Nido vacío (18 page)

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Authors: Alicia Giménez Bartlett

BOOK: Nido vacío
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—Yo quiero hablar para decir una cosa.

—No hay prisa, tómese su tiempo, relájese. El subinspector tardará en volver.

—Mi marido no quiere que vaya sola por la calle de noche; me espera en la esquina.

—¿Su marido ha pasado todo este tiempo esperándola? Pero ¿por qué no le ha dicho que entre? Voy a mandar a un policía para que lo traiga; en plena calle se va a quedar helado.

—No, está acostumbrado, no le importa, está bien; pero yo quiero hablar y marchar.

—Adelante, Illiana, dígame. La escucho con toda atención.

—En el taller una vez había problemas de fotos malas con niños, hace un poco de tiempo. No era con la señora jefa mía, sino con otro jefe que yo no conozco y ya no está.

—Sí, lo sabemos, sabemos eso. Todas las personas implicadas fueron detenidas en su día.

—Todas, no. Una mujer que trabaja en el taller dice que cuando yo tengo mi hijo puedo ganar mucho dinero. Dice que ella alquila su hija y que no le pasa nada y que gana dinero con fotografías.

—¿Una de sus compañeras de trabajo?

—Sí, pero ya no está.

—¿No está? Creí que había dicho que trabajaba con usted.

—Ya se fue. Se fue cuando ustedes vienen la primera vez. Yo no digo nunca nada porque mi marido dice no asuntos de nosotros. Pero yo veo la fotografía que usted tiene ayer.

Se quedó parada un momento, como si no encontrara las palabras o el ánimo para seguir. Le di tiempo de reaccionar. Su cara se contrajo con un gesto disgustado.

—Esas fotos son malas, esa mujer es mala. Una mujer tiene hijos y no hace eso. Es muy malo, muy, muy malo.

—Sí, lo es; es horrible. ¿Quién es esa mujer, Illiana?

—Es Marta, Marta Popescu.

—¿Sabes dónde vive?

—No, nada. Ella nunca habla de dónde vive.

—¿Estás segura?

—Yo vengo aquí para hablar, hablo la verdad, pero no dónde vive, no sabe.

A pesar de sus dificultades idiomáticas, se hacía entender perfectamente. La creí, pero necesitaba algún dato más.

—¿Qué edad tiene, qué edad tiene su hija?

—Su hija no sabe. Marta edad más grande que yo.

—¿Te dijo qué pensaba hacer, adónde iría?

—Marta no habla. Ella un día no vengo a trabajar. Señora jefa mía grita mucho.

—¿Tu jefa se enfadó porque no le había avisado de que se marchaba?

—Sí.

—¿Ella te propuso fotos para tu hijo?

—Sí.

—¿Te dijo qué te pagarían?

—Sí, muchos euros.

—¿Te dijo quién te pagaría?

—No, no dijo nada.

—¿Hay algo más de lo que puedas informarme, algo que ella te contó?

—No. Mi marido en la calle. Espera.

—De acuerdo. No te preocupes, no diremos a nadie que nos has pasado esa información. Puedes estar tranquila.

Llamé a Garzón. Entró inmediatamente, intentando hacer verosímil la comedia del chocolate caliente.

—Perdón, he tardado un poquito porque nadie tenía monedas sueltas para la máquina.

—Illiana ya se va. ¿Quiere acompañarla hasta la salida, subinspector?

La rumana, que no quería desairar a mi compañero, tomó el vasito de papel que le tendía y se lo bebió de golpe. Saqué treinta euros del bolsillo y se los tendí.

—Esto es para que usted y su esposo regresen en un taxi.

Negó fuertemente con la cabeza.

—Yo viene aquí porque foto muy mala, muy mala, no porque euros.

—No me interprete mal. Esto es algo que hacemos con todas las personas que se quedan a declarar hasta tarde en comisaría. Con todas por igual —mentí.

