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Authors: Chevy Stevens

Tags: #Drama, Intriga

Nadie te encontrará (34 page)

BOOK: Nadie te encontrará
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Hace un par de noches saqué la vieja foto que tenía de mí el Animal. No había marcas de chinchetas y seguía sin tener la más remota idea de por qué diablos habría colgado yo esa foto en mi despacho. Pero no importa las veces que intente pensar de qué otro sitio podría haberla sacado, la única imagen que me viene constantemente a la cabeza es la del Animal sosteniéndola en alto como si fuera un trofeo.

A la mañana siguiente salí a correr. Al llegar al final del camino de entrada a la casa, torcí a la derecha hacia la carretera, y al pasar corriendo al lado de una furgoneta blanca aparcada junto al arcén llamé a
Emma
, que iba por delante de mí, para que me esperara antes de cruzar la siguiente calle.

Concentrada como estaba en asegurarme de que me esperaba, casi ni me percaté de que se abría la puerta lateral de la furgoneta. Al pasar junto a ella, vi de refilón a una figura corpulenta, vestida de negro y con un pasamontañas, que se abalanzaba sobre mí. Se me torció el tobillo al retroceder y el pie me resbaló en la gravilla del suelo. Me di un fuerte golpe en la acera, y me mordí la lengua al dar con la barbilla contra el suelo, arañando la superficie con las manos.

Cuando traté de levantarme, una mano me sujetó por el tobillo y empezó a tirar de mí hacia atrás. Hinqué las uñas en el suelo intentando liberar mi pie al mismo tiempo. Por un momento me solté y me puse de rodillas, lista para echar a correr, pero luego, una mano enorme me tapó la boca y un brazo me rodeó el tórax para levantarme y apretarme contra un sólido torso. La mano que me tapaba la boca me apretó la cabeza contra el hombro mientras el brazo del tórax me cortaba la respiración. La figura empezó a moverse hacia atrás. Arrastrando los talones por el suelo, vi que
Emma
echaba a correr en mi dirección, ladrando.

Quería gritar, quería forcejear, pero estaba paralizada por el miedo. Lo único que veía era al Animal sonriendo, lo único que sentía era el cañón de su arma clavado en mis riñones.

Estábamos junto a la furgoneta. El hombre trasladó el peso de su cuerpo a una pierna y me sujetó con más fuerza, como si estuviese a punto de subirse al vehículo. Me acordé del Animal cerrándome la puerta, rodeando la furgoneta para colocarse en la parte delantera, subiéndose…

«¡Céntrate, joder! Sólo tienes unos segundos, sólo unos segundos. ¡No dejes que te meta dentro de la furgoneta!»

Mordí la mano que me tapaba la boca y empecé a patalear. Oí un gruñido. Empecé a dar codazos a diestro y siniestro, y a golpear lo que creía que era una barbilla. Recibí un fuerte empujón, con tanta violencia que caí al suelo y aterricé sobre el canto del bordillo, donde me golpeé la sien. Sentí un dolor inhumano, pero logré rodar sobre mi espalda. Cuando el tipo quiso sujetarme de nuevo, empecé a chillar a pleno pulmón y acerté a darle una patada en el estómago. Lanzó un gemido pero no cejó en su intento por atraparme.

Rodé por el suelo de un lado a otro, dándole puñetazos en los brazos y gritando:

—¡Socorro! ¡Que alguien me ayude!

Oí unos gruñidos y unos ladridos. El hombre se incorporó.
Emma
lo tenía sujeto por la pierna y él estaba dándole patadas.

—¡Deja en paz a mi perra, hijo de puta!

Sin levantarme del suelo, tomé impulso con los codos y le propiné una fuerte patada en la entrepierna. Doblándose sobre su estómago, empezó a retroceder, tambaleándose, jadeando y tratando de recobrar el aliento, y luego se hincó de rodillas en el suelo.

A mi izquierda, una mujer gritó:

—¡Déjala en paz!

