Así que tuve mucho tiempo para pensar en el miedo y todo eso que me dijo usted acerca de que el estrés postraumático se manifiesta de distintas formas, pero sigo sin saber decirle exactamente por qué dormir en al armario hace que me sienta más segura. Lo único que sé es que la cama tiene algo que hace que me sienta demasiado expuesta. Si alguien quisiera atraparme, tendría tantas maneras de hacerlo… por los pies, por el lado izquierdo de la cama, por el derecho, o incluso desde arriba. Demasiado espacio vacío a mi alrededor.
Cuantas más cosas dolorosas le cuento, más ganas tengo —más lo necesito— de dormir en el armario. Usted me preguntó de qué intento mantenerme a salvo, y tal vez sea un buen momento de abordar la madre de todos los efectos colaterales de toda esta mierda: esta comezón paranoica que nunca se va, no importa lo mucho que me rasque.
Por lo visto, no puedo quitarme de encima la angustiosa sensación de que todavía no estoy del todo a salvo. Y ya sé que es un disparate, porque los polis lo han hecho de fábula, manteniéndome al día con sus progresos en la investigación, sobre todo uno, un tal Gary —joder, ese pobre hombre seguramente piensa que ojalá nunca me hubiese dado su número de móvil—, y me lo habrían dicho si todavía corriera peligro. Joder, es su puta obligación… A eso se dedican, ¿no? A proteger a la gente y todo ese rollo, así que, ¿qué cojones?
Por favor, no me venga con esa mierda de que sólo es una reacción natural del estrés postraumático que he sufrido tras mi experiencia y blablablá… Escuche, ya entiendo que es normal que tuviera miedos y traumas e historias cuando volví a casa. Como ya le he contado, he reflexionado sobre todo lo que usted me ha dicho, y hasta he rastreado en internet para leer cosas. Joder, esperaba que eso fuera todo, pero es que esto es algo distinto. Es todo demasiado real.
Y ahí es donde interviene usted, doctora. Tiene que ayudarme a librarme de esta obsesión de que todavía no estoy a salvo, de que hay algo o alguien ahí fuera que quiere hacerme daño. No se preocupe, no espero ninguna respuesta instantánea ni fórmulas mágicas ni nada de eso. Piénselo un poco. A lo mejor ya lo he resuelto de aquí a dos semanas, cuando vuelva de sus vacaciones… ¿a que sería estupendo que toda esta mierda hubiese desaparecido para entonces?
Gracias por darme el nombre de otro colega suyo, pero prefiero esperar a que vuelva. Por alguna extraña razón, tengo problemas para confiar en la gente.
Me alegro de tenerla de vuelta, doctora. Al menos una de las dos está relajada. Sólo era una broma: no dudo ni por un momento que necesitaba usted un descanso de tanto pensamiento negativo. Lo disimula muy bien, pero yo sé que todo esto la afecta. Ya en nuestra primera sesión me fijé en que, cuando le hablo de algún episodio intenso, arranca una esquinita de su bloc y hace una bola con ella con los dedos. Cuanto más rápido hace la bola, más la trastorna toda esta mierda. Todos nos delatamos siempre de un modo u otro.
Como le digo, me alegro de que lo haya pasado bien, pero me alegro mucho más de tenerla por fin de vuelta. La semana pasada me habría venido de perlas una sesión con usted. Y no, no sólo por esa manía mía de la que le hablé la última vez, de que alguien quiere hacerme daño, aunque ese buitre aún sigue al acecho… No, pasó otra cosa. Vi a mi ex, en un supermercado, cogiendo manzanas y acompañado de una chica… Dios, la forma en que le sonreía me dejó hecha polvo. Y el modo en que ella echaba la cabeza hacia atrás, con su suéter blanco de cuello alto y sus vaqueros de diseño exclusivo, riéndose de algo que él había dicho…
Antes de que me vieran y tuviera que presenciar cómo la preciosa sonrisa de Luke se transformaba en una mueca compasiva, me escabullí por la esquina. Dejé la cesta tirada en medio del supermercado, salí, agachando la cabeza, y me metí de un salto en el coche con el corazón latiéndome más deprisa que el de un adicto al crack. Tratando de no hacer chirriar las ruedas en mi desesperación por largarme pitando de allí, me dirigí a la parte de atrás del supermercado, aparqué lejos de cualquier otro coche y, enterrando la cabeza en el volante, me eché a llorar a lágrima viva.
