Read Nacidos para Correr Online
Authors: Christopher McDougall
Ver correr a Marcelino era impresionante, tanto que era difícil asimilar todos sus movimientos a la vez. Sus pies bailaban el
jitterbug
sobre las rocas, pero por encima de sus piernas su cuerpo permanecía tranquilo, casi inmóvil. Observándolo de la cintura para arriba, uno podría creer que estaba deslizándose en patines. Con la barbilla alta y el cabello negro agitándosele sobre la frente, parecía haber saltado del póster de Steve Prefontaine que todas las estrellas colegiales de la pista en Estados Unidos tienen en su habitación. Me sentí como si hubiera descubierto el Futuro del Atletismo Americano, viviendo quinientos años en el pasado. Un chico tan talentoso y guapo había nacido para adornar con su cara las cajas de cereales.
—Sí, de acuerdo —dijo Ángel—. Corre por su venas. Su padre era un gran campeón.
El padre de Marcelino, Manuel Luna, era capaz de vencer a casi cualquiera en la versión adulta, que dura toda la noche, del
rarájipari
. La versión real de esta competición constituye el cuerpo y alma de la cultura tarahumara, me explicó Ángel. Todo lo que los hacía únicos se encontraba expuesto en el calor del
rarájipari
.
Primero, dos aldeas se reunían y pasaban la noche haciendo apuestas y bebiendo
tesgüino
, una cerveza casera de maíz capaz de levantar ampollas en la pintura. Llegado el amanecer, los equipos de las dos aldeas se verían las caras con entre tres y ocho corredores por bando. Los atletas correrían ida y vuelta a lo largo de una larga recta, avanzando con la pelota como jugadores de fútbol en un contragolpe rápido. La carrera podía prolongarse por veinticuatro horas, incluso cuarenta y ocho, como se hubiera acordado la noche anterior, pero los corredores no podían distraerse o relajarse bajando el ritmo; con la bola rebotando de un lado a otro y hasta treinta y dos piernas moviéndose por todas partes, los competidores debían mantenerse alerta conforme aceleraban, giraban o zigzagueaban.
—Decimos que el
rarájipari
es el juego de la vida —dijo Ángel—. Nunca sabes cuán duro será. Nunca sabes cuándo terminará. No puedes controlarlo. Tan solo puedes adaptarte.
Y nadie puede superarlo por sí solo, añadió. Ni siquiera una superestrella como Manuel Luna podía ganar sin la aldea detrás. Amigos y familiares alimentaban a los corredores con tazas de pinole. Llegada la noche, los aldeanos encendían varas de
acate
, unas ramas de pino ricas en savia, y los corredores podían continuar la carrera a la luz de las antorchas. Para aguantar un desafío así, uno debe poseer todas las virtudes tarahumara: fortaleza física, paciencia, trabajo en equipo, dedicación y perseverancia. Y por encima de todo, debe adorar correr.
—Va a ser tan bueno como su padre —dijo Ángel, asintiendo con la cabeza hacia Marcelino—. Si lo dejara, estaría así todo el día.
Una vez que llegó hasta el río dio media vuelta y pasó el balón a un pequeño de seis años que había perdido una sandalia y peleaba con su cinturón. Durante unos momentos gloriosos, el Pequeño Casi Descalzo estaba liderando a su equipo, encantado de la vida, brincando en un pie mientras se las arreglaba para que no se le cayera la falda. Fue ahí cuando empecé a vislumbrar la verdadera genialidad del
rarájipari
. Debido a lo irregular de la pista y el trayecto de ida y vuelta, el juego ofrecía infinitas e instantáneas posibilidades de autosabotearse; la bola rebotaba como si saliera disparada por paletas de pinball, lo que permitía a los chicos más lentos recuperarse cuando Marcelino tuviese que extraerla de una grieta. El campo pone a todos en igualdad de condiciones, todos han de enfrentarse a las dificultades y nadie es descartado de inicio. Los chicos y chicas volaban de un lado a otro de la accidentada pista pero a ninguno parecía realmente importarle quién ganaba; no había riñas, ni alardes y, aún más reseñable, no había entrenador dirigiéndolos. Ángel y el profesor observaban felices y con gran interés, pero ninguno gritaba indicaciones. Ni siquiera daban gritos de ánimo. Los niños aceleraban cuando se sentían fogosos, reducían la marcha cuando no, y se daban un respiro a la sombra de un árbol cuando habían forzado la máquina y empezaban a perder aire.
