Nadie te encontrará (17 page)

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Authors: Chevy Stevens

Tags: #Drama, Intriga

BOOK: Nadie te encontrará
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—¿De acuerdo? Creo que serviría de ayuda.

Sin pronunciar una sola palabra, se precipitó al cuarto de baño y llenó una bañera de agua. Empezaba a tener la sensación de que en esos momentos habría accedido a cualquiera de mis demandas.

—Que no esté muy caliente, porque no sé si el calor es bueno para el niño.

Una vez que la bañera estuvo llena, sumergí mi cuerpo inmenso en el agua tibia.

El Animal se apoyó en el mueble del lavabo, mirando con nerviosismo de diestro a siniestro, con la mirada en todas partes menos en mí. Abría y cerraba las manos desesperadamente, como si estuviese agarrando puñados de aire. Aquel obseso del control temblaba como una hoja, sin decir esta boca es mía, como un adolescente en su primera cita.

Con voz suave y serena, dije:

—Necesito que quites las sábanas de la cama y pongas algunas toallas, ¿de acuerdo?

Salió del baño a todo correr, y luego lo oí trajinando junto a la cama. Para tranquilizarme, traté de recordar todo cuanto había leído en los libros y me concentré en la respiración en lugar de en el hecho de que estaba a punto de dar a luz en una cabaña sin más ayuda que la de un pavoroso Animal despavorido. Las gotas de agua del lateral de la bañera se convirtieron en mi punto de referencia, y conté los segundos que tardaban en resbalar hasta abajo. Cuando el agua se hubo enfriado y las contracciones ya eran más regulares, lo llamé; hasta entonces había permanecido escondido en la otra habitación.

Con su ayuda, salí de la bañera y me sequé. Para entonces las contracciones eran cada vez más fuertes y seguidas, y tuve que apoyarme en él para no caerme. Cuando volvimos a la habitación, me tambaleé y lo agarré con fuerza del brazo mientras un dolor insoportable me atenazaba el vientre. En la cabaña hacía frío, y se me puso la carne de gallina.

—¿Por qué no enciendes el fuego mientras yo me voy metiendo en la cama?

Una vez que me hube acomodado en la cama y colocado un almohadón por detrás de los hombros, no recuerdo mucho más aparte de unos dolores inhumanos; la mayoría de las mujeres tienen la opción de la anestesia y, de haber podido, yo habría optado por ella sin dudarlo. El Animal se comportaba como uno de esos maridos que salen en las telecomedias, paseándose arriba y abajo, retorciéndose las manos y tapándose con ellas las orejas cada vez que yo chillaba, lo cual ocurría a menudo. En un momento dado, mientras me retorcía de dolor en la cama, mordiendo el maldito almohadón, llegó a quedarse en un rincón con la cabeza enterrada entre las rodillas. Hasta se fue de la cabaña durante un buen rato, pero empecé a gritar: «¡Ayúdame!» tan fuerte que volvió.

Todos los libros decían que tenía que empezar a empujar cuando creyese que había llegado el momento, pero joder, todo mi cuerpo me decía que empujase ya de una vez. Apoyé la espalda contra la pared y empujé contra ella con tanta fuerza que debí de hacerme cardenales en la espalda con las marcas de los troncos. Con las manos en las rodillas, separé las piernas, apreté los dientes y empujé. Cuando podía respirar, le iba dando órdenes a él. Cuanto más control sobre la situación tenía yo, más parecía tranquilizarse él, aunque la palabra control tal vez no sea el término más adecuado, teniendo en cuenta que estaba empapada en sudor y dando cada orden a gritos, entre pujo y pujo.

Guardo un recuerdo bastante confuso de casi todo el parto en sí, pero creo que estuve sólo unas pocas horas, fui una primeriza afortunada, y una de las pocas cosas de mi paso por la montaña por las que tenía que dar gracias. Sí recuerdo que, cuando le hice colocarse entre mis piernas para ayudar a sacar al bebé, tenía la cara muy pálida y chorreaba de sudor, y me pregunté por qué coño sudaba tanto si era yo la que estaba haciendo todo el trabajo. Me importaba un carajo sus sentimientos o los míos, lo único que quería era que me sacaran aquella cosa de allí dentro.

