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Authors: Christopher McDougall

Nacidos para Correr (36 page)

BOOK: Nacidos para Correr
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—Siempre supe que tú me matarías —dijo Jenn.

Chocaron sus botellas, dijeron “salud” y empezaron a beber, luchando con las arcadas.

Secaron las botellas, las rellenaron y empezaron a caminar dirección oeste, nuevamente hacia la nada. Cuando aún no se habían alejado demasiado, vieron cómo las sombras se alargaban más allá del cañón.

—Tenemos que buscar más agua —dijo Billy.

Odiaba la idea de volver sobre sus pasos, pero la única posibilidad que tenían de sobrevivir a lo largo de la noche, era ir a la charca y acomodarse ahí hasta el amanecer. Quizá si apuraban tres botellas de agua recuperarían fuerzas suficientes para ir montaña arriba y echar un vistazo alrededor antes de que oscureciera por completo. Se giraron y, una vez más, se internaron en el laberinto.

—Billy —dijo Jenn. —Estamos en serios problemas.

Billy no respondió. La cabeza lo estaba matando y no podía quitarse de la mente unas líneas de
Aullido
que seguían marcando los latidos de su cráneo:

…que desaparecieron en los volcanes de México dejando tras de ellos tan sólo la sombra de sus vaqueros y la lava y la ceniza de la poesía…

“Desaparecieron en México”, pensaba Billy. “Dejando tras de ellos tan sólo la sombra…”

—Billy
—insistió Jenn.

Se habían hecho pasar malos ratos el uno al otro en el pasado, ella y el Cabeza de Chorlito, pero habían encontrado la forma de dejar de romperse el corazón mutuamente y convertirse en mejores amigos. Ella había metido a Billy en esto, y se sentía peor por lo que iba a pasarle a él que por lo que iba a pasarle a sí misma.

—Esto está pasando de verdad, Billy —dijo Jenn. Y empezaron a caérsele las lágrimas—. Vamos a morir aquí. Vamos a morir
hoy
.

—¡CÁLLATE! —gritó Billy, que se había puesto tan nervioso al ver las lágrimas de Jenn que explotó en un estado de pánico que nada tenía que ver con el carácter de Cabeza de Chorlito—. ¡TAN SÓLO CÁLLATE!

El arranque de Billy dejó a ambos atónitos y los sumió en el silencio. Y en ese silencio, escucharon un ruido: el ruido de piedras cayendo en algún lugar detrás de ellos.

—¡OYE! —gritaron juntos Jenn y Billy—. ¡OYE! ¡OYE! ¡OYE!

Empezaron a correr antes de descubrir que no sabían hacia dónde corrían. Caballo les había advertido que si había un peligro mayor que perderse ahí fuera, era que alguien te encontrara.

Jenn y Billy se quedaron quietos, intentando mirar fijamente las sombras bajo la cima del cañón. ¿Podría ser un tarahumara? Un cazador tarahumara era normalmente invisible, les había dicho Caballo; observaría desde la distancia y si no le gustaba lo que veía, desaparecería de vuelta en el bosque. ¿Serían los matones a sueldo de algún cartel de la droga? Fuera quien fuera, tenían que arriesgarse.

—¡OYE —gritaron. —¿QUIÉN ANDA AHÍ?

Escucharon atentamente como el eco de sus voces moría en la distancia. Luego una sombra se separó de la pared del cañón y empezó a moverse hacia ellos.

—¿Has oído eso? —me preguntó Eric.

Nos había tomado dos horas bajar la montaña. No dejábamos de perder el camino y teníamos que detenernos para dar marcha atrás y buscar en nuestra memoria puntos de referencia antes de continuar. Las cabras salvajes habían convertido a la montaña en una telaraña de caminos entrecruzados y poco definidos, y dado que el sol empezaba a desaparecer detrás del borde del cañón, cada vez se hacía más difícil saber a ciencia cierta en qué dirección nos estábamos moviendo.

Finalmente, habíamos visto un lecho seco del río que yo estaba seguro nos llevaría hasta el río mismo. Justo a tiempo, además; había acabado mi ración de agua hacía media hora y ya tenía la boca pastosa. Rompí a correr pero Eric hizo que me detuviera.

—Será mejor asegurarse —dijo y subió la cuesta de vuelta para comprobar nuestra ubicación y orientación—. Vamos bien —dijo.

Empezó a bajar y fue ahí que escuchó el eco de unas voces que venía de algún lugar del desfiladero. Me llamó y empezamos a seguir juntos el eco. Poco después, encontramos a Jenn y a Billy. Jenn todavía estaba llorando. Eric les dio agua y yo les alcancé lo que me quedaba de comer.