El hombre se levantó con dificultad y quiso pasar por mi lado para dirigirse a la furgoneta, pero
Emma
todavía lo tenía agarrado por los pantalones. Yo le sujeté la otra pierna. El forcejeó hasta librarse de ambas y se metió en la furgoneta.
Emma
consiguió apartarse de su camino por los pelos cuando salió disparado por la carretera, haciendo chirriar los neumáticos. Intenté memorizar el número de la matrícula, pero no conseguía enfocar la vista, y la furgoneta desapareció a toda velocidad.

Me costaba tanto respirar que parecía que me estuviera asfixiando. Me puse de rodillas y miré por encima del hombro. Reconocí la silueta de mi vecina de enfrente, que corría hacia nosotras con un teléfono en la mano. Se me nubló la vista y me desplomé en la acera.

—¿Está bien?

—La policía está en camino.

—Oh, cielo santo… ¿qué ha ocurrido?

Quería responder a aquellas voces, pero el cuerpo me temblaba descontroladamente, respiraba con jadeos entrecortados y seguía sin poder ver con claridad. El pelo de
Emma
me acariciaba la mejilla y su lengua cálida me lamía la cara. Alguien la apartó de mí y luego, una voz femenina dijo:

—¿Podría decirme cómo se llama?

—Annie. Me llamo Annie.

—Muy bien, Annie, la ambulancia viene de camino, aguante. Sirenas. Uniformes. Alguien me tapó con una manta. Respondía a las preguntas a ráfagas.

—Un hombre… ropa negra… furgoneta blanca.

Más sirenas; luego, los uniformes eran otros.

—¿Dónde le duele, Annie? —Intente respirar hondo.

—Vamos a estabilizarle el cuello.

—¿Nos dice su fecha de nacimiento?

Unas manos sobre mi cuerpo, unos dedos sobre mi muñeca. Alguien anuncia unos números en voz alta. Mientras me colocaban en una camilla y me ataban, reconocí una voz.

—Es mi sobrina, déjenme subir.

Luego vi el rostro preocupado de mi tía junto a mi cara. La cogí de la mano y me eché a llorar.

La tía Val me acompañó al hospital en la ambulancia.

—Annie, te vas a poner bien. Mark va a llamar a tu madre para que venga al hospital, se va a llevar a
Emma
a nuestra casa.

Después de eso, ya no recuerdo mucho más, sólo la sensación de ir muy deprisa y su mano en la mía.

En el hospital, me puse a hiperventilar otra vez —demasiada gente gritando, bebés llorando, luces muy potentes, enfermeras que no dejaban de hacer preguntas— de modo que me llevaron a una sala de observación a esperar al médico, pero aún veía a los policías hablando con las enfermeras y a mi tía en el pasillo.

Empecé a contar las baldosas del techo. Una enfermera entró y me hizo apretarle la mano, luego me tomó la presión arterial y me examinó las pupilas. Y seguí contando.

Cuando el médico llegó al fin y me formuló las mismas preguntas otra vez, seguí contando. Cuando me llevaron a hacerme placas, conté el número de máquinas. Cuando me trasladaron de nuevo a la habitación y los polis entraron con sus preguntas —qué ropa llevaba aquel individuo, cuál era su estatura, de qué marca era la furgoneta— conté más rápido aún. Pero cuando entró un enfermero y, de pronto, quiso cogerme del brazo, empecé a chillar.

Les dijeron a todos que salieran de la habitación. El médico dio órdenes a una enfermera para que el equipo de especialistas en crisis nerviosas acudiera allí «inmediatamente». Cerré los ojos y conté las pulsaciones de mi acelerado corazón mientras hablaban en mi presencia. Alguien me dio una inyección. Siguieron hablando, pero yo ya no seguía la conversación. Noté que unos dedos me apretaban la muñeca, tomándome el pulso. Yo le ayudaba a contar.