Cuando el niño salió al fin, rabié de dolor como nunca antes, pero al mismo tiempo era una sensación tan increíblemente maravillosa… Con la vista borrosa por el sudor que me caía en los ojos, vislumbré al Animal sujetando al recién nacido en el aire, alejado de su cuerpo, tal como hacía con mis compresas. Mierda, él no sabía qué tenía que hacer a continuación. Y el niño no había llorado todavía.

—Tienes que limpiarle la cara y colocármelo encima de la barriga, piel con piel.

Cerré los ojos y dejé caer la cabeza a un lado.

Un vagido inaudible se transformó en un berrido ensordecedor, y se me abrieron los ojos de golpe. Dios, era un sonido tan increíble… Era el primer ser vivo al que oía aparte de él en diez meses, y me eché a llorar. Cuando levanté los brazos, me dio al bebé rápidamente, como sintiéndose aliviado por liberarse de aquella responsabilidad.

Era una niña. Ni siquiera se me había ocurrido preguntar. Una niña viscosa, sanguinolenta, húmeda y arrugada. Nunca había visto nada más hermoso.

—Hola, tesoro, bienvenida a este mundo —dije—. Te quiero —susurré a su frente diminuta, y la besé con ternura.

Levanté la vista y vi que nos miraba a las dos. Ya no parecía asustado, parecía cabreado. Luego dio media vuelta y salió de la cabaña.

En cuanto se fue, expulsé la placenta. Intenté escurrirme hacia arriba en la cama para apartarme de aquella cosa mojada, pero ya estaba junto a la pared, y cuando intentaba avanzar de costado, me dolía cada movimiento. Así que me quedé allí tumbada, hecha una masa viscosa de exhausta humedad, con la niña sobre mi vientre. Había que cortar el cordón umbilical. Si el Animal no volvía pronto, iba a tener que arrancarlo a mordiscos.

Mientras esperaba que volviera, examiné a la niña y conté todos los dedos de sus pies y sus manitas. Era tan pequeña y delicada… y aunque era absurdo lo suave y sedoso que tenía el pelo, era tan oscuro como el mío. Protestaba de vez en cuando, pero cuando le acariciaba la mejilla con el pulgar, se tranquilizaba.

Él regresó al cabo de unos cinco minutos, y cuando se acercó advertí con alivio que ya no parecía enfadado, sólo indiferente. Luego aparté la mirada de su cara y vi que en la mano sostenía su cuchillo de caza.

Su indiferencia se transformó en horror cuando vio el desastre que la placenta había provocado entre mis piernas, poniéndolo todo perdido.

—Tengo que cortar el cordón umbilical —le dije, pero se quedó inmóvil.

Fui extendiendo lentamente la mano que me quedaba libre y, con la misma lentitud, me dio el cuchillo.

Cambié a la niña de lado y corté el cordón. En cuanto lo hice, la pequeña emitió un gemido y el ruido despertó al Animal de su trance. Como un látigo, me agarró de la muñeca con la mano y me la torció hasta que el cuchillo cayó en la cama.

—¡Iba a devolvértelo!

Lo recogió e inclinó el cuerpo encima del mío. Sujeté a la niña y quise escabullirme hacia el extremo superior de la cama. Se quedó quieto. Me quedé quieta. Sin apartar los ojos de los míos, limpió el cuchillo despacio con la esquina de una toalla. Examinó el cuchillo a contraluz, asintió con la cabeza y a continuación se dirigió a la cocina.