Ella no tenía que estar ahí. El era mío. Debería haber sido yo la chica que estaba escogiendo con él las manzanas. Al final, me fui a casa, pero no podía dejar de llorar, y no llegué a comprar nada de nada. Esa noche acabé comiendo queso duro con tostadas rancias mientras me los imaginaba haciéndose carantoñas en la cama el domingo por la mañana, o a él besándola con las manos enterradas en aquella preciosa melena. Joder, para cuando terminé de imaginármelos, ya formaban una pareja estable y estaban pensando nombres para sus futuros hijos.
Durante aquellos pocos segundos, Luke parecía increíblemente feliz, y yo que quería ser la única mujer que le hiciese sonreír de esa manera… El solo hecho de hablar de ello ya me revuelve las tripas por dentro. Ya sé que se supone que debería desearle lo mejor y querer que sea feliz y todo ese rollo, pero Dios, Dios, Dios… ¿Tiene que ser con alguien como ella? La Rubia Perfecta, tan limpita, con su jersey blanco de cuello alto que me siento sucia sólo de mirarla… Yo antes solía llevar ropa como la suya, solía hasta querer llevar ropa como la suya…
Me pregunto si esa mujer, si esa extraña, lo sabrá todo acerca de mí. Seguro que, encima, es buena persona, porque no lo veo saliendo con alguien que no lo sea. A lo mejor siente lástima por mí. Dios, espero que no. Eso ya se me da estupendamente a mí solita.
Después de que el Animal matara al pato, fue como si me arrancaran un pedazo de mí y dejaran una especie de agujero negro en su lugar. El terror se instaló a sus anchas en mi interior y trajo consigo una manaza gigantesca que me atenazaba el estómago y el corazón. Durante los dos días siguientes, cada vez que lo veía tomar a mi hija en brazos, examinarla… joder, hasta el mero hecho de que pasase por delante de su cuna hacía que apretase la mano con más fuerza.
Una mañana en que la niña refunfuñaba en su cuna y estaba a punto de cogerla en brazos, él se me adelantó. Un débil gritito escapó del bulto que llevaba en los brazos; todavía estaba envuelta en el arrullo mientras él la acunaba. Acercó su cara a la de ella y dijo:
—Cállate.
Contuve la respiración, pero la niña se calló, y él sonrió, orgulloso. Yo sabía que era el hecho de que la estuviese meciendo en sus brazos, y no las palabras, lo que la había calmado, pero no contaba con el suficiente instinto suicida para sacarlo de su engaño.
—Es obediente —dijo—. Pero a esta edad sus cerebros son como esponjas, fácilmente influenciables por la sociedad, que los envenena. Menos mal que está aquí. Aquí aprenderá valores verdaderos, valores que yo mismo me encargaré de inculcarle, pero sobre todo, aprenderá lo que es el respeto.
Mierda, ¿cómo demonios iba a solucionar aquello?
—Verás, a veces los niños ponen a prueba sus límites y es posible que ella no entienda todavía lo que intentas… enseñarle. Pero eso no significaría que fuera mala o que no te respeta, sólo es lo que hacen los niños.
—No, no es lo que hacen los niños: es lo que los padres les permiten hacer.
