Durante la noche, el viento amainó y el cielo quedó enteramente libre de nubes. El pequeño grupo de náufragos estaba encogido en torno al fuego en un círculo oscuro y silencioso, pero uno de ellos, un joven de anchos hombros y ojos grises como el mar, permanecía aparte, sobre una pequeña elevación a poca distancia, contemplando el horizonte mientras la luna menguante dibujaba sombras en su rostro.
—Otra ciudad que arde —dijo Bleyn, con tono fatigado—. ¿Cuál debe ser ésa?
Hawkwood miró al suroeste con su ojo bueno, estremeciéndose.
—Debe de ser Rone, la ciudad más meridional de Torunna. Menos mal que nunca llegamos allí.
—El mundo ha enloquecido —dijo Jemilla—. Los antiguos videntes tenían razón. Estamos en el fin de los días.
Hawkwood inclinó la cabeza hacia ella. La madre de Bleyn estaba sentada sobre una manta doblada, con las rodillas encogidas contra el pecho y el cabello enmarañado colgando en torno a su rostro. Había perdido peso durante el viaje, pues el mareo la había tenido postrada durante la mayor parte de éste, y había arrugas en torno a las comisuras de sus labios y su nariz que no habían sido visibles antes. Los años se habían apoderado de Jemilla al fin, y la mujer ya no tenía ninguna atracción para Richard Hawkwood.
Ella parecía saberlo, y se mostraba casi tímida en su compañía. Había recogido flores para adornar el montículo de Isolla, algo que la antigua Jemilla hubiera despreciado y, cuando hablaba, su voz había perdido el habitual tono mordaz. Pero Hawkwood sentía que había algo en ella, algún secreto que le estaba royendo el alma. Cuando Bleyn le había ayudado mientras cojeaba con los demás hacia el interior de la ensenada, la había sorprendido observándolos con una extraña expresión en el rostro. Parecía casi remordimiento.
Bajó la cabeza de nuevo y continuó trabajando en la tosca muleta que estaba confeccionando a partir de un remo roto. Luego hizo una pausa. Su daga aún tenía algo de sangre de Murad. Se secó el sudor frío del rostro.
Tal vez Jemilla tenia razón. El mundo había enloquecido, o quizá los poderes invisibles que decidían su curso poseían un sentido del humor macabro. Bueno, aquella carrera en particular estaba casi terminada.
Por un instante, la luz del fuego se convirtió en un resplandor roto en el único ojo de Hawkwood. Había sido amado por una reina, sólo para perderla casi inmediatamente después de haberla encontrado. Y Murad había muerto al fin. Curiosamente, no podía alegrarse del fin del noble. Había habido algo en sus ojos moribundos que no le había inspirado triunfo, sino lástima. Tal vez cierto desconcierto. Hawkwood había visto aquella mirada en los rostros de muchos moribundos. Sin duda, algún día también él la tendría.
—No sé nada de esta parte del mundo —dijo Bleyn—. ¿Hacia dónde iremos ahora?
—Al norte —le dijo Hawkwood, levantándose con dificultad y probando el tamaño de la muleta. Su respiración consistía en jadeos ásperos e irregulares—. Estamos en zona amiga, al menos por ahora. Debemos mantenernos por delante de los himerianos y llegar a Torunn.
—¿Y luego qué?
Hawkwood dio unos pasos tambaleantes hacia él.
—Entonces será el momento de emborracharse. —Dio una palmada en el hombro del muchacho, perdiendo el equilibrio, y Bleyn le ayudó a recobrarlo.
—Necesitaremos caballos y un carro, entonces. Tú no llegarás muy lejos en este estado.
Jemilla los observaba, juntos a la luz del fuego, tan parecidos y tan diferentes. Padre e hijo. Se secó los ojos disimuladamente, furiosa. Aquel secreto permanecería sellado en su corazón hasta el día de su muerte.
