Nido vacío (16 page)

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Authors: Alicia Giménez Bartlett

BOOK: Nido vacío
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—Inspectora...

—Te advierto que me pillas en un momento muy malo.

—Pero usted me dijo que...

No la dejé terminar. La tomé del antebrazo, impulsándola hacia la calle.

—Venga, vamos a La Jarra de Oro. Me perdonarás si no tomo una cerveza: acabo de comer y prefiero un café.

—Lo que usted diga, inspectora. Además, la invito yo.

Pensé que si le tomaba la delantera haciendo un somero resumen de lo que ya me había contado conseguiría acortar la confidencia.

—De modo que Ricard intenta cambiarte y te recrimina tus aficiones, tu trabajo y tu modo de ser. No coincidís en casi nada.

—Veo que se acuerda muy bien. Cualquiera pensaría que a usted no le interesan los problemas de su gente por las cosas que dice; pero luego resulta que es usted más atenta y comprensiva de lo que parece.

—Pero voy bien con estas cosas que recuerdo, ¿no?

—Sí y no.

Maldije mi suerte. Probablemente había sido peor adelantarle los temas de debate. Sería mejor táctica dejarla hablar un rato. Finalmente me había cazado, todo era cuestión de aguantar un poco más.

—Explícate.

—Es cierto todo lo que ha dicho, es la base de que las cosas vayan mal. Porque usted ya sabe que si las cosas van bien no pasa nada.

¡Oh, Dios, prefería mil veces el estilo confidencial del subinspector!, era más directo, más claro, no se cebaba en la obviedad como estaba sucediendo con aquella dichosa chica. Sin embargo, en un exceso de paciencia, asentí varias veces.

—Quiero decir que Ricard es muy buena persona, muy inteligente. Es tan inteligente que le hace daño porque, claro, se pasa el día pensando en las cosas que nos convienen como pareja y en las que no, en cómo somos las personas y en cómo dejamos de ser. Yo creo que si no pensara tanto o pensara sobre gente que estuviera lejos pues todo seguiría de maravilla. Pero no, le da por pensar en sí mismo y en los que tiene a su lado. Naturalmente, nada de lo que ve le gusta, y está lleno de neuras, neuras hasta los ojos. ¿Cómo le va a gustar nadie si no se gusta a sí mismo?

Busqué a toda velocidad en mi mente el lugar común que la prudencia más mostrenca indicaba para la ocasión. Di con uno que solía funcionar:

—¿Has hablado con él al respecto?

—Al principio, no; pero luego le he ido dando pistas para no decírselo tan a lo bestia.

—¿Y cómo ha reaccionado?

—No me toma en serio. Me dice cosas cachondas: «guripa de mi vida», «poliziota del mio cuore», que eso es en italiano..., ya sabe usted lo loco que está.

—Te agradecería que, si vamos a seguir tratando este tema, dejes de referirte a Ricard como si fuera un ex marido mío de toda la vida. Tuvimos un
affaire
pasajero y en paz. Yo no sé cómo es en su fuero interno y tampoco me importa.

—Perdone, inspectora, no se repetirá. Le decía que Ricard me habla la mayor parte de las veces como si fuera una niña pequeña. Lo hace con cariño, sin ningún desprecio, no vaya a creer. Pero al final lo que pasa es que nunca se puede sacar nada en claro, porque yo también cuando me dice esas cosas me echo a reír y... Ya ve, que no salimos de donde estamos. Sólo se cabreó conmigo un día que le pasé un libro de esos de psicología. Se llamaba
Vive a fondo tu relación y respeta a tu pareja
. Ese día sí que pescó un rebote de mucho cuidado, que, total, tampoco era para tanto. Pero luego se le pasó en seguida y empezó a cachondearse del libro, con lo que me había costado encontrarlo.

