste a la niña para intentar levantar el negocio de nuevo. Ella, asustada, se niega; él insiste. Un día, ella decide librarse del tipo, lo llama por teléfono, quedan en la calle y le pega un tiro. Punto final.
—¿Y mi pistola?, ¿cómo llega a sus manos mi pistola?
—Quizá fue en su casa donde Delia ha estado escondida todo este tiempo.
En ese punto, una lucecita brilló para mí. De todo cuanto había dicho mi compañero, aquella última deducción me gustaba, estaba teñida del color de la verdad. Él me miraba de reojo, comprobando la mella que su discurso estaba haciendo en mí. Continuó, cada vez más eufórico.
—Es decir, que cuando le echemos el guante a la tal Marta, lo más probable es que esa dichosa niña robapistolas se encuentre a su lado.
—No me cuadra del todo la primera parte; el tipo que acosa a la mujer, reorganización del negocio...
—Pueden ser otras razones, pero entre el muerto y Marta Popescu había pendencia, ¡vaya que sí!
—No cante victoria tan pronto.
El subinspector se puso a hacer bobadas, entonaba una antimelodía compuesta por él sobre la marcha y cuya única letra era «¡Victoria, victoria!».
—Pero vamos a ver, Garzón, el inspector Machado ha estado preguntando en la cárcel, les enseñó la fotografía del muerto a los condenados por el caso de pornografía del taller y nada, nadie ha admitido conocerlo.
—La gente del hampa se protege mutuamente.
—¿Cuando uno ha salido de rositas y los otros ya no tienen nada que perder? Me extrañaría.
—Petra, a veces que uno de la organización quede fuera de la trena les va bien, puede mantener viva la llama del negocio, puede enviar dinero a las familias de los que han caído. Con tal de que no los haya denunciado... Si los hubiera denunciado sería otra historia.
El taller de l'Hospitalet no era propiamente de confección. Las operarias, también todas inmigrantes, se dedicaban únicamente a poner cremalleras a pantalones tejanos que les llegaban ya cosidos desde otro sitio. La encargada era una chica amable que nos atendió bien.
—¿Marta Popescu? ¿Es que le ha pasado algo?
—¿Por qué pregunta eso?
—Hace tiempo que no viene a trabajar.
—¿Ha intentado ponerse en contacto con ella?
—No me dio ningún teléfono.
—¿Tampoco una dirección?
—Sí, inspectora, pero yo no puedo ir a casa de una trabajadora que deja de aparecer. Sería muy complicado para mí. La he esperado todo este tiempo, que ya es mucho. Después contraté a una chica joven, una ecuatoriana. No presentarse en el trabajo sin ninguna explicación es motivo de despido.
—Lo comprendo. ¿Puede darnos su dirección?
La nueva casa de Marta Popescu estaba en la calle Valencia, cerca del mercado de Els Encants. Figuraba como un estudio. Mientras íbamos hacia allí, Garzón y yo aliviamos la tensión charlando. Ninguno de los dos quería decir en voz alta lo que más temíamos: que la rumana ya no se encontrara en esa dirección.
—¿Ha visto?, la encargada del taller quería justificarse ante nosotros. Se ve que la policía aún tiene autoridad moral.
—No se haga ilusiones, subinspector, a esa chica debe de impresionarle la bofia, igual que al confidente le impresionaban los juramentos. Cada uno respeta sus pequeños tabús, pero eso me temo que no tenga nada que ver con la autoridad moral que la sociedad nos confiere.
En otras circunstancias Garzón hubiera reaccionado en mi contra, tachándome de pesimista y aguafiestas; pero en aquel momento sólo asintió. Su mente estaba en otra parte, donde estaba la mía, quizá. Nos faltaba la concentración necesaria para representar nuestros papeles habituales en la coreografía conversacional que habíamos acuñado con el tiempo.
Era un edificio antiguo, de aspecto muy modesto y sin ascensor. Lo que un tanto pomposamente se denominaba «estudio» se encontraba en el último piso, junto a una terraza comunitaria, y era una especie de palomar. Llamamos a la puerta varias veces, pero nadie respondió. Garzón la aporreó un poco y tronó con voz operística:
—¡Policía, abran en seguida!