Tomó entonces el dinero y se lo metió en el bolsillo. Garzón le abrió la puerta, salió con ella. Regresó al cabo de dos minutos, sediento de información. Le conté. Dio muchas cabezadas de asentimiento sin hacer ninguna pregunta.

—Bien, perfecto, bien. Su cebo ha dado resultados. No es lo mismo oír que ver. Al menos, no ciertas cosas. ¿Qué demonios era eso de su esposo? Se ha ido con un tipo alto.

—El marido la esperaba en la calle para que no fuera sola.

—¿Ha estado dos horas esperándola sin saber cuándo regresaría?

—Ya lo ve. Esa gente no cree tener ningún derecho, no pide nada, lo aguanta todo.

—¡Hay que joderse!

—Eso es lo que hacen, joderse. ¿Nos ponemos en marcha?

—Sí, vamos a dormir.

—¿Quién piensa en dormir?

—Inspectora, es la una de la madrugada. ¿Dónde quiere que vayamos a estas horas?

—Bien, de acuerdo, a dormir; pero no sin antes haber fijado un plan para mañana.

—El plan es obvio, habrá que volver al taller, donde la dueña tendrá una ficha con el domicilio de la tal Popescu; que ésta siga en su casa cuando gentilmente la visitemos ya no es tan obvio.

—Le espero aquí a las ocho de la mañana.

—¿A las ocho? Eso tampoco es obvio, vaya por Dios.

Ya a punto de salir, se volvió hacia mí:

—Por cierto, ¿dónde estaba cuando era imposible localizarla, inspectora?

—¿Es imprescindible que le conteste?

—No, usted perdone, cada uno a sus cosas —soltó con aire levemente ofendido.

—Estaba en una función de teatro infantil.

Me miró con ojos lacerantes:

—Ya le he dicho que cada uno a sus cosas, Petra, tampoco hace falta que sea sarcástica. Buenas noches.

Salió con paso altivo. Si le hubiera contado que había cenado hamburguesas en compañía de tres niños hubiera sido capaz de abofetearme.

6

No me acosté en la cama, simplemente dormiría tendida en el sofá, tapada con una manta. Tenía la sensación de que así la noche pasaría más de prisa. O quizá aspiraba sólo a que los fantasmas del salón fueran más benignos que los del dormitorio. Mujeres que alquilan a sus hijos para fotos pornográficas. Tu propia madre te instala en la ignominia, el ser que teóricamente siempre te protege y vela por ti; la única persona a la que puedes apelar te zambulle en el barro. Bien, muy bien, la vida es bella. ¿Cómo verán el mundo esos niños cuando crezcan? La vida es bella, sí. Miseria económica que engendra miseria moral. Los efectos beneficiosos de la cena familiar con Artigas se habían disipado de cuajo. Pero necesitaba dormir. La mañana llegaría pronto. Ojalá hubiera estado amaneciendo ya. Necesitaba seguir trabajando en el caso. Ahora ya no quería únicamente encontrar a un culpable, a una niña, mi pistola. No, ahora era imprescindible desentrañar toda una trama de pornografía infantil, ir dando uno a uno con todos los responsables, ponerlos en manos del juez, machacarlos antes, escupirles, hacer que se dieran cuenta de la inmensidad de su delito, que se sintieran avergonzados, que desearan no haber nacido. Aunque podía no existir tal red. Si encontrábamos a aquella mujer y era la única implicada en su aberración, ¿qué haría, machacarla también? ¿De dónde venía aquella mujer, cómo había sido su vida, también su madre había comerciado con su dignidad, sabía leer y escribir, había estado quizá en la cárcel? La enorme congoja de la imposibilidad de arreglar el mundo me atenazó. Sólo cabía apretar los dientes y aguantarla. Así lo hice, hasta que el cansancio vino a liberarme y me dormí.