Me ayudó a moverme y puso sábanas limpias en la cama. Mientras él recogía todo el instrumental médico, yo intenté que la niña se agarrara al pecho, pero no quiso tomarlo. Lo intenté de nuevo, con el mismo resultado. Sentí el escozor de las lágrimas y tragué saliva. Tras recordar que los libros decían que a veces les costaba un poco, hice un nuevo intento. Esta vez, cuando me apreté el pezón para introducírselo en la boca, salió un hilo de líquido amarillento de aspecto acuoso. La niña abrió su boquita rosada y, finalmente, se agarró.

Con un suspiro de alivio, levanté la vista justo cuando el Animal volvía junto a la cama con un vaso de agua y un arrullo para el bebé. Concentrado en su tarea, no me miró hasta que hubo dejado el vaso en la mesilla de noche. Al hacerlo, sus ojos se fueron directos a la niña que mamaba de mi pecho al descubierto. Se ruborizó y rápidamente apartó la vista. Con la mirada fija en la pared, me arrojó el arrullo y me dijo:

—Tápate.

Me eché el arrullo por el hombro y por encima de la niña justo cuando ésta emitía un sonoro chasquido con la lengua.

Retrocedió un par de pasos, se volvió y se encaminó hacia el cuarto de baño. No tardé en oír el sonido de la ducha. El agua permaneció abierta durante mucho tiempo.

Estaba muy callado cuando volvió. Se quedó a los pies de la cama y estuvo mirándome fijamente durante varios minutos. Había aprendido a no establecer contacto visual con él cuando le entraba uno de sus cambios de humor, así que me hice la dormida, pero aún podía verlo a través de las pestañas. Le había visto su expresión de cabreado, su expresión de «ahora te voy a hacer daño» y lo había visto completamente enajenado, pero aquello era distinto. Parecía pensativo.

Estreché a mi hija con fuerza entre mis brazos.

Sesión doce

Hoy estoy que me llevan los demonios, doctora. Estoy que echo chispas, llena de rabia, dándole vueltas y más vueltas a todo, buscando respuestas, razones, algo sólido a lo que aferrarme, algo auténtico, pero justo cuando empiezo a creer que ya lo he conseguido, que ya puedo anotarme un tanto en la lista de cosas superadas en lugar de los traumas, resulta que aún estoy destrozada, rota por dentro, apaleada. Pero eso seguramente usted ya lo sabía, ¿verdad?

Al menos su consulta parece auténtica. Estanterías de madera auténtica, escritorio de madera auténtica, máscaras indígenas auténticas en la pared… Y aquí dentro puedo ser auténtica porque sé que no puede hablarle a la gente de mí, pero no sé si cuando queda con sus otros colegas psicólogos y se ponen a hablar de lo que sea que hablan los psicólogos, no sé si le vienen ganas de soltárselo… No, no me haga caso. Olvide lo que acabo de decir, parece el tipo de persona que se metió en esta profesión porque de verdad quiere ayudar a la gente.

Tal vez no pueda ayudarme a mí. Eso me entristece, pero no por mí. Me entristece por usted. Debe de ser frustrante para cualquier terapeuta tener un paciente imposible de curar. Aquel primer psicólogo al que vi cuando regresé a Clayton Falls me dijo que no hay nadie que sea un caso perdido, pero a mí eso me suena a patraña. Creo que las personas pueden quedarse tan deshechas, tan rotas, que nunca llegarán a ser nada más que un pedazo de una persona entera.

Me pregunto cuándo le ocurrió al Animal. Cuál fue el momento decisivo, el momento en que alguien puso el tacón de su zapato en el suelo y nos aplastó a los dos, destrozó las vidas de ambos. ¿Fue cuando su verdadera madre lo abandonó? ¿Todavía habría sido recuperable si hubiese ido a parar a una buena familia de acogida? Si su madre adoptiva no hubiese sido también una psicópata, ¿nunca habría matado a nadie ni me habría secuestrado a mí? ¿Le ocurriría cuando todavía estaba en el útero materno? ¿Llegó a tener siquiera una oportunidad? ¿Y yo?