—A lo mejor es una manera de funcionar que habéis encontrado. En una relación no tiene por qué ser todo perfecto. Se pueden encontrar puntos de equilibrio dentro de la imperfección, ser consciente de ello y tirar adelante.

—Sí, ya, algo así ya había pensado yo; no tan bien expresado como usted lo dice, inspectora, desde luego. Lo malo es que tirando adelante pasan cosas.

—¿Cosas?

—Me he enamorado de otro, inspectora.

—¡Acabáramos, Yolanda, haber empezado por ahí! Eso no tiene nada que ver con lo que estábamos diciendo. ¿Por qué no me lo has contado desde el principio?

—Es que me da mucha pena, inspectora —se le quebró la voz—. Porque Ricard está como una chota y todo lo demás y no me acepta como soy, pero la verdad es que me quiere un montón, y yo lo veo ya mayor, tan solo, tan poco práctico y tan... No sé, inspectora, presentarme delante de él y decirle «Me largo con otro», me parece muy fuerte. Ya lo hice una vez con mi novio de antes, y a ver si ahora me voy a convertir en una rompecorazones.

Me apiadé francamente de ella, era una buena chica, y ¡estaba tan guapa con lágrimas en los ojos!

—Tranquilízate, mujer. Todo parece muy duro cuando tienes que vivirlo, pero no puedes quedarte junto a una persona por compasión, eso nunca sale bien. Imagínate que te sacrificas por no hacerle daño y al cabo de un tiempo es él quien decide dejar la historia. Entonces, ¿qué?

—Ya, eso también lo había pensado.

—Un adulto tiene siempre recursos para salir adelante. De hecho, todos los adultos sabemos que la vida es dura y así debemos asumirlo. Y dime, tu nuevo amor es un chico joven como tú, ¿verdad?

—Sí, sólo tiene cuatro años más que yo.

—Claro, lo habitual.

—Usted le conoce, inspectora.

—¿Sí, quién es?

—Domínguez.

—¿Domínguez, el policía gallego?

—Sí —musitó con inseguridad.

—¡Joder!

—¿Qué pasa, inspectora?

—No sé, hija, que a mí me parece un poco pasmado. ¿Tú estás bien segura de haberte enamorado de él?

—¡Lo sabía, sabía que iba a decir eso! ¡Me había fijado en que a usted la pone un poco nerviosa!

—En fin, Yolanda, no quiero decir nada, pero ese chaval, ¿no es un poco como de pueblo para ti?

—Es muy tierno, inspectora, y muy buen tío; todo lo que yo hago o digo le parece bien, o por lo menos le parece normal. Además, folla que te cagas.

—¡Yolanda!

—Perdone, pero es que hablo con usted con tanta sinceridad que se me olvida la buena educación.

—En fin, no vale la pena seguir con esto. Veo que sabes muy bien lo que quieres.

—Lo tengo claro, pero no sé cómo hacerlo.

—Encontrarás la manera, seguro. Yo te deseo que todo vaya bien.

—¿Y el consejo, inspectora?

—¿Qué consejo?

—¡Tiene que darme un consejo!

—Ya te he dado varios a lo largo de esta conversación. ¿Es que no lo has notado?

—Sí, pero yo esperaba un consejo final.

—Dile la verdad a Ricard, Yolanda, cuanto antes mejor. Y antes de irte a vivir con Domínguez pasa una temporada sola; así te asegurarás de que lo amas. ¿Es suficiente o esperas algún que otro consejo más?

—No, gracias, inspectora. Se lo agradezco mucho. Sus palabras me han servido de verdad. Lo único que me fastidia es que no le guste Domínguez.