—Ahora Bleyn es el legítimo rey de Hebrion —dijo en voz alta, y todos los marineros que rodeaban el fuego la miraron—. Es el último de la casa real de los Hibrusidas, haya nacido en el lado equivocado de la cama o no. Todos vosotros le debéis obediencia, y vuestra obligación es ayudarle en lo que podáis.
—Madre… —empezó a decir Bleyn.
—No lo olvidéis, ninguno de vosotros. Cuando lleguemos a Torunn, su origen se hará público. El mago Golophin ya lo sabe. Por eso nos pidió que embarcáramos con vosotros.
—De modo que los rumores eran ciertos —dijo Arhuz—. Es el hijo de Abeleyn.
—Los rumores eran ciertos. Bleyn es todo lo que queda de la nobleza hebrionesa.
Hawkwood dio un codazo a Bleyn, que permanecía inseguro y silencioso.
—Pido disculpas por apoyarme en el hombro real, majestad. ¿Creéis que podríais mover vuestras reales piernas e ir a buscar un poco más de leña? —Tanto Bleyn como los marineros en torno al fuego se echaron a reír, pero el rostro delgado de Jemilla se oscureció. El muchacho dejó a Hawkwood y se perdió en la oscuridad iluminada por la luna para cumplir con el encargo, mientras el navegante regresaba junto a la hoguera.
—Jemilla —dijo bruscamente, y ella le miró furiosa, dispuesta a discutir. Pero Hawkwood sólo le sonrió suavemente, con los ojos brillantes y febriles—. Será un buen rey.
A la mañana siguiente, el sol se levantó sobre el mundo para revelar grandes columnas de humo que se elevaban en el horizonte del suroeste. La más cercana estaba apenas a diez millas de distancia. Los náufragos abandonaron sus mantas, tiritando de frío, y patearon el suelo, contemplando las manchas del cielo. Tenían poco que decir, y aún menos que comer, de modo que se pusieron en marcha de inmediato, con la esperanza de encontrar algún pueblo o granja amistosa que pudiera ayudarles en su viaje.
Encontraron muchos pueblos y granjas, pero todos estaban desiertos. Los campesinos de los alrededores también habían visto el humo en el aire, y habían decidido no esperar a su llegada. Bleyn y Ahruz exploraban mucho más lejos que los demás, consiguiendo comida en abundancia y mantas adicionales para las gélidas noches, pero todos los caballos y vehículos habían huido con sus propietarios, de modo que tuvieron que continuar a pie, con el rostro siempre vuelto hacia el norte, y Hawkwood era el más lento de todos, mientras de la venda de su ojo rezumaba una corriente continua de fluido amarillo.
Avanzaron de aquel modo durante cuatro días, durmiendo en granjas vacías por la noche y poniéndose en marcha antes del amanecer. Al quinto día, sin embargo, alcanzaron finalmente a varios grupos de refugiados que se dirigían al norte, y se unieron a una hilera irregular de desposeídos que llenaba la carretera hasta donde alcanzaba la vista. Hawkwood encontró espacio en la parte trasera de una carreta abarrotada, y Jemilla se le unió, pues la fiebre del navegante había aumentado inexorablemente durante los últimos días, y ella lo mantenía abrigado, limpiándole el sudor y el pus de su rostro ardiente.