A las seis me desperté encontrándome mucho mejor. El agua caliente y el café me devolvieron prácticamente a la normalidad. Hasta tosté rebanadas de pan y comí un poco antes de salir. Al entrar en comisaría consideré que había reconquistado un equilibrio aceptable que estuve a punto de perder al darme cuenta de que no había nadie aún. Llamé por teléfono a Sonia y a Yolanda. Las relevaba de la vigilancia en el taller, ya no merecía la pena. Después pasé el nombre de Marta Popescu a los archivos con la esperanza de que estuviera fichada. Por último me puse en contacto con los de inmigración, quizá allí sí hubiera dejado huellas su paso.

Absolutamente puntual, a las ocho llegó Garzón.

—¿Tomamos un café antes de salir, subinspector?

—¡Caray, creí que iba a querer coger el coche inmediatamente!

—Esa mujer ya no estará en su casa, eso es casi seguro. No pasa nada porque lleguemos diez minutos más tarde. Ayer iba demasiado acelerada, y eso no es bueno para la investigación.

Nunca acertaba con mi subalterno, ahora estaba mirándome como si hubiera preferido verme tan nerviosa como el día anterior.

—¿Qué pasa, es que le parece mal?

—No, nada de eso. Estaba pensando.

—¿Puedo saber en qué?

—En lo cambiantes que son las mujeres.

—¿Aún estamos así? Llevaremos treinta años trabajando juntos y usted seguirá soltándome de vez en cuando máximas confucianas sobre las mujeres. Déjelo ya, Fermín, las mujeres somos estupendas con cambios o sin ellos.

—Nunca lo he dudado.

—Y además... Además siempre llevamos razón.

—¡Joder! —dijo por lo bajo—. ¿Confucio estaba casado, inspectora?

—Ni idea, ¿por qué?

—Por nada, por nada; simple curiosidad.

Ya estaban todas las costureras en el tajo cuando entramos. Di una ojeada general y pude comprobar que Illiana Illiescu cosía, concentrada en su máquina, aparentando normalidad. La dueña del taller nos hizo pasar a su despacho, una exigua habitación con una mesa y tres sillas. Esta vez no gritó ni se enfadó por nuestra presencia. Seria, con cara avinagrada, nos preguntó qué queríamos en un tono de reposada resignación.

—Buscamos a Marta Popescu. Sabemos que ha trabajado aquí.

—¡Ah, ése es otro cantar! Que alguien que ha trabajado aquí se haya metido en líos, puede ser; pero no busquen delito en mi empresa porque no lo van a encontrar.

—Entendido, ya lo sabemos. ¿Puede contestar a nuestras preguntas?

—Marta Popescu ya no trabaja aquí. Me dio la tabarra para que la contratara. Vino, trabajó durante tres meses, encima con muy mal rendimiento, y después va y se larga sin avisar. Ni siquiera cobró los cinco días que le correspondían.

—¿Estaba legal en el país?

—A mí me trajo su pasaporte rumano. La contraté y la di de alta en la Seguridad Social. Ya les dije que aquí se hace todo correctamente.

—Entonces tendrá apuntada su dirección.

—Pues claro que la tengo. Esperen, voy a buscar su ficha.

Abrió un archivo metálico que chirriaba y sacó un cuadernillo. Nos lo tendió. Dentro, había una copia de un contrato de trabajo, una póliza de ingreso en la Seguridad Social y una ficha. La dirección que figuraba en ella estaba en el Raval. Por último, una fotocopia del pasaporte nos dejaba ver la imagen de Popescu: una mujer de unos cuarenta años, morena, de aspecto fiero y ojos que miraban a la cámara directamente.

—¿Sabe si tenía una hija?

—No, no sé nada de ella. En realidad, prefiero no saber nada de la vida de ninguna. A veces se dan unos casos que más vale no conocer.

Le pasé el material al subinspector, que empezó a leerlo detenidamente. Yo seguí interrogando a la dueña:

—¿Había notado algo raro en ella?