No parecía incómodo con la conversación, de modo que añadí:
—A lo mejor es bueno que un niño sienta curiosidad y ponga a prueba la autoridad. Tú me dijiste que las mujeres a las que habías conocido siempre se equivocaban tomando decisiones con los hombres y sus carreras, pero a lo mejor sólo estaban rebelándose porque no les dejaron pensar por sí mismas cuando eran más jóvenes.
Sin perder la calma, repuso:
—¿Es eso lo que hizo tu madre contigo? ¿Te educó para que pensaras por ti misma, con libertad?
Sí, ya lo creo, era muy libre de pensar exactamente igual que ella.
—No, pero por eso quiero darle a mi hija una vida mejor. ¿No quieres que tu hija tenga una vida mejor que la que tú tuviste?
Dejó de acunarla.
—¿Qué quieres decir con eso?
Oh, no, mierda…
—¡Nada! Sólo me preocupa que tengas ciertas expectativas que no…
—¿Expectativas? Pues claro que tengo expectativas, Annie. Espero que mi hija respete a su padre. Espero que mi hija se convierta en toda una señora cuando sea mayor, y no en una puta que se abre de piernas ante el primero que pasa. No creo que eso sea esperar demasiado, ¿no te parece? ¿O es que pretendes criar a mi hija para que sea una puta cuando crezca?
—Eso no es lo que trato de decir, en absoluto…
—¿Sabes lo que les pasa a las chicas que crecen pensando que pueden hacer lo que les da la gana? Durante un tiempo trabajé en la industria maderera. —¿El Animal había sido leñador?—. Conmigo trabajaba una mujer piloto de helicópteros. Decía que su padre le había dicho que podía llegar a ser lo que quisiera. Ese hombre era un idiota. Cuando la conocí, su novio, uno de esos leñadores subnormales del aserradero, acababa de dejarla.
Bueno, no parecía tener muy buena opinión de los leñadores, así que a lo mejor había trabajado de capataz o en las oficinas.
—Estuve escuchando sus penas sobre aquel Neandertal y dejando que derramara todas aquellas patéticas lágrimas encima de mi hombro durante seis meses. Empezó a decir cuánto le gustaría encontrar un hombre bueno, así que le pedí que saliera conmigo, pero me contestó que no estaba preparada. Así que esperé. Entonces un día me dijo que quería ir a dar un paseo. Sola. Pero lo vi a él salir del aserradero al cabo de unos minutos y decidí seguirlo.
Mecía a la niña cada vez más rápido, y ella empezó a protestar.
—Estaban en el bosque, encima de una manta, y ella estaba dejando que aquel hombre, el hombre al que despreciaba, el hombre que se la había quitado de encima como si fuese basura, le hiciese cosas. Así que esperé hasta que él se hubo ido y luego intenté hablar con ella, intenté decirle que aquel hombre sólo volvería a hacerle daño, pero me contestó que no metiera las narices donde no me llamaban y me dejó allí plantado. ¡Me dejó allí plantado! Después de todo lo que había hecho para intentar protegerla iba a volver con aquel hombre. Tenía que salvarla. No me dejó elección.
Estrechó al bebé con más fuerza en sus brazos.
Di un paso adelante extendiendo las manos.
—Le estás haciendo daño.
—¡Ella me lo hizo a mí! —Ladeó la cabeza cuando la niña empezó a berrear y luego bajó la vista y la miró como si no entendiera cómo había ido a parar aquello a sus brazos. La arrojó a los míos, dejando que casi cayera al suelo, y se dirigió ofuscado hacia la puerta. Agarrando el marco con las manos, dijo por encima del hombro—: Si cuando sea mayor se convierte en una de ellas… —Sacudió la cabeza—. No puedo dejar que eso suceda.
Luego se marchó dando un portazo y dejándome a mí la tarea de consolar a la niña y el deseo intenso de ponerme a llorar y gritar yo también.
Volvió al cabo de una hora con el gesto sereno y se dirigió a la cesta de la niña.