Los días eran cada vez más cálidos a medida que la primavera se convertía en un verano temprano, y las multitudes que abarrotaban las carreteras levantaban nubes de polvo que se elevaban en el aire para rivalizar con las columnas de humo detrás de ellos. Hablando con los torunianos fugitivos, Bleyn supo que Rone había caído tras un terrible asalto, y que sus defensores habían sido masacrados hasta el último hombre. Los barcos anclados en el puerto habían sido incendiados, y los terrenos de los alrededores devastados. El comandante toruniano, Melf, y el almirante Bersa de la flota habían muerto, pero su resistencia había conseguido algo de tiempo para que la población pudiera escapar de los triunfantes soldados de Perigraine y Candelaria que la perseguían. Pero las compañías organizadas de hombres disciplinados avanzaban más aprisa que las multitudes de civiles aterrados, y el enemigo iba ganando terreno. Nadie se atrevía a especular sobre lo que ocurriría cuando las fuerzas himerianas alcanzaran a los refugiados, aunque muchos de ellos habían vivido las guerras merduk y recordaban todo lo acontecido. «¿Dónde está el rey?», preguntaban. «¿Dónde está el ejército? ¿Es posible que todos los soldados estén en Gaderion, o alguien se ha acordado del sur?» Y seguían avanzando por las polvorientas carreteras por decenas de miles, con sus niños en brazos, empujando carretillas cargadas con sus pertenencias o conduciendo las lentas carretas tiradas por bueyes con un frenético chasquear de látigos.
—Ayúdame a bajarlo de la carreta —dijo Jemilla a su hijo, y entre ambos levantaron al delirante Hawkwood del fondo del abarrotado vehículo, que seguía avanzando implacablemente entre el calor y el polvo. El navegante se sacudía y pateaba en sus brazos, murmurando incoherencias. El calor de su cuerpo era perceptible incluso a través de la empapada manta en que estaba envuelto.
Los demás marineros los habían abandonado mucho tiempo atrás, incluso Arhuz, perdiéndose entre las multitudes y la confusión de las cunetas. De modo que Jemilla y Bleyn tuvieron grandes dificultades para transportar su carga por entre las hileras de refugiados, hasta que estuvieron algo apartados del éxodo y pudieron depositar al marinero sobre una pendiente cubierta de hierba, no lejos de un bosquecillo de hayas moteado de verde. Jemilla apoyó la mano sobre la frente de Hawkwood, y casi le pareció notar el veneno hirviendo en el interior de su cráneo.
—Su herida se ha infectado —dijo—. No sé qué podemos hacer. —Tomó la mano del navegante, y sus dedos bronceados se cerraron con fuerza en torno a los de Jemilla, casi cortándole la circulación de la sangre. Pero la mujer no dijo una sola palabra.
Bleyn se frotó los ojos, con aspecto muy joven y perdido.
—¿Va a morir, madre?
—Sí. Sí, va a morir. Nos quedaremos con él.
Y entonces Jemilla sorprendió a su hijo inclinando la cabeza y echándose a llorar en silencio, con grandes lágrimas que le corrían por el rostro pálido y orgulloso. Bleyn no había visto llorar a su madre en toda su corta vida. Y se agarraba a aquel hombre como si le fuera muy querido, aunque durante el viaje le había tratado con altanería, como correspondía a una mujer noble con un plebeyo.
—¿Quién era? —le preguntó Bleyn, petrificado.
Ella se secó rápidamente los ojos.
—Fue el mayor navegante de su época. Hizo un viaje que ya forma parte de la leyenda, aunque fue muy poco recompensado por él, siendo de origen plebeyo. Era un buen hombre, y yo… yo le amé una vez. Creo que tal vez él también me quiso, durante los años en que el mundo era aún un lugar cuerdo.
Las lágrimas aparecieron de nuevo, aunque su rostro continuó inmóvil. Deseaba más que nada revelar a Bleyn quién era en verdad aquel hombre, pero no pudo hacerlo. Nunca debía saberlo, si quería defender con convicción su pretensión al trono de Hebrion.
Incluso ante sí misma, el razonamiento de Jemilla parecía absurdo. Los Cinco Reinos habían desaparecido, y su última esperanza, Torunna, se estaba despedazando ante sus ojos. Pronto no habría espacio en el mundo para ella y su hijo, ni para el anterior orden de cosas. Pero había llegado demasiado lejos para renunciar a toda esperanza. Permaneció en silencio.