—¿Realmente bebieron eso? —pregunté, mirando la boñiga de burro sobre la charca y confiando en que se hubieran confundido.

—Sí —dijo Jenn—. Estábamos volviendo para beber más.

Saqué mi cámara por si algún especialista en enfermedades infecciosas necesitara saber exactamente qué habían metido en sus entrañas. Tan repugnante como se veía, sin embargo, la charca les había salvado la vida: si Jenn y Billy no hubieran vuelto por otro trago en ese preciso momento, todavía estarían internándose más y más en tierra de nadie, con las paredes del cañón cerrándose a sus espaldas.

—¿Pueden correr un poco más? —le pregunté a Jenn—. Creo que no estamos lejos de la aldea.

—Bueno —dijo.

Marcamos un paso suave, pero conforme el agua y la comida los reanimaban, Jenn y Billy empezaron a correr a un ritmo que yo casi no podía seguir. Una vez más, me sorprendía su capacidad para regresar de la muerte. Eric nos guió por el lecho del río y luego reconoció una curva en el cañón. Giramos a la izquierda, e incluso con la luz que se apagaba, podía ver que la tierra delante nuestro había sido pisada recientemente. Una milla y media después, emergimos del desfiladero para encontrar a Scott y Luis, que estaban esperándonos preocupados en las afueras de Batopilas.

Compramos cuatro litros de agua en una pequeña tienda de comestibles y les echamos un puñado de pastillas de yodo.

—No sé si funcionará —dijo Eric—, pero quizá puedan expulsar las bacterias que han tragado.

Jenn y Billy se sentaron en el bordillo y empezaron a beber. Mientras tanto, Scott explicó que nadie se había dado cuenta de la ausencia de Jenn y Billy hasta que el resto del grupo había dejado atrás las montañas. Para entonces, todos estaban tan deshidratados que regresar a buscarlos hubiera puesto a todos en peligro. Caballo agarró una botella de agua y volvió por su cuenta, urgiendo al resto a que se quedaran juntos; lo último que quería era tener a sus gringos dispersos por las barrancas cuando anocheciera.

Como media hora después, Caballo volvió corriendo a Batopilas, con la cara roja y bañado en sudor. Nos había perdido en una de las bifurcaciones del desfiladero y se había dado cuenta de lo inútil de su misión de rescate, así que había regresado al pueblo en busca de ayuda. Cuando nos vio a Eric y a mí —agotados pero todavía en pie— y a los dos jóvenes talentos de la ultramaratón, exhaustos y afligidos sobre el bordillo, supe lo que Caballo estaba pensando antes de que abriera la boca.

—¿Cuál es el secreto, amigo? —le preguntó a Eric, asintiendo con la cabeza hacia mí—. ¿Cómo arreglaste a este tipo?

CAPÍTULO 27

HABIA CONOCIDO a Eric hacía un año, justo después de quitarme las zapatillas de correr indignado y tumbarme en un arroyo helado. Me había lesionado de nuevo y, por lo que a mí respectaba, por última vez.

Tan pronto como regresé de las barrancas, empecé a aplicar las lecciones de Caballo. Estaba impaciente por atarme las zapatillas cada mañana e intentar recobrar aquello que había sentido en las colinas de Creel, donde correr detrás de Caballo había hecho las millas tan sencillas, ligeras, suaves y rápidas que no quería parar. Ya de vuelta, cuando corría proyectaba en la cabeza mi propia película mental de Caballo en acción, recordando la manera en que flotaba por las colinas como si estuviera siendo raptado por alienígenas, consiguiendo de alguna manera mantener todo el cuerpo relajado menos los codos huesudos, que golpeaban con la fuerza de un boxeador. Pese a ser tan desgarbado, cuando Caballo corría me recordaba a Muhammad Ali en el cuadrilátero: parecía tan flojo como un alga arrastrada por la corriente, pero con el toque justo de ferocidad a punto de explotar.

Tras dos meses, estaba corriendo seis millas diarias y diez el sábado o domingo. Mi estilo no podía llamarse todavía “suave”, pero sí se encontraba en algún lugar intermedio entre “fácil” y “ligero”. Pese a todo, estaba empezando a preocuparme un poco. Aunque corriera con toda la cautela del mundo, mis piernas estaban empezando a rebelarse: ese pequeño lanzallamas en mi pie derecho estaba lanzando chispas y sentía como me tiraban las pantorrillas, como si mis tendones hubieran sido reemplazados por cuerdas de piano. Conseguí varios libros sobre estiramiento y me sometí a concienzudas sesiones previas de media hora cada vez que salía a correr, pero la larga sombra de la inyección de cortisona del doctor Torg planeaba sobre mí.