Silencio total. No había más viviendas en la misma planta, pero tras el berrido, subió una vecina bastante asustada, una mujer mayor.
—Hace días que no la veo —dijo sin saludar—. Ni a ella ni a la niña.
—¿Las conoce?
—No. No hace mucho que viven aquí, pero las veo subir y bajar. La niña es muy mona, debe de tener seis o siete añitos. ¿Son ustedes policías?, ¿qué ha pasado?
Garzón se la quitó de encima de forma expeditiva:
—Nada grave, señora, retírese y cierre la puerta. Si necesitamos algo de usted, la llamaremos.
Le obedeció al instante, aquel «cierre la puerta» contenía elementos de inseguridad que sin duda la atemorizaron. El subinspector se volvió hacia mí, rezongando:
—Dios nos libre de las vecinas entrometidas. ¿Qué hacemos, inspectora?
—¿Qué coño quiere que hagamos?, no tenemos orden del juez.
—Pero yo quiero ver lo que hay ahí dentro. Le recuerdo que una menor está en peligro y hay que encontrarla.
—Todo eso está muy bien, Fermín, pero...
—Ni órdenes del juez ni pollas en vinagre. Con su permiso, inspectora, hágase a un lado.
Sin esperar mi aquiescencia, dio una patada en la puerta, que inmediatamente cedió. Me volví hacia él, estupefacta:
—Pero ¿está usted loco?
—Ya está abierto. No creo que esa rumana me vaya a denunciar. Le pago otra cerradura de mi bolsillo y en paz. Adelante.
Con todo el resquemor del mundo empujé la puerta, que se abrió de par en par. La estancia era pequeña y, en medio de ella, desplomada tan larga como era, había una mujer, inequívocamente muerta. Nos acercamos sin hablar. Yacía de espaldas, tenía los ojos abiertos e incluso flotaba en el aire un fuerte tufo de putrefacción. Un charco de sangre coagulada se extendía a su lado.
—¿Marta Popescu?
—Supongo que sí. ¿Y la niña?
—Es obvio que no está. Mire detrás de aquella puerta, debe de haber un lavabo.
Utilizando su pañuelo para no alterar huellas, abrió. Era, en efecto, un pequeño lavabo, tan viejo y ruinoso como el resto de la casa, que sólo consistía en una habitación, con una minúscula cocina en uno de los rincones.
—Zafarrancho general, Fermín. Llame al juez, al forense, a una dotación de la científica, a Yolanda y a Sonia.
Sacó su móvil y empezó a marcar, mientras yo observaba todos los objetos sin tocarlos. Pobreza, casi miseria, era lo que se podía encontrar allí. Dos catres, una mesa, una nevera desvencijada... Y frente a todo aquel material de derribo, una moderna televisión de pantalla extragrande y diseño lujoso. ¿Para comprar aquello había metido Marta a su hija en el negocio de la pornografía? ¿Era aquel electrodoméstico ridículo lo que quedaba de un pasado mejor? Miré el cadáver, aunque no era agradable. La cara había adquirido un rictus imposible de interpretar, era la mueca de la muerte soberana, dueña ya por completo de un cuerpo humano. ¿Tenía pinta de monstruo, aquella mujer? No especialmente: unos treinta y cinco años, quizá menos, el pelo teñido de color rojizo, un cuerpo armonioso y unos rasgos que debían de haber sido hermosos, una bata sencilla de estar por casa... En las manos llevaba varios anillos de oro. Una mujer normal, bastante bonita, que se adornaba con oro y tenía, por tanto, un concepto de la estética, de lo accesorio, que hacía algo tan habitual como abrigarse con una bata cuando no pensaba salir. Y alguien que hace esas acciones tan anodinas y generales es alguien que, sin embargo, se ve capaz de vender a una niña de siete años, su propia hija, para que los demás viertan lodo sobre su cuerpo, sobre su mente, probablemente sobre todo su futuro. No podía comprenderlo, imposible, no estaba entre mis habilidades imaginar cómo debía de ser aquella mujer en vida.