Los días pasaron sin darse cuenta mientras ellos seguían sentados sobre la hierba, un trío de personas perdidas junto a un gran éxodo de refugiados perdidos y asustados.
Recordó la luz del sol sobre las cálidas aguas del Levangore, la luz verde entre las olas, las playas blancas de las Malacar. Volvió a ver el horizonte vacío del oeste y, surgiendo de él, la violenta joya esmeralda del Continente Occidental, todo un mundo nuevo. Olió la sal, y sintió la cubierta inclinándose bajo sus pies, y sonrió porque estaba donde debía estar; en su barco, con un viento favorable en la cuadra y todo el ancho mundo esperándole
.
Hawkwood abrió el ojo, y apretó la mano de Jemilla hasta hacerle crujir los huesos bajo sus fuertes dedos.
—Cargad velas, cargad velas —susurró, con una voz reseca y quebrada—. Billerand, velas mayores y gavias. Rumbo al oeste con el viento en la cuadra.
Luego suspiró, y la presión de sus dedos se relajó. La luz se apagó en su ojo.
El largo viaje de Richard Hawkwood había terminado.
Aruan despertó sabiendo que algo había cambiado durante las horas oscuras de la noche, algún equilibrio se había alterado. Era un maestro en videncia, igual que en todas las demás disciplinas, pero aquella sensación no tenía nada que ver con el dweomer. Se parecía más a los dolores de un anciano antes de una tormenta.
Se levantó, llamó a su sirviente, y pronto estuvo lavado y vestido en el esplendor austero de los apartamentos pontificios, pues era allí donde residía, aunque Himerius fuera el pontífice a ojos del mundo. Miró por la alta ventana hacia los claustros de Charibon, y vio que el amanecer no había llegado aún, y que las últimas horas de la noche todavía flotaban pesadamente sobre las agujas de la catedral y la biblioteca de San Garaso.
Abrió y cerró un puño manchado de venas azules y lo contempló hoscamente. Se había fatigado demasiado en sus viajes, torciendo voluntades y levantando corazones de hombres a través de todo el continente. Pero Rone había caído, y el sur de Torunna estaba siendo invadido con muy poca resistencia, mientras que en Gaderion, Bardolin había reducido la muralla a minas y los torunianos estaban sitiados en sus tres grandes fortalezas, incluyendo a la columna de refuerzos. Hebrion, Astarac, Almark y Perigraine habían sido conquistadas. Sus pueblos estaban sin líderes, y la nobleza había sido aniquilada. Sólo Fimbria permanecía aislada y al margen de las convulsiones del mundo, pues los electorados no habían dado señales de vida desde la partida de su embajada varios meses atrás. Bueno, aquél era un asunto que tratar más adelante.
Sin embargo, se sentía afectado por una extraña inquietud. Tenía la sensación de haber pasado por alto alguna pieza de su contrincante en el tablero de aquella partida, y ello le preocupaba.
Cuando el amanecer finalmente rompió el cielo en cintas escarlata tras los blancos picos de las Címbricas, el rey Corfe Cear–Inaf bajó de las montañas con su ejército hasta las orillas del mar de Tor y, donde la tierra formaba los primeros pliegues de las llanuras de Tor, hizo formar a sus hombres en línea de batalla, apenas a cuatro millas de las afueras de la propia Charibon. Era el décimo primer día de Enderialon en el año del Santo 567, y habían transcurrido treinta y un días desde la partida de Torunn.
El ejército que dirigía era mucho menos numeroso que el que había embarcado en el río Torrin semanas atrás. Muchos habían muerto en las implacables montañas, y más de dos mil hombres, fimbrios, torunianos y salvajes, se habían separado del cuerpo principal cuando todavía estaban en las montañas, con la misión de destruir los transportes himerianos anclados en la costa oriental del mar de Tor, cortando así las líneas de aprovisionamiento del ejército atrincherado en la línea de Thuria y frente a Gaderion.