Pero a diferencia del resto de los corredores, Marcelino parecía nunca desacelerar. Era inagotable, flotando cuesta arriba tan ligero como cuando se dejaba llevar cuesta abajo, sus piernas se movían como unas tijeras mientras daba unas zancadas sorprendentemente cortas y delicadas, un movimiento que de alguna forma se las arreglaba para lucir grácil en lugar de violento. Se encontraba entre los más altos de los niños tarahumara y poseía la misma mirada de tensión competitiva que surcaba el rostro de Michael Jordan cuando el reloj se consumía. En la última vuelta de su equipo, Marcelino tiró la pelota a la izquierda de una gran roca, calculando el rebote, y así pudo recibir su autopase, recogiendo la pelota sin detenerse para recorrer cincuenta yardas en cuestión de segundos sobre un terreno tan pedregoso como el lecho de un río.
Ángel golpeó una barra de hierro con la parte trasera de un hacha. Final del partido. Los niños empezaron a volver a la escuela, los mayores cargaban leña para la chimenea. Algunos nos saludaron; varios de ellos habían oído sus primeras palabras en español el día en que habían comenzado las clases. Marcelino, sin embargo, dejó atrás la fila y vino hacia nosotros. Ángel le preguntó qué quería.
—Que vayan bien —dijo—. Caballo Blanco es muy
norawa
de mi papá.
¿Norawa?
No había oído esa palabra antes.
—¿Qué ha dicho? —le pregunté a Salvador—. ¿Caballo es una leyenda que su padre conoce? ¿Alguna historia que su padre cuenta?
—No —dijo Salvador—.
Norawa
significa amigo.
—¿Caballo Blanco es un buen amigo de tu padre? —pregunté.
—Sí —dijo Marcelino asintiendo, antes de desaparecer dentro del colegio—. Es verdaderamente un buen tipo.
“OK —pensé después esa tarde—. Quizá Ángel podría querer intimidarnos, pero debía confiar en la Antorcha”. Ángel nos había dicho que Caballo estaba dirigiéndose hacia el pueblo de Creel, pero debíamos apurarnos: si no lo alcanzábamos, no había pistas de dónde podía aparecerse después. Con frecuencia, Caballo podía desaparecer por meses, nadie sabía adónde iba ni cuándo estaría de vuelta. Piérdele la pista y puede que no haya una segunda oportunidad.
Y Ángel, con toda certeza, no había mentido acerca de una cosa, como estaba descubriendo gracias a la sorprendente fortaleza de mis piernas: justo antes de que empezáramos nuestra larga travesía a través de la barranca, me alcanzó una vieja taza de hojalata repleta de algo que prometió me ayudaría.
—Esto te va a gustar —me aseguró.
Eché un vistazo. La taza estaba llena de un limo pegajoso que parecía arroz con leche sin arroz, con unas burbujas como motas negras que yo estaba seguro eran huevos de rana a medio incubar. Si me hubiera encontrado en cualquier otro lugar, hubiera pensado que estaba bromeando. Parecía que un niño había sacado la porquería de su pecera y estaba intentando convencerme para que la probara. Hubiera apostado a que era una especie de raíz fermentada mezclada con agua de río, lo que significaba que si el sabor no me hacía vomitar, las bacterias lo harían.
—Genial —dije, mientras buscaba un cactus donde pudiera tirarlo sin ser visto—. ¿Qué es?