A finales de la primavera, llegó la hora de ponerme a prueba. Gracias a un amigo guardabosque di con la oportunidad perfecta: un viaje de tres días para correr cincuenta millas por el Río Sin Retorno de Idaho, dos millones y medio de acres de la naturaleza más salvaje que existe en los Estados Unidos continentales. El escenario era perfecto: una mula llevaría nuestras provisiones, así que todo lo que yo y los otros corredores teníamos que hacer era correr quince millas diarias de tierra de un campamento a otro.

“Yo no sabía nada de bosques hasta que vine a Idaho”, empezó Jenni Blake, mientras nos guiaba por un delgado y serpenteante camino de tierra a través de los enebros. Viéndola flotar sobre el camino con esa energía adolescente, era difícil creer que habían pasado casi veinte años desde su llegada. A sus treinta y ocho años, Jenni tenía todavía el cerquillo rubio, los atractivos ojos azules y los miembros delgados y bronceados de una universitaria de primer año en vacaciones de verano. Por raro que parezca, sin embargo, vive mucho más despreocupada ahora que en ese entonces.

“Cuando estaba en la universidad era bulímica y tenía la autoestima por los suelos, fue aquí donde finalmente me encontré a mí misma”, me dijo Jenni. Llegó como voluntaria un verano e inmediatamente recibió una motosierra, comida para dos semanas y se le indicó el lugar del bosque donde tenía que abrir trocha. El peso de la mochila casi la tumba, pero decidió no compartir sus dudas con nadie más y ponerse en camino, sola, hacia el bosque.

Al amanecer, se puso las zapatillas y nada más, y se lanzó a correr largo a través del bosque, con el sol ascendente calentándole el cuerpo desnudo. “He pasado semanas aquí fuera completamente sola”, me explicó Jenni. “Nadie podía verme, así que seguía adelante más y más. Es la sensación más increíble que puedas imaginar”. No le hacía falta ni un reloj ni una hoja de ruta; calculaba la velocidad por el cosquilleo del viento sobre su piel y seguía corriendo a través de los caminos repletos de hojas de pino, hasta que las piernas o los pulmones le rogaban que volviera al campamento.

Jenni ha sido una mujer dura desde entonces que corre millas y millas incluso en esos días en que la nieve cubre todo Idaho. Quizá, de alguna manera, esté automedicándose contra problemas profundamente arraigados, pero quizá (parafraseando a Bill Clinton) no había nada de malo en Jenni que no pudiera ser arreglado por lo que Jenni tenía de bueno.

Cuando tres días después, me las arreglé para bajar la última colina pese al dolor que sentía, al final casi no podía caminar. Llegué cojeando hasta el arroyo y me senté ahí, intentando calmarme a la par que me preguntaba qué problema había conmigo. Había tardado tres días en correr la misma distancia del trayecto que había hecho con Caballo, y había terminado con uno de los tendones de Aquiles desgarrados, probablemente los dos, y el dolor en el talón era sospechosamente parecido al que produce la “mordida de vampiro” de las lesiones deportivas: fascitis plantar.

Una vez que la fascitis plantar le clava los colmillos a uno en el tobillo, corre el riesgo de quedar infectado de por vida. Basta echar un vistazo por cualquier foro de corredores en Internet para encontrar, con toda seguridad, un buen puñado de mensajes de aquejados por la FP rogando por una cura. Todo el mundo sugiere rápidamente los mismos remedios —tablillas nocturnas, medias elásticas, ultrasonido, electroshock, cortisona, plantillas ortopédicas— pero los mensajes pidiendo ayuda siguen aumentando porque parece que ninguno de esos remedios realmente funciona.

¿Cómo era posible que Caballo pudiera pegarse carreras cuesta abajo más largas que el Gran Cañón llevando unas sandalias viejas, mientras que yo no podía correr tranquilamente unos pocos meses sin una lesión grave? Wilt Chamberlain, con sus siete pies y una pulgada y 275 libras, no tuvo problemas al correr una ultramaratón de 50 millas cuando tenía sesenta años, luego de que sus rodillas sobrevivieran a una vida jugando baloncesto. ¡Qué diablos! Un marinero noruego llamado Mensen Ernst que casi no recordaba lo que era estar en tierra firme cuando desembarcó en 1832, se las arregló para correr desde París a Moscú debido a una apuesta, promediando unas ciento treinta millas diarias durante catorce días, calzando Dios sabe qué clase de suecos y corriendo sobre Dios sabe qué clase de caminos.

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