Me quedé allí disfrutando de mi boceto unos minutos, deseando que hubiese alguien a mi lado para enseñárselo, y luego centré mi atención en el folleto. Cuando lo examiné, sonreí al ver las notas que había hecho yo misma en los márgenes, pero mi sonrisa se desvaneció en cuanto vi el círculo alrededor del precio de la matrícula y el gigantesco signo de interrogación que había hecho junto a él.
Mamá había heredado una suma de dinero de mi abuela cuando ésta murió, pero cuando le pregunté si podía prestarme algo para matricularme en la escuela, me dijo que estaba sin blanca. Si le quedaba algo en la época en que se casó con Wayne, sin duda se había volatilizado antes de que se secara la tinta del certificado de matrimonio.
Pensé en conseguir un trabajo a media jornada para pagarme las clases en la Facultad de Bellas Artes, pero mi madre no cesaba de repetirme que los artistas no ganaban dinero, así que no estaba segura de qué hacer y, al final, me puse a trabajar. Pensé que cuando hubiese ahorrado lo suficiente, me replantearía matricularme en la facultad, pero eso nunca sucedió.
Cuando Luke llamó anoche le conté que había pasado la tarde dibujando.
—Eso es genial, Annie. Siempre te ha gustado la pintura.
No me pidió ver mi dibujo, y yo no le pregunté si quería verlo.
Christina ha venido un par de veces a ayudarme a pintar las demás paredes de la casa. No tocamos temas delicados, tal como le pedí, pero todo parece un poco forzado de todos modos. No es que estemos tensas, sólo que se me hace raro. Pero en cuanto pienso en la posibilidad de contarle algo de lo que me pasó en la montaña, una inmensa ola de ansiedad se apodera de mí. De momento, de lo único que tengo ánimo de hablar es de chismorreos sobre las estrellas de Hollywood y la gente con la que trabajábamos. La última vez que la vi me habló de un policía idiota que le daba clases de defensa personal.
Lo que me hizo recordar con qué clase de agentes de la ley tuve que vérmelas nada más escapar de la montaña. Digamos, por decirlo suavemente, que puesto que mis expectativas estaban basadas en las reposiciones de series de televisión, si esperaba encontrar al infalible detective Lennie Briscoe, en su lugar tuve que aguantar al payaso de Barney Fife
1
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Me alegré de ver a una mujer detrás del mostrador de recepción de la comisaría, pero ni siquiera levantó la vista de su crucigrama.
—¿A quién busca?
—A algún policía, supongo.
—¿Supone?
—No, quiero decir, sí, quiero ver a un policía.
Lo que de verdad quería era marcharme de allí, pero hizo señas a otro tipo que acababa de salir del servicio de caballeros y se estaba secando las manos en los pantalones de su uniforme.
—El agente Pepper la ayudará —dijo.
Por suerte su rango no era de sargento, porque el hombre ya tenía bastante con lo suyo. Medía al menos metro ochenta de estatura y tenía una barriga tremenda, pero por lo demás, estaba casi en los huesos: parecía tener problemas para que su cinturón con pistolera no le resbalase por las estrechas caderas.
Me miró, cogió unos expedientes de la recepción y dijo:
—Acompáñeme.
Se detuvo un instante para servirse una taza de café de una cafetera destartalada —a mí no me ofreció— y le añadió leche y azúcar. Me hizo señas para que lo siguiera hasta el otro lado de un despacho acristalado y de tres policías que había en la sala principal apiñados alrededor de una mesa con un pequeño televisor portátil, viendo un partido.
Empujó una pila de informes hacia el lado de su mesa, dejó su taza de café y me indicó que me sentara en una silla que había delante. Estuvo al menos dos minutos rebuscando en su cajón para encontrar un bolígrafo y otros tantos sacando vario formularios y volviéndolos a guardar. Al final colocó ante sí un bolígrafo y un formulario.
—¿Su nombre, por favor?
—Annie O'Sullivan.
Me miró de hito en hito, escudriñando con la mirada cada centímetro de mi rostro, y luego se levantó tan rápido que derramó el café de su taza.
—Quédese aquí… tengo que llamar a alguien.
Sin importarle que el café empapara sus papeles, se metió en el despacho acristalado y se puso a hablar con un hombre bajito de pelo gris que supuse que debía de ser importante, porque era el único que tenía despacho privado. A juzgar por sus gesticulaciones, Pepper estaba muy nervioso. Cuando el agente me señaló, el hombre mayor se volvió para mirarme y nuestras miradas se cruzaron. Ya tenía esa sensación que me decía que lo mejor era que me largara de allí cagando leches.
Los polis que había junto al televisor bajaron el volumen y miraron primero al despacho y luego a mí, alternativamente. Cuando dirigí la vista a la recepción, la mujer me estaba mirando. Volví a mirar al despacho. El hombre mayor descolgó el auricular y se puso a hablar mientras se paseaba arriba y abajo por todo el despacho, tensando al máximo el cable del teléfono. Lo colgó, extrajo un informe de un cajón que tenía detrás, luego él y Pepper examinaron el informe, hablaron entre ellos, me miraron y volvieron a examinar el informe. Desde luego, aquellos tipos no eran sutiles precisamente.