—
Iskiate
.
Me sonaba familiar… y fue entonces que recordé. El indomable Lumholtz había llegado una vez tambaleándose hasta una casa tarahumara en busca de algo de comer, en medio de una expedición extenuante. Ante él se elevaba amenazante una montaña que debía escalar antes del anochecer. Lumholtz se encontraba exhausto y desesperado, no había forma de que le quedaran fuerzas suficientes para el ascenso.
“Hacia el final de la tarde llegué a una cueva donde una mujer preparaba algo de beber —escribiría después Lumholtz—. Me encontraba muy cansado y no sabía cómo iba a escalar esa montaña para llegar a mi campamento, a unos dos mil pies de altura. Pero luego de satisfacer mi hambre y mi sed con un poco de
iskiate
, enseguida sentí que recobraba las fuerzas y, para mi propio asombro, escalé la cumbre sin demasiado esfuerzo. Después de esto, siempre encontré en el
iskiate
un amigo solícito, tan refrescante y reconstituyente que quizá debería reivindicarlo como un descubrimiento”.
¡Red Bull casero! Esto tenía que probarlo.
—Lo guardaré para luego —le dije a Ángel.
Eché el
iskiate
en una cantimplora llena hasta la mitad de agua purificada con pildoras de yodo. Luego eché un par de píldoras más por si acaso. Estaba hecho polvo, pero a diferencia de Lumholtz no estaba tan desesperado como para arriesgarme a caer con diarrea crónica durante un año debido a unas bacterias en el agua.
Meses después averiguaría que el
iskiate
es también conocido como
chía fresca
. Se hace disolviendo semillas de chía en agua y añadiendo un poco de azúcar y un chorro de zumo de lima. En lo que a contenido nutricional respecta, una cucharada de chía es el equivalente a un batido de salmón, espinacas y hormona del crecimiento humana. Aun siendo tan pequeñas, esas semillas están repletas de omega-3, omega-6, proteínas, calcio, hierro, zinc, fibra y antioxidantes. Si uno tuviera que elegir un alimento para llevar a una isla desierta, no habría muchas opciones mejores que la chía, sobre todo si está interesado en desarrollar músculos, reducir el colesterol y disminuir el riesgo de cardiopatías. Tras unos meses de una dieta basada en chía, probablemente podría regresar nadando. La chía fue alguna vez tan apreciada, que los aztecas solían enviársela a su rey para rendirle homenaje. Los corredores aztecas solían mascar semillas de chía cuando iban a la guerra, y los hopis se alimentaban de chía durante sus carreras épicas desde Arizona hasta el océano Pacífico. El estado mexicano de Chiapas toma su nombre de la semilla; solía cotizarse alto ahí como cultivo comercial, junto al maíz y los frijoles. Pese a su condición de “oro líquido”, la chía es ridículamente fácil de cultivar. De hecho, si tienes un Chia Pet, te encuentras a unos pocos pasos de preparar tu propio lote de esta bebida diabólica. Y vaya que sabía bien la condenada, como descubrí una vez que el yodo se había disuelto lo suficiente como para arriesgarme a dar unos sorbos. Incluso con ese toque medicinal que dejaban las píldoras, el
iskiate
bajaba como un refresco de frutas con delicioso sabor a lima. Quizá tenía que ver con el entusiasmo de la persecución, pero al cabo de pocos minutos, me sentía fantásticamente bien. Incluso la pequeña punzada que sentía en la cabeza debido a haber dormido sobre un frío suelo de tierra la noche anterior, había desaparecido.