Sonreí, le di un cariñoso tirón de pelo y, mientras ella pagaba, volví a comisaría. Los seres humanos éramos un gran desastre global y, específicamente, las mujeres constituíamos el peor colectivo del mundo. ¡Domínguez! Aquella chica lista, trabajadora, notablemente bella y sana como una fruta recién cogida del árbol había tenido la suficiente perspicacia para darse cuenta de que no pintaba nada junto a un cuarentón que pretendía modelarla según sus caprichosos parámetros. Perfecto, ¡un aplauso para ella! Sin embargo, aun sin haber salido de una tan poco fructífera relación, ya estaba liándose con otro hombre. ¿Y qué hombre había escogido entre todos cuantos pueblan este enloquecido planeta? ¡Domínguez!, un policía sin graduación ninguna y con una tendencia exasperante a quedarse pasmado, mirando el aire como si no se decidiera por la próxima palabra que iba a pronunciar. Cierto que a lo mejor sus artes amatorias estaban fuera de lo común, pero ¿desde cuándo se necesita amor para darse un revolcón satisfactorio? Pues no, nada de eso, Yolanda estaba enamorada de aquella especie de viruta residual de lo que un joven bien templado debe ser. Pero no había manera, las mujeres somos como taxistas que detestan llevar su coche vacío y buscamos inmediatamente otro cliente que ocupe el asiento de atrás. Sonó mi teléfono móvil.

—¿Petra? Soy Marcos Artigas.

—¿Qué tal, Marcos?, ¿cómo estás? ¿Dormiste bien en mi sofá?

—Como un leño. Fue un plan raro, ¿verdad?

—No todo lo que es inusual es raro. Ambos nos hicimos una compañía civilizada. Eso está bien.

—Llevas razón. Oye: voy a proponerte otro plan más inusual todavía. Incluso juraría que éste es raro. ¿Te apetecería venir a ver una función de teatro en la que aparece Marina?

—No sabía que Marina fuera actriz.

—Es una obra del colegio. Su madre no puede ir y he pensado que quizá te apeteciera hacerme más de esa compañía civilizada de la que hablas.

—¿Crees que es conveniente? En su colegio...

—Ir acompañado de una amiga no tiene nada de particular.

—De acuerdo. No me hará ningún daño ver a unos cuantos críos felices y contentos después de las cosas con las que tengo que enfrentarme.

—Estupendo. La función es a las nueve.

—Bien.

Ni en mis peores sueños, durante épocas depresivas y con dolor de estómago, hubiera imaginado que aceptaría una invitación semejante: una función infantil acompañada de un padre separado. En semejante plan, los peligros acechaban por partida doble: el horrible espectáculo de las tiernas criaturas haciendo cosas presuntamente encantadoras y la posibilidad nada sorprendente de que el progenitor te contara todos los problemas que le acosaban en su situación. Un plato indigesto que, sin embargo, estaba dispuesta a tragar con tal de no encararme de nuevo con la temible fotografía en la soledad de mi casa.

Empecé a redactar aquellos informes desalentadores sobre nuestra penosa investigación, informes sobre la desinformación. Sin embargo, me encontraba más reconfortada; era consciente de que el hecho de que el crimen hubiera sido cometido con mi pistola estaba confiriéndole al caso un plus de culpabilidad que debía atajarse cuanto antes. Habíamos tenido otras pesquisas complicadas en las que la falta de pruebas y el despiste de hacia adónde dirigirnos había lastrado cada uno de nuestros movimientos. Sin embargo, no me había sentido tan mal como ahora me sentía. Debía repetirme una y otra vez que yo no había tenido ninguna responsabilidad en el robo de mi pistola. Había sido una fatalidad estúpida, mucho más desasosegante por la identidad insólita de la ladrona. Como aconsejaban aquellos hediondos libros de autoayuda que Garzón al parecer leía, era imprescindible pensar en positivo; es decir, convencerse de que los vacilantes pasos que habíamos dado hasta la fecha nos llevarían a alguna parte.