Al final, el viejo y Pepper —con el informe en la mano— salieron del despacho. El viejo se inclinó hacia mí con una mano apoyada en la rodilla y extendiendo la otra. Habló muy despacio y pronunciando cada palabra con mucho cuidado.
—Hola, soy el sargento Jablonski.
—Annie O'Sullivan. —Le estreché la mano que me ofrecía. Era fría y seca.
—Me alegro de conocerla, Annie. Nos gustaría hablar en privado con usted, ¿le parece bien?
¿Por qué diablos arrastraba las palabras de aquella manera? «Hablo el mismo idioma que tú, imbécil», me dije para mis adentros.
—Supongo. —Me levanté.
Mientras cogía un par de blocs de notas y unos bolígrafos de su mesa, Pepper me dijo:
—Sólo vamos a llevarla a una de nuestras salas de interrogatorio. —Al menos aquél hablaba a velocidad normal.
Mientras nos alejábamos de la mesa, todos los policías de la sala se quedaron inmóviles. Pepper y Jablonski se situaron a un lado y a otro y Pepper intentó sujetarme del brazo, a lo que me negué. Parecía como si me estuviesen llevando a la silla eléctrica… juro que hasta los teléfonos dejaron de sonar. Pepper consiguió a duras penas esconder un poco de barriga y echó a andar con los hombros hacia atrás y sacando pecho, como si me hubiese cazado él sólito.
Decididamente, aquello era un pueblo. Hasta entonces sólo había visto a unos pocos policías, y la sala de cemento frío a la que me trasladaron era del tamaño de un cuarto de baño normal y corriente. Justo cuando acabábamos de sentarnos unos frente a otros en una mesa metálica, Pepper se levantó para abrir la puerta al oír que llamaban. La mujer de la recepción le dio dos cafés e intentó asomarse por detrás de su cuerpo, pero él se colocó delante de ella y le cerró la puerta en las narices. El viejo me hizo una seña.
—¿Quiere un café? ¿Un refresco?
—No, gracias.
En una de las paredes había un espejo de gran tamaño. Detestaba la idea de que pudiera haber alguien al otro lado observando todos y cada uno de mis movimientos.
Señalé al espejo.
—¿Hay alguien ahí?
—Ahora mismo, no —contestó Jablonski.
¿Significaba eso que lo habría más tarde?
Señalé con la cabeza hacia la esquina superior izquierda.
—¿Para qué es la cámara?
—Vamos a grabar la conversación en vídeo y audio; es el procedimiento estándar.
Eso era igual de malo que lo del espejo. Negué con la cabeza.
—Van a tener que apagarla.
—Ni se acordará de que está ahí. ¿Es usted Annie O'Sullivan de Clayton Falls?
Miré fijamente a la cámara. Pepper carraspeó y Jablonski repitió la pregunta. El silencio se prolongó otro minuto más y luego Jablonski hizo una rápida gesticulación con la mano a la altura del cuello. Pepper abandonó la sala durante un par de minutos y, para cuando regresó, la lucecita roja de la cámara se había apagado.
—Tenemos que dejar la grabadora de sonido encendida —dijo Jablonski—, no podemos tomarle declaración sin ella.
Me pregunté si sería un farol, porque en las series de televisión, a veces la usan y otras no, pero decidí dejarlo correr.
—Volvamos a intentarlo. ¿Es usted Annie O'Sullivan de Clayton Falls?
—Sí. ¿Estoy en la isla de Vancouver?
—¿No lo sabe?
—Por eso se lo pregunto.
—Sí, está usted en la isla —dijo Jablonski. Su habla lenta y precisa desapareció con la siguiente pregunta—. ¿Por qué no empieza por contarnos dónde ha estado?
—No lo sé, salvo que era una cabaña. No sé cómo llegué allí, porque estaba trabajando, en una jornada de puertas abiertas, cuando un hombre…
—¿Qué hombre? —preguntó Pepper.
—¿Conocía a ese hombre? —preguntó Jablonski.
Mientras me hablaban, los dos a la vez, acudió a mi mente la imagen del Animal saliendo de la furgoneta y dirigiéndose a la casa.
—No, no lo conocía. Casi había terminado mi jornada y salí a la calle a…
—¿Qué vehículo conducía?
—Una furgoneta.
Vi al Animal sondándome. Una sonrisa muy bonita. Se me hizo un nudo en el estómago.
—¿De qué color era? ¿Recuerda la marca y el modelo? ¿Había visto antes esa furgoneta?
—No.
Empecé a contar los ladrillos de la pared de cemento, a sus espaldas.
—¿No recuerda la marca y el modelo o no la había visto antes?
—Es una Dodge, Caravan creo, de color tierra y nueva, es lo único que sé. Ese hombre llevaba el folleto de la inmobiliaria. Había estado vigilándome y sabía cosas…
—¿No era un antiguo cliente, o tal vez un hombre al que había rechazado una noche en un bar, o con el que había chateado en internet? —quiso saber Jablonski.