—No; era callada, pero todas lo son.

—¿Venía alguien a buscarla?

—No tengo ni idea. Cuando es hora de salir yo me quedo un rato arreglando papeles.

—Los últimos días antes de marcharse, ¿notó si estaba nerviosa o si hizo algo especial?

—No lo sé, no me fijé. Tampoco tenía por qué fijarme, yo no sabía que iba a largarse por las buenas.

De pronto intervino Garzón:

—Aquí pone que el último día que trabajó era 20 de enero. ¿Fue así realmente?

—Sí, de eso sí me acuerdo. Era un miércoles, mitad de semana, y teníamos un pedido bastante grande. Me sorprendió que no viniera, pero como no tenía teléfono no pude llamarla. Pregunté si alguna de las chicas sabía si estaba enferma, pero nadie contestó. Por lo visto, tenía pocas amigas aquí; pero aunque las hubiera tenido, habrían callado igual. Siempre callan.

—O sea, que fue el 21 cuando ya no se presentó.

—Eso es.

Garzón sacó su libretita de apuntes y empezó a rebuscar en sus páginas. De repente me miró e hizo un gesto que no pude descifrar:

—¿Nos vamos, inspectora?

Me volví a la mujer:

—Nos quedamos con esta carpeta como prueba. Cuando haya concluido el caso que llevamos, ya se le devolverá.

—¿Y si mientras tanto viene un inspector de trabajo?

—Que hable con nosotros.

Caminábamos de prisa hacia el coche.

—¿Qué pasa, subinspector?

—El día 21 fue cuando nosotros entramos por primera vez en ese taller, inspectora. Ese día ella ya no estaba allí.

—Alguien la avisó.

—¿Se imagina quién?

—¡Por supuesto que me lo imagino! ¿Le llama usted o le llamo yo?

Abel, el maravilloso confidente con nombre de víctima bíblica y pinta de perdulario. Finalmente decidimos no llamarlo, tomamos su dirección de los archivos de Machado y nos presentamos en su madriguera. La voz que sonó del otro lado de la puerta denotaba que no hacía mucho que el rufián estaba en pie.

—Abre, Sánchez, tenemos algunas preguntas que hacerte —dijo Garzón con voz tranquila.

—¿Por qué coño han venido aquí? Nuestro trato es que nos encontremos siempre en un sitio discreto.

—Abre, por favor, será sólo un momento. Te hacemos un par de preguntas y nos largamos.

Le oímos renegar y soltar tacos mientras giraba el cerrojo y descolgaba una cadena. En cuanto la puerta se movió apenas un centímetro, Garzón cargó contra ella en una embestida brutal. La hoja de madera se abrió de golpe y el subinspector cayó sobre un desprevenido Sánchez, que se tambaleó. Lo cogió por la camiseta y lo empujó hasta un sofá desvencijado, donde quedó tirado como un guiñapo. El miedo le impidió protestar.

—Quieto ahí. Ni se te ocurra moverte.

—Pero ¿qué cojones pasa?

Garzón se abalanzó de nuevo sobre él y le dio un violento revés con la mano.

—¡Callado, Sánchez, callado!, ya ves las cosas cómo están.

Cerré la puerta y me puse a registrar la habitación mientras mi compañero hacía lo mismo en el dormitorio. Era una guarida lamentable, con las paredes grises y el suelo sucio, que apestaba a colillas viejas y comida requemada. Fui mirando todos los muebles, y cada objeto que cogía iba a parar después al suelo.

—¡No tienen derecho a hacer esto!

No le hice ni caso, continué buscando algo que nos sirviera de prueba. Una fotografía, algún papel escrito... Pero casi el único tesoro de aquel desgraciado eran revistas atrasadas, latas de cerveza vacías y algún horrible adorno de plástico. Al cabo, salió Garzón del dormitorio.

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