A las siete menos cuarto cerré el ordenador. Tenía el tiempo justo para ir a casa y cambiarme de ropa. ¿Cómo se debe uno vestir para una función infantil? Ya lo pensaría, en cualquier caso, con algo distinto de lo que llevaba: jersey negro, pantalón vaquero y gabardina. Ataviada de aquella guisa, tenía la sensación de apestar a bofia por los cuatro costados. Salí sin decirle nada a Garzón; era tan impertinente que a buen seguro no tendría el más mínimo empacho en preguntarme adónde iba. Si le contestaba la verdad, el pitorreo estaba garantizado, y no sólo eso, sino también la curiosidad malsana y la mala interpretación. Podría llegar a pensar que estaba saliendo con Artigas, y que si lo hacía era por una cuestión sentimental. Ni hablar, yo no pondría carne en aquel asador general de los amores y los desamores.

Un traje de chaqueta de cheviot gris, eso fue lo que elegí, y para contrarrestar un posible efecto demasiado formal, un jersey verde pistacho con el cuello vuelto. Me peiné, me maquillé, y el espejo me devolvió a una mujer bastante elegante, de aspecto estándar y con el ceño fruncido. Bien, ¿qué diría un libro de autoayuda en esta ocasión? Seguro que algo así como: «Esfuércese por sonreír y habrá empezado a sentirse mejor.» Hice lo propio y una mujer de aspecto estándar con sonrisa forzada me miró desde el espejo. ¡Al infierno!, ¿qué pretendía aparentar?, ¿que era una ama de casa madurita, una profesional liberal que acude a ver a su tierna retoña? No, ni pensarlo, ningún libro me ayudaría a no darme cuenta de que era una policía de malhumor que acudía a un evento absurdo para huir de un caso que alteraba su equilibrio.

El colegio de Marina se encontraba en la parte alta de Barcelona. Era uno de esos colegios progresistas y carísimos sin ninguna filiación religiosa, un colegio de élite donde se estudiaba en castellano, catalán e inglés con la mayor naturalidad. Había grupos de personas en la puerta que se saludaban con el inconfundible estilo de discreción burguesa que tiene esta ciudad. Me pareció que mi atuendo era bastante adecuado y, ya tranquila con mi apariencia, me dediqué a buscar a Artigas entre la gente. Por fin le vi, iba con un par de muchachos de unos doce años y los tres se dirigieron hacia mí. Me los presentó:

—Son mis hijos Hugo y Teo.

Casi me caí sobre la acera, ¿sus hijos?, ¿cuántos hijos tenía Marcos Artigas? No dije nada, pero daba igual, Artigas descubrió sin ninguna dificultad mi estupefacción.

—Hugo y Teo son gemelos, aunque no se parezcan demasiado, y nacieron de mi primer matrimonio.

—¡Ah, bueno, encantada, muy bien! —dije estúpidamente.

—Y aún tengo un hijo mayor, Federico, de dieciséis años; pero hoy no ha podido venir porque tenía un examen.

—¡Qué barbaridad, menudo afán procreador!

Se echó a reír y negó varias veces con la cabeza.

—En otro momento te contaré los detalles de mi familia.

Estreché la mano de los dos niños, que me miraban como a un bicho raro, de lo cual deduje que sabían que era policía. Entramos en el colegio y nos dirigimos a una hermosa sala de actos. Me senté junto a Artigas. Me dijo en voz baja:

—¿A que nunca te habían invitado a un plan tan fascinante?: velada infantil absoluta.

—Vengo preparada para cualquier cosa.

Volvió a reír:

—¿Nunca te había dicho que tenía tres chicos?

—Ni siquiera sabía que estuvieras divorciado.

—Fue un matrimonio muy largo; al contrario que el segundo, el segundo sólo ha durado siete años.

—No está tan mal.

—En cualquier caso, ahora soy un padre exclusivo de fin de semana y mitad de vacaciones. Estoy buscando un piso grande.

Advertí que uno de los niños estiraba el cuello para observarme con disimulo. Tenía el pelo muy corto, pecas en la cara y unos ojos sumamente vivos.

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