—Creo que si piensas en todo lo que le estoy ahorrando, Annie, las enfermedades, las drogas y esos pedófilos que campan a sus anchas por todas partes, y luego te preguntas si de verdad quieres lo mejor para ella o, en cambio, lo que crees que es mejor para ti… —Se inclinó sobre la niña y sonrió—. Te darás cuenta de que ya es hora de que antepongas su bienestar por encima del tuyo. —Su sonrisa se esfumó cuando levantó la vista para mirarme fijamente—. ¿Sabrás hacer eso, Annie?
Desplacé la mirada hasta sus manos, que descansaban sobre el cuerpo diminuto de la niña, unas manos que habían asesinado al menos a una persona y sabe Dios qué cosas a aquella mujer piloto.
Con la cabeza inclinada, contesté:
—Sí, sí que sabré.
Durante el resto de ese día, cada músculo de mi cuerpo me gritaba que echase a correr, y las piernas me dolían de la dosis de adrenalina acumulada que circulaba por ellas. Me temblaban las manos, se me caían los platos, la ropa, el jabón… todo. Cuanto más frustrado se sentía él, más cosas se me caían a mí de las manos, y más me dolían las piernas. Pegaba un brinco ante el menor ruido, y si él empezaba a moverse más rápido, se me agolpaba la sangre en las venas y me ponía a sudar a mares.
Al día siguiente, se preparó una pequeña bolsa de viaje con una muda de ropa y se largó sin decir una sola palabra sobre adonde iba. Mi sensación de alivio se vio superada por el terror que sentí de que, finalmente, se hubiese cansado de nosotras y no fuese a regresar. Registré de nuevo la cabaña de arriba abajo con dedos frenéticos, pero no había forma de salir de allí. Regresó al día siguiente, y yo seguía sin tener ni idea de cómo iba a sacar a mi hija de aquel infierno.
De dondequiera que hubiese estado, se trajo consigo algún virus o bacterias, y no tardó en empezar a toser y estornudar. Como era de esperar, era un mal enfermo, muy exigente. No sólo tenía que encargarme de la niña y de hacer mis tareas, ahora además tenía que enjugarle la frente cada cinco putos segundos, ocuparme de que no se apagara el fuego, y llevarle mantas calientes recién salidas de la secadora —idea suya, no mía— mientras él languidecía en la cama. Yo rezaba por que le diese una neumonía y se muriese.
Me hacía leerle hasta que se me quedaba la voz ronca. Yo habría preferido jugar al póquer con él, como hacía con mi padrastro. Wayne no era el enfermero más solícito del mundo, y eso a mí no me importaba, pero sí que me enseñaba a jugar a las cartas cuando estaba enferma. Ante el primer indicio de un resfriado, sacaba la baraja y nos pasábamos horas jugando. Me encantaba el tacto de las cartas en mis manos, los números, el orden de la baraja. Más que otra cosa, me gustaba ganar, y cada vez tenía que enseñarme partidas más difíciles para poder ganarme de vez en cuando.
Al segundo día, los ataques de tos eran tan fuertes que hice una pausa de mi lectura y dije:
—¿Tienes algún medicamento?
Como si estuviera amenazándolo con meterle algún brebaje por la garganta en ese mismo momento, me agarró del brazo, me clavó las uñas y exclamó:
—¡No! ¡Nada de medicamentos!
—Podrían ayudarte.
—Los medicamentos son veneno, ¿me oyes? —Noté en el brazo el ardor de la fiebre.
—A lo mejor si fuese a la ciudad a ver a un médico…
—¡Los médicos son aún peores que los medicamentos! Los médicos mataron a mi madre. Si me hubiesen dejado cuidar de ella, todo habría ido bien, pero le metieron en las venas todos sus venenos y se puso cada vez más enferma. Ellos la mataron.
Incluso con la nariz completamente congestionada, cada palabra estaba impregnada de desprecio.