Se miraron la una a la otra durante lo que pareció una eternidad, sin que ninguna de las dos deseara hacer el primer movimiento. Índigo no sabía cómo dar la bienvenida a su nueva amiga; no podía estrechar las manos de un lobo, pero acariciar o dar palmaditas a
Grimya
como lo hubiera hecho con un perro, resultaría tosco e insultante. Al fin, no obstante, fue
Grimya
quien rompió el incómodo silencio al ponerse en pie, dar dos pasos en dirección a Índigo y, con una simpleza que a la muchacha le llegó al corazón, le lamió el rostro. Era, comprendió Índigo, la única forma de saludar que conocía el animal, y le respondió impulsivamente pasando los brazos alrededor de su peludo cuello y abrazándola con fuerza.
Grimya
dejó escapar un satisfecho sonido infantil desde la parte posterior de su garganta, y formó las palabras con un gran esfuerzo.
—Bien-venida. ¡Bien-venida!
—Grimya.
—Índigo se sentó sobre los talones, luego sacudió la cabeza mientras su cerebro intentaba asimilar demasiadas cosas a la vez—. Perdóname, por favor, nunca... nunca antes me había encontrado con un lobo que pudiera hablar.
—No hay... otros —repuso
Grimya
—. Sólo yo.
Así que era una mutación. ¿Pero un fenómeno natural, o criado así con algún propósito? Índigo pensó en las cicatrices de su rostro. Sabía bien que los animales tienden a ser intolerantes contra cualquiera de los suyos que sea diferente de lo normal. No era extraño que
Grimya
estuviera sola...
Sus pensamientos se vieron interrumpidos por aquella voz gutural y vacilante.
—No debemos... permanecer... aquí. Hombres vendrán.
Índigo soslayó sus especulaciones. Había perros en el poblado de los vaqueros, y sin duda alguna habrían sido adiestrados para seguir rastros. Si, tal y como creía
Grimya,
Tarn-Shen había muerto a causa de la herida que ella le produjo, los het no descansarían hasta obtener su sangre a cambio.
Volvió la cabeza y contempló los árboles que las rodeaban. En esta parte del bosque crecían tan amontonados que era imposible calcular incluso la posición del sol.
Grimya
se dio cuenta de lo que pensaba, y dijo:
—Yo... conduciré a lugar seguro. Pero debemos ir deprisa. Marchar ahora.
—¿Adonde iremos? —inquirió Índigo. —Le... lejos. —
Grimya
tuvo gran dificultad en pronunciar la primera letra, y ya había empezado a moverse de un lado a otro inquieta, sin dejar de agitar la cola, ansiosa por ponerse en movimiento—. Le-lejos de los hombres. Ahora.
—Pero
¿adonde?
—empezó a decir Índigo—. Si realmente están decididos a encontrarnos, no... —y se detuvo cuando
Grimya
la interrumpió con un gruñido.
—¡Chisst! —La cabeza de la loba estaba alzada, las orejas erguidas y vueltas hacia adelante, y el áspero pelo de su cuello y lomo empezaba a erizarse.
A pesar de que se concentró con todas sus fuerzas, Índigo no pudo escuchar más que los trinos de los pájaros. —¿Qué es?
—Ca-za-do-res. —La respuesta vino en un débil y amenazador gruñido, apenas discernible como lenguaje—. Hombres; perros. Los oigo. Los huelo. —Yo no puedo.
Grimya
se agazapó en el suelo con un estremecimiento. —Contra el viento —gruñó—, pero cerca. —Sus ojos, que relucían como el bronce ahora y tenían una expresión salvaje, se clavaron en el rostro de Índigo—. No más tiempo. Sigue. Corre.
Y antes de que la muchacha tuviera tiempo de reaccionar se alejó de un salto, pasando por entre la maraña de zarzas y perdiéndose en el espeso bosque.
Un escalofrío recorrió entonces la espalda de Índigo ya que por primera vez escuchó aquello que la loba había percibido mucho antes. Unos ladridos lejanos: las ansiosas, frenéticas y estúpidas voces de los perros de caza que han olido la presa. El apiñado bosque distorsionaba su sentido de la dirección, pero calculó que no podían estar a más de medio kilómetro de distancia.
Giró en redondo, mordiéndose la lengua para no empezar a gritar el nombre de
Grimya, y
por entre los árboles le pareció ver un centelleo de algo gris y más corpóreo que las sombras. Entonces un aterrador aullido surgió diabólico de la oscuridad del bosque cuando
Grimya
lanzó su desafiante reto.
La indecisión se desmoronó. Con un rápido movimiento, Índigo agarró su arpa y su arco; luego, sin detenerse a mirar atrás, se precipitó en la dirección que
Grimya
había tomado. Las ramas le azotaron el rostro, se enredaron en sus cabellos; las apartó violentamente con la mano que sujetaba el arco, vio una raíz que sobresalía justo a tiempo de saltar por encima, y siguió corriendo.