Estaba su lado animal, el tipo que me secuestró, me pegó, me violó, el sádico que me atormentaba, que me aterrorizaba. Pero a veces, cuando estaba pensativo o contento o entusiasmado, cuando se le iluminaba el rostro, veía al hombre que podía haber sido. A lo mejor ese hombre habría formado una familia y le habría enseñado a su hija a montar en bicicleta y a hacer globos con forma de animales, ¿comprende? Joder, a lo mejor hasta podría haber sido médico y haberse dedicado a salvar vidas…

Después de dar a luz a mi hija, a veces hasta experimentaba sentimientos maternales hacia él, y en esos momentos fugaces, cuando veía su otro lado, sentía ganas de hablarle e intentar que entrara en razón. Quería ayudarlo. Quería curarlo, incluso. Pero entonces me acordaba: era un niño pequeño delante de un campo de heno con un fósforo encendido en la mano, y no le hacía falta ninguna excusa para arrojarlo al suelo.

Justo después de que naciera la niña, el Animal me dio unos cuantos pañales de tela, un par de peleles, unas mantas, y durante una semana no me dirigió la palabra más que para decirme que hiciera algo; sólo me dejó permanecer un día de reposo posparto en la cama. Cuando me levanté aquel primer día, me mareé al fregar los platos y me dejó sentarme un rato, pero luego me hizo fregarlos todos otra vez porque el agua se había enfriado. La siguiente vez me limité a apoyarme en el fregadero y cerré los ojos hasta que se me hubo pasado el mareo.

No tocaba a la niña, pero cuando yo la cambiaba o la bañaba, asomaba la cabeza y escogía ese momento para ordenarme que hiciera algo. Si estaba doblando su ropita, me ordenaba que acabara antes la de él. Una vez, cuando estaba a punto de darle el pecho mientras nuestra cena se guisaba a fuego lento, me obligó a soltarla y servirle a él. Los únicos momentos en los que nos dejaba a solas era cuando le daba de mamar. Como no sabía exactamente qué era lo que le cabreaba tanto, yo siempre cogía a la niña en brazos y la tranquilizaba en cuanto abría la boca, pero la mirada de él sólo se ensombrecía aún más y se le tensaba la mandíbula. Me recordaba a una víbora a punto de atacar, y mientras consolaba a mi hija, la ansiedad me atenazaba por dentro.

Cuando la niña tenía un par de días, él todavía no había dicho nada sobre cómo llamarla, así que le pregunté si podía ponerle yo el nombre.

La miró, en mis brazos, y dijo: «No», pero más tarde le susurré un nombre secreto en su pequeña orejita. Era lo único que podía darle.

No podía dejar de pensar en cómo había solucionado el problema de sus celos y su resentimiento hacia su padre adoptivo, de modo que cuando él estaba en la cabaña, yo siempre me aseguraba de mostrar indiferencia hacia la niña y me limitaba a satisfacer sus necesidades básicas; por suerte, era una niña muy buena y tranquila que no armaba escándalo. Sin embargo, en cuanto él salía de la cabaña a hacer sus cosas, yo la sacaba de su arrullo y examinaba cada centímetro de su piel, maravillada por que aquella cosita hubiese salido de mi cuerpo.

Teniendo en cuenta las circunstancias de su concepción, me asombraba de ser capaz de querer tanto a mi hija. Seguía el recorrido de sus venas con las yemas de mis dedos, fascinada ante la idea de que mi sangre fluyera por ellas, y ella ni siquiera se inmutaba. Su orejita era perfecta para cantarle canciones de cuna, y a veces simplemente enterraba la nariz en su cuello y respiraba su olor, fresco y dulce, la cosa más pura que había olido jamás. Por detrás de su regordeta rodilla izquierda tenía una diminuta marca de nacimiento, una media luna de color café que me encantaba besarle. Cada centímetro de su cuerpo me estremecía el corazón con la abrumadora necesidad de protegerla. Me aterrorizaba la intensidad de mis sentimientos, y mi ansiedad crecía con mi amor.

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