—No, no y no.
Arqueó las cejas.
—A ver si lo entiendo. ¿Trata de decirnos que ese hombre la escogió a usted al azar?
—No trato de decirles nada, no sé por qué me escogió a mí.
—Queremos ayudarla, Annie, pero antes debemos saber la verdad. —Se reclinó en la silla y se cruzó de brazos.
Extendí el brazo como una flecha e hice que aquel estúpido bloc de notas y los cafés salieran disparados por los aires. Me levanté, incliné el cuerpo por encima de la mesa, apoyando en ella las palmas de las manos, y les grité a sus rostros mudos de asombro:
—¡Les estoy diciendo la verdad!
Pepper extendió ambas manos.
—¡Tranquilícese! Se está poniendo usted muy nerviosa…
Derribé la mesa y la puse de lado. Cuando intentaron apartarse de en medio y escabullirse hacia la puerta, les grité a la espalda:
—¡No pienso decir una puta palabra más hasta que me traigan aquí a unos polis de verdad!
Cuando me dejaron sola en la sala, me quedé mirando perpleja el caos que había armado, hasta les había roto una de las tazas. Enderecé la mesa, recogí el bloc de notas y traté de limpiar el café con un poco de papel. Al cabo de unos minutos, Pepper reapareció deslizándose en el interior y cogió el bloc de notas de encima de la mesa. Con la palma de una mano extendida hacia delante y aferrando con fuerza el bloc de notas contra su pecho, retrocedió lentamente hacia la puerta.
—Tranquilícese, ahora van a venir unas personas a hablar con usted.
Llevaba la parte delantera de los pantalones manchada con el café que se había derramado cuando tiré de la mesa. Quise darle los pedazos rotos de la taza y disculparme, pero ya había desaparecido por la puerta.
Estuve riéndome unos segundos y luego apoyé la frente en la mesa y me eché a llorar.
No sé si vio el artículo que apareció publicado en el periódico este fin de semana, doctora, pero han encontrado algunos de los objetos robados en el cobertizo de la casa de aquel adolescente. Bueno, de la de sus padres, mejor dicho. La cuestión es que llamé al policía que llevaba mi caso para ver si algo de lo que habían encontrado era mío, pero me contestó que habían localizado ya a todos los propietarios de los objetos robados. Luego me acordé de otra cosa que decía el artículo: todos los robos se habían perpetrado de noche.
Entonces, ¿por qué iba un ladrón, en especial un ladrón adolescente, a modificar su modus operandi sólo para entrar en mi casa? Tuvo que haberlo preparado a conciencia para saber a qué hora exacta salía yo a correr, así que ¿por qué no se llevó nada?
Empecé a pensar en que el Animal había calculado perfectamente el momento exacto en que me secuestraría, puesto que llegó al término de la jornada de puertas abiertas un día de calor sofocante, cuando sabía que no habría nadie. El Animal, que me había dicho que no había sido nada fácil adecentar aquella cabaña. El Animal, que pudo haber necesitado ayuda…
¿Y si tenía un cómplice?
Podía haber tenido un amigo, o algún hermano chiflado que esté cabreado conmigo por habérmelo cargado, yo qué sé… Había dado por sentado que la persona que había entrado en mi casa sabía que yo no estaba, pero ¿y si creía que sí estaba en casa? Mi coche estaba aparcado en la puerta, y era muy temprano. Pero ¿por qué venir a por mí después de todo este tiempo?
El lunes estaba tan obsesionada con la idea que decidí llamar a Gary y preguntarle si había alguna posibilidad de que el Animal hubiese contado con algún tipo de ayuda. Esta mierda es como el cáncer: si no aniquilas hasta la última célula, hasta la última ramificación, volverá a crecer y se convertirá en un tumor aún mayor. Pero tenía el teléfono apagado y cuando llamé a comisaría me dijeron que estaba fuera y que no volvería hasta este fin de semana.
Me sorprendió que no me hubiese dicho que se iba fuera porque, por lo general, hablamos una o dos veces por semana. Siempre se muestra muy amable cuando llamo, nunca dice cosas estúpidas del tipo: «¿Qué puedo hacer por ti?». Y menos mal, porque no sé exactamente por qué lo llamo. Al principio ni siquiera era un acto consciente; todo mi mundo estaba patas arriba, completamente fuera de control, y yo me encontraba con el teléfono en la mano. A veces ni siquiera podía hablar… por suerte existe el identificador de llamadas. Él esperaba un par de segundos y si seguía callada, empezaba a hablar del caso hasta que se quedaba sin novedades en la investigación. Luego me contaba divertidas historias de polis hasta que ya me encontraba mejor y colgaba, a veces sin decirle adiós siquiera. Un día se vio obligado a describir la forma correcta de limpiar un arma hasta que al fin le dije que lo dejara. No me puedo creer que el tipo siguiera contestando a mis llamadas.