Grimya
la esperaba, y cuando la muchacha llegó junto a ella salió disparada de nuevo en lo que para ella debía de ser una velocidad moderada, pero que pronto tuvo a Índigo jadeando como si también ella fuera un lobo a causa del esfuerzo que le costaba mantener su paso. Mientras corría juraba, en silencio y con ferocidad, maldiciendo su humana torpeza que aplastaba maleza y hacía que los arbustos se movieran y crujieran, de modo que el ruido de su paso parecía llenar el bosque. A veces perdía de vista a
Grimya,
que corría delante de ella; entonces la loba aparecía de nuevo, como un silencioso fantasma, aguardando para apremiarla a seguir adelante con la roja lengua colgando y ojos febriles. Índigo no sabía lo cerca que estaban sus perseguidores, ni si ganaban o perdían terreno, pero la agitación de
Grimya
aumentaba a medida que se introducían más en el bosque, y la muchacha empezó a sentirse cerca del desaliento. Los perros debían de haber encontrado su rastro ya, y conocía aquella raza; eran incansables, incluso si no podían alcanzar a su presa la perseguirían hasta que cayera exhausta.
Grimya
podría escapar a ellos: ella no podía.
—¡Ín-di-go!
El grito sonó tan parecido a una respiración ronca y jadeante que por un instante no comprendió que
Grimya
gritaba su nombre. Sólo se detuvo cuando la loba surgió de entre los apiñados árboles, y se vio obligada a balancear un brazo para mantener el equilibrio sobre el traicionero y desigual suelo del bosque.
—¡Agua! —Las mandíbulas de
Grimya
estaban abiertas de par en par y mostraba los amarillentos y mortales colmillos—. ¡Sígueme!
Ella no comprendió lo que quería decirle. No había tiempo para detenerse a beber, pero no le quedaba aliento para protestar, y
Grimya
ya se había dado la vuelta y corría cuesta abajo en ángulo agudo al sendero que habían seguido. Índigo la siguió tambaleante; y cuando los árboles disminuyeron para revelar una orilla escarpada cubierta de musgo con un río que corría más abajo de una pendiente de unos tres metros, comprendió lo que había querido decir su compañera.
Era un truco viejo y sencillo, pero efectivo. Su olor desaparecería en cuanto penetraran en el agua; los perros podrían registrar las orillas, pero mientras ellas corrieran por el lecho del río resultarían imposibles de encontrar.
Grimya
se detuvo en la parte alta de la orilla, donde unas viejas raíces de roble se habían enroscado alrededor de una desgastada roca para formar un extraño y petrificado saliente. Volvió la cabeza un instante para luego desaparecer por encima del borde, cayendo al agua tras un difícil descenso con un fuerte chapoteo. Índigo la siguió, entre tropiezos y resbalones, sus movimientos obstaculizados por su preciosa arpa, pero consiguiendo de todas formas mantener el equilibrio. El río era poco profundo y murmuraba sobre piedras que afortunadamente estaban libres de hierbas traicioneras.
Grimya
se movía ya río abajo, e Índigo volvió la cabeza para contemplar la orilla. Incluso el rastreador más inexperto no tendría la menor dificultad en encontrar las delatoras señales de su descenso, la hierba aplastada y el musgo pisoteado, el lugar donde el acantilado de arena en miniatura se había desmoronado por culpa de un resbalón; pero no importaba. Allí desaparecería el rastro.
Se detuvo por un momento para comprobar si oía algún ruido extraño, pero no oyó otra cosa que los sonidos del río y de las omnipresentes aves.
Grimya
la esperaba, menos frenética ahora pero todavía impaciente; Índigo ajustó la cuerda que sujetaba el arpa sobre su hombro y se puso en marcha corriente abajo.
Habían seguido el curso del río durante más de una hora cuando
Grimya
indicó por fin que ya podían descansar sin peligro. La estratagema, al parecer, había funcionado; no había habido señal de sus perseguidores y el bosque permanecía tranquilo y silencioso; no obstante, mientras trepaba orilla arriba la loba mantuvo la cautela, las orejas erguidas y alerta, deteniéndose en la parte más alta para observar y escuchar antes de permitir a Índigo que la siguiera.
En aquellos momentos, Índigo estaba totalmente desorientada. Los árboles se extendían de manera indefinida al parecer, y a juzgar por el tono verdoso de la luz imaginó que debían de estar en lo más profundo del corazón del enorme bosque. Si hubiera estado sola, podría haber vagado por él una eternidad sin encontrar jamás la salida; si todavía le quedaban algunas dudas sobre lo acertado de confiar en
Grimya,
no podía hacer otra cosa más que desalojarlas de su mente.
La loba ya se había puesto en marcha por entre los árboles, y ella la siguió. Después de alrededor de diez minutos —el tiempo resultaba difícil de calcular en aquel lugar tan silencioso y tranquilo— llegaron a un barranco poco profundo formado mucho tiempo atrás por un deslizamiento de tierras. Robles enormes sobresalían por encima del desnivel, y sus raíces, expuestas parcialmente al aire libre, formaban un refugio natural en la pendiente cubierta de musgo.