Salvador continuó exigiéndonos, corriendo durante todo el día a través del borde de la barranca. Casi lo conseguimos, además. Pero cuando todavía nos faltaban un par de horas por escalar, el sol se esfumó, sumiendo la barranca en una oscuridad tan profunda que todo lo que podía distinguir eran diferentes tonos de negro. Contemplamos la posibilidad de extender nuestras bolsas de dormir y acampar ahí mismo por esa noche, pero nos habíamos quedado sin comida y agua hacía una hora y la temperatura estaba bajando a niveles de congelación. Si conseguíamos continuar una milla más, quizá encontráramos suficiente luz para proseguir nuestro camino y dejar atrás la montaña. Decidimos continuar. Odiaba la idea de pasar la noche tiritando en un trozo de camino al borde de una colina. Estaba tan oscuro que debía seguir a Salvador guiándome por el crujido de sus botas. Prefería no saber cómo hacía para girar correctamente en esos empinados desvíos sin caerse por el precipicio. Pero me demostraría que tenía un sentido de la orientación paranormal. Estaba siguiéndolo a través del bosque, callado para oír atentamente todos sus movimientos, cuando de pronto… de pronto…
Un segundo. ¿Qué pasó con los crujidos de sus botas?
—¿Salvador?
No había respuesta. Mierda.
—¡Salvador!
—¡No pases por aquí! —gritó desde algún sitio delante de donde yo me encontraba.
—¿Cuál es el prob …?
—Calla.
Me callé y me quedé quieto en la oscuridad, preguntándome qué demonios ocurría. Los minutos pasaban. Salvador no hacía un solo ruido. “Volverá”, me dije a mí mismo. “Si se hubiera caído, habría gritado. Hubiera escuchado algo. Un golpe. Algo. Pero, diablos, si tardaba”.
—Bueno.
—Un grito llegó de algún lugar por encima de mi cabeza hacia la derecha.
—Bien, por aquí. ¡Pero ve más lento!
Me giré hacia el lugar de donde provenía su voz y avancé pulgada a pulgada. A mi izquierda podía sentir como el suelo se acababa de pronto. No quería saber cuán cerca había estado Salvador de dar un paso en el vacío.
Hacia las diez de la noche, nos acercamos al borde del acantilado y nos arrastramos dentro de nuestras bolsas de dormir, congelados hasta la médula y completamente agotados. A la mañana siguiente, nos despertamos antes de que el sol saliera y subimos corriendo hasta la camioneta. Para cuando el alba rompió, nos encontrábamos ya tras la supuesta, serpenteante y accidentada pista de Caballo Blanco.
Cada vez que llegábamos a una granja o una pequeña aldea, echábamos los frenos y preguntábamos si alguien conocía a Caballo Blanco. Por todas partes —en la aldea de Samachique, en la escuela de Huischi— oímos la misma cosa: “¡Sí, claro! Pasó por aquí la semana pasada… hace unos días… ayer… Acaba de marcharse…”.
Llegamos a un pequeño grupo de cabinas destartaladas y nos detuvimos para comer algo.
—Ahhh, ten cuidado con ese —dijo una mujer anciana tras el mostrador de una caseta mientras sus manos delgadas y temblorosas me alcanzaban una bolsa de papas fritas cubierta de polvo y una Coca-Cola caliente—. He oído acerca de Caballo Loco. Era un guerrero que se volvió loco. Un hombre murió y él enloqueció. Es capaz de matarte con sus manos. Y —añadió por si se me había olvidado—, está loco.
El último lugar donde había sido visto era el viejo pueblo minero de Creel, donde una mujer en un puesto de tacos nos dijo que lo había visto esa misma mañana, alejándose hacía el final del pueblo, caminando sobre los rieles del tren. Recorrimos los rieles hasta el final de la vía, preguntado a todo el mundo, hasta que llegamos al último edificio: el hotel Casa Pérez. Donde, según escuché encantado y nervioso a la vez, se suponía que estaba en ese momento. Quizá era una buena idea recostarme en el sofá de la esquina. De esa manera, por lo menos, camuflado entre las sombras podría echar un buen vistazo al vagabundo solitario antes de que me viera y saliera disparado de vuelta hacia su habitat natural.