Oí el ruido de unas ruedas rodando por el pasillo, luego la voz de mi madre, pero desconecté. «Uno, dos, tres…»

Al abrir los ojos, vi a mi madre y la tía Val junto a la ventana, de espaldas a mí, hablando en voz baja.

—Mark me estaba acompañando a recoger los resultados de mis análisis y vimos a toda esa gente. Estaba tendida allí en el suelo… —Mi tía negó con la cabeza—. Tuve que abrirme paso a codazos para llegar hasta ella. Los periodistas llegaron al cabo de escasos minutos, debieron de seguir a la ambulancia. Míralos a todos ahí fuera ahora.

—¿Qué les has dicho? —dijo mi madre.

—¿A los periodistas? Yo no les he dicho nada, estaba más preocupada por Annie, pero puede que Mark haya respondido a algunas preguntas.

—¿Mark? —Mamá lanzó un suspiro—. Val, debéis tener cuidado con lo que le contáis a esa gente. Nunca se sabe lo que…

Me aclaré la garganta y ambas se volvieron para mirarme. Me eché a llorar.

Mamá corrió a mi lado y me rodeó con los brazos. Seguí llorando en su hombro.

—He pasado tanto miedo, mamá, tanto miedo…

Para cuando regresó el médico, ya me había tranquilizado. Contribuyó mucho el hecho de que no tuviese ningún hueso roto, pero sí tenía varios moretones, cortes y arañazos, por no mencionar el insoportable dolor de cabeza. Había sufrido un estado de
shock
por una mezcla de dolor y sentimiento de pánico. No me diga…

Su máxima preocupación era una posible conmoción cerebral por el golpe que me había dado en la sien, de modo que me mantendrían en observación toda la noche. El equipo de especialistas en crisis nerviosas también quería volver a examinarme por la mañana. Durante toda la noche, una enfermera estuvo entrando cada dos horas para despertarme por si efectivamente había sufrido una conmoción, pero casi siempre me encontraba despierta, con el cuerpo tenso cada vez que oía el ruido de pasos aproximándose por el pasillo, estremeciéndome ante cualquier sonido más fuerte de lo habitual. A veces me quedaba absorta, observando la diminuta figura encogida de mi madre, que dormía en la cama plegable a mi lado, y contaba sus inspiraciones y espiraciones.

De mi anterior estancia en un hospital había aprendido que si les ponía las cosas difíciles, sólo conseguiría seguir ingresada más tiempo, así que decidí seguirles la corriente cuando a la mañana siguiente el equipo de especialistas entró en la habitación para valorar mi grado de estabilidad mental. Básicamente, querían saber con qué clase de apoyo emocional contaba cuando me diesen el alta. Les dije que visitaba a un psicólogo regularmente y me dieron varios números de teléfono a los que llamar en el caso de que sintiera un ataque de ansiedad así como una lista de grupos de apoyo.

Decidieron que estaba lo bastante estable para responder a las preguntas de la policía, de modo que las contesté lo mejor que supe: no, no le había visto la cara; no, no había visto el número de la matrícula; no, no sé por qué coño algún cabrón había querido secuestrarme.

Creí que montarían algún dispositivo de vigilancia las veinticuatro horas, pero lo máximo que podían prometerme eran algunas patrullas regulares y la instalación de una alarma especial conectada directamente con la comisaría. Me recordaron que me llevase el móvil a todas partes, que evitase las furgonetas aparcadas —¡no me digas!— y que estuviese atenta a «cualquier movimiento sospechoso» a mi alrededor, pero que intentara seguir con mi vida normal mientras ellos llevaban a cabo la investigación. ¿Qué vida «normal»? Aquella mierda era mi vida normal.

Los médicos dijeron que estaba bien para obtener el alta del hospital, pero que debería haber alguien conmigo que velara por mi estado durante las veinticuatro horas siguientes. Mi madre insistió en que me fuera a casa con ella, y todavía estaba tan aterrorizada, por no hablar de dolorida y magullada, que acepté la idea con entusiasmo. Mi madre se pasó el día viendo la tele en el sofá conmigo, llevándome hielo para mis moretones e incontables tazas de té. No me importó nada tenerla por allí.