—Aquí descansamos —dijo
Grimya
—. Es seguro.
Había una repisa bajo las raíces de un roble, lo bastante grande como para que pudieran acomodarse las dos. Índigo se dejó caer con la espalda apoyada contra la pared del barranco, agradecida de poder dar un descanso a sus doloridas piernas.
Grimya
se asomó un poco, olfateó el aire con minucia y por fin dijo:
—Todo está bien. Los hombres muy lejos para oler. Seguro. —Se volvió para mirar a Índigo, sus ojos parecían pedir una seguridad de que la muchacha confiaba en ella.
Índigo estiró una mano y, aunque todavía un poco vacilante, la colocó sobre el lomo del animal.
—No sé cómo darte las gracias,
Grimya.
Tengo una gran deuda contigo.
La boca de
Grimya
se abrió y la lengua le colgó fuera de ella en señal de alegría, y su cola golpeó una raíz retorcida. Luego se volvió para estudiar de nuevo el bosque.
—Tú que-da aquí —dijo con voz gutural—. Espera.
—¿Adonde vas?
Los cuartos traseros de la loba sufrieron una pequeña crispación.
—Cazar —respondió.
Sonó casi como un ladrido. Y antes de que Índigo pudiera decir nada más, ya se había introducido por entre las arqueadas raíces del árbol y trepaba por la ladera del barranco. Durante un momento permaneció inmóvil en la cima, una elegante silueta entre los árboles, luego desapareció, alejándose de un salto sin el menor ruido.
Índigo se echó hacia atrás y cerró los ojos. Se sentía agradecida por aquel descanso en su huida, por poder olvidar durante algún tiempo el temor a ser capturada y a lo que eso hubiera significado. Y por primera vez desde que todo aquello había empezado tenía la posibilidad de recapacitar sobre los extraños acontecimientos de las últimas horas.
El hecho de que su vida había sido salvada —dos veces— por una loba ya era algo que en sí mismo hubiera resultado difícil de considerar, pero incluso esto se veía eclipsado por la extraordinaria naturaleza del animal mismo. Aún tenía que averiguar la historia de
Grimya,
pero estaba segura de una cosa: la loba era el único miembro de una raza. Un proscrito, un paria quizás; una superviviente solitaria que sólo podía confiar en sus propios recursos. Los paralelismos entre las dos estaban dolorosamente claros.
No por primera vez, volvieron a la mente de Índigo las palabras de despedida del emisario de la Madre Tierra. Un nuevo amigo, en quien podría confiar. Durante los días que siguieron a aquel extraño encuentro no había tenido motivo para considerar aquella idea, pero de repente resultaba muy oportuno hacerlo.
Una loba cuya mente había tocado la suya con un sentimiento de simpatía y camaradería. Una criatura que la había salvado, guiado, ayudado... Índigo sonrió para sí. Había creído que la auténtica amistad, cuando la encontrara, sería en forma humana.
Al parecer se había equivocado.
G
rimya
regresó una hora más tarde, con el cuerpo de una liebre colgando de sus mandíbulas. El hambre que Índigo sentía se vio mitigado por su reluctancia a encender fuego; el humo de la madera podría detectarse desde lejos, y aunque su estómago protestaba ruidosamente, el riesgo era demasiado grande. Cuando explicó todo esto a
Grimya,
añadiendo que prefería no comer carne cruda, la consternación de la loba fue enorme, pero finalmente aceptó comerse ella la pieza mientras que Índigo hacía una comida nutritiva pero poco apetitosa a base de brotes y algunas zanahorias silvestres tiernas.
Una vez convencida de que su amiga se las podría arreglar bien sin carne,
Grimya
se dedicó a devorar su comida haciendo gala de una inocente e ingenua falta de inhibición. Índigo, por no mirarla ni escuchar el ruido que hacía, se dedicó a contemplar el techo del bosque y examinó la situación en silencio.
Sus posibilidades de poder regresar a Linsk ahora eran muy remotas. Si, como Shen-Liv había dado a entender, los hombres del poblado comerciaban en el puerto, no se atrevía a arriesgarse a aparecer por allí. Podía apañárselas sin las posesiones que había dejado atrás; tenía consigo su arpa, su cuchillo y su ballesta, el yesquero y una chaqueta de abrigo —suficiente, en otras palabras, para satisfacer sus necesidades básicas de subsistencia— y podría encontrar o hacer recambios para las saetas perdidas cuando quisiera. Pero sin un caballo no podría moverse con facilidad.
Desde luego, no existía la menor posibilidad de recuperar a la yegua del poblado de los vaqueros, ni de intentar robar un caballo de las manadas del llano. Cualquiera de las dos cosas resultaría demasiado peligrosa. Pero como viajero de a pie solitario y mal armado resultaría vulnerable; especialmente mientras los cazadores de Tarn-Shen siguieran buscándola. Hasta que pudiera abandonar el País de los Caballos, era y seguiría siendo una fugitiva.