Más tarde, el tío Mark me llevó a
Emma
y mamá incluso la dejó entrar en casa, advirtiéndole que me «vigilara». Y vaya si me vigiló… A pesar de que el tío Mark había estado con ella todo el día anterior, no dejó de enseñarle los dientes, ladraba ante el menor ruido, y le gruñía a mi madre cada vez que ésta entraba en la habitación. Wayne decidió quitarse de en medio para darle tiempo a que se calmara.

Esa noche, mi madre durmió en mi cama conmigo como cuando era niña, pero fue ella la única que logró conciliar el sueño. Horas más tarde, cuando seguía sin poder pegar ojo, me escabullí hacia el armario del pasillo con el móvil en la mano y
Emma
detrás, siguiéndome de cerca. Gary, el único poli con el que de verdad quería hablar, era el único que no había aparecido la mañana en que aquel tipo había intentado secuestrarme, ni tampoco la mañana siguiente. Había preguntado por él en el hospital, pero me dijeron que volvía a estar fuera de la ciudad. Una vez dentro del armario, intenté llamarlo, pero enseguida saltó el buzón de voz.

Con dolores por todo el cuerpo, me aovillé en el interior del armario, pero esta vez seguía sin sentirme segura, y mi único pensamiento era: «¿Voy a volver a sentirme segura algún día?». Me quedé dormida al fin, con la imagen de la furgoneta blanca persiguiéndome en mis pesadillas.

Cuando volví a casa la primera vez, me desplazaba con frecuencia hasta la comisaría de Clayton Falls para echar un vistazo a las fotos de las fichas policiales, pero tras pasar meses y meses examinando fotografías de delincuentes sin poder identificar nunca al Animal, me desanimé. La foto que la policía le había tomado al Animal había salido en todos los periódicos y las televisiones, y hasta en una página web de la policía federal sobre cuerpos no identificados, pero a mí sólo me parece la foto de un muerto. Joder, y aunque en verdad se pareciera a él, al Animal se le daba demasiado puñeteramente bien pasar desapercibido.

Sabían que tanto la cabaña como el terreno que la circundaba se habían adquirido y pagado en metálico un par de meses antes de mi desaparición, pero no hay pruebas de que el tipo que cerró la compra exista: no hay ninguna tarjeta de crédito a su nombre, ni carné de conducir ni nada. El Animal debía de usar un documento de identidad falso. Hasta había llegado a abrir una cuenta bancaria bajo un nombre falso para poder pagar los impuestos sobre la propiedad, pero nadie en el banco se acuerda de él tampoco.

El propietario original nunca llegó a ver en persona al comprador porque fue una venta privada que se llevó a cabo a través de unos abogados de Clayton Falls. Sólo se necesitaba una firma, y el abogado debía de tener la cabeza metida en el culo en ese momento, porque no tiene ni idea de cómo describir al comprador. Su excusa es que ese mes registró nada menos que sesenta escrituras, y me pregunto si llegó a pedirle siquiera alguna identificación.

Gary me llamó un par de días después de la agresión —yo seguía en casa de mi madre— para decirme que ya me habían instalado la alarma y que lamentaba no haber podido llamarme antes. Había estado trabajando en un caso en un campamento de pesca al norte de la isla, y sólo tenía comunicación por radio. Volvimos a repasarlo todo juntos, luego me preguntó otra vez por la maldita foto, y cuando le dije que aún no me había venido a la cabeza de dónde podía haberla sacado el Animal, soltó un gruñido y cambió de tema. Me dijo que como el Animal había estado vigilándome, al principio creyeron que podía ser de la zona, pero que ahora creía que el tipo podría haberse alojado en un hotel y desplazarse en coche a Clayton Falls.

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