Read Nacidos para Correr Online
Authors: Christopher McDougall
Poesía, música, bosques, océanos, soledad… son estos los que hacen desarrollar una enorme fuerza espiritual. Llegué a la conclusión de que antes de una carrera debía cuidarse el espíritu tanto o más que la condición física.
—
Herb Elliott
, campeón olímpico y poseedor del récord mundial de la milla. Entrenaba descalzo, escribía poesía y se retiró imbatido.
—OYE, OSO —me gritó un tendero, invitándome a pasar.
Habíamos llegado dos días antes a Urique, y en todas partes ya nos conocían por los nombres animales que nos había puesto Caballo. “En todas partes”, claro, significaba unas quinientas yardas a la redonda. Urique es una aldea pequeña del Mundo Perdido, asentada a solas al pie de la barranca, como una piedra en el fondo de un pozo. Para cuando terminamos de desayunar el primer día, ya habíamos sido introducidos en la vida social del pueblo. Cada vez que pasaban patrullando, los soldados de una brigada del ejército que acampaba en las afueras saludaban a Jenn al grito de “¡Hola, Brujita!”. Los niños saludaban a Ted Descalzo gritando “Buenos días, Señor Mono.”
—Oye, Oso —continuó el tendero—. ¿Sabes que nunca nadie ha vencido a Arnulfo? ¿Sabes que ha ganado la carrera de los cien kilómetros tres veces seguidas?
La gente de Urique no había vivido ningún Derby de Kentucky, ni elección presidencial, ni ningún juicio por asesinato cometido por alguna celebridad, tan apasionada y personalmente como estaba viviendo la carrera organizada por Caballo. Urique era un pueblo minero cuyos mejores días habían terminado hace ya más de un siglo, así que solo tenía dos cosas de las que sentirse orgulloso: un paisaje tremendamente escarpado y sus vecinos tarahumaras. Y ahora, por primera vez, un grupo de exóticos corredores foráneos había hecho todo este viaje para medirse contra ambos, así que se había convertido en mucho más que una carrera: para la gente de Urique, era una oportunidad única en la vida de demostrar al mundo exterior de qué estaban hechos.
Incluso Caballo estaba sorprendido de descubrir que la carrera había sobrepasado sus expectativas y se estaba convirtiendo en la
Ultimate Fighting Competition
de las ultramaratones clandestinas. A lo largo de los dos últimos días, los tarahumaras habían ido llegando por goteo procedentes de las cuatro esquinas. Cuando nos despertamos a la mañana siguiente de nuestro viaje desde Batopilas, vimos a un grupo de tarahumaras locales bajando esforzadamente de las colinas que rodean la aldea. Caballo ni siquiera estaba seguro de que los tarahumaras de Urique todavía corrieran; tenía miedo de que, como en el trágico caso de los tarahumaras de Yerbabuena, las mejoras de la carretera emprendidas por el gobierno los hubieran convertido de corredores a autoestopistas. Y, ciertamente, tenían pinta de encontrarse en plena transformación: los tarahumaras de Urique todavía llevaban encima sus varas de madera
palia
(su versión del juego de pelota era más bien una especie de hockey sobre pista rápida), pero en lugar de la falda blanca y sandalias tradicionales vestían los shorts de deporte y zapatillas que les habían dado en la misión católica.
Esa misma tarde, Caballo no cabía en sí de alegría cuando vio a un tipo de cincuenta y cinco años llamado Herbolisto llegar corriendo desde Chinivo, acompañado de Nacho, un campeón de cuarenta y un años procedente de uno de los asentamientos vecinos. Como Caballo había temido, Herbolisto había estado en cama con gripe. Pero era uno de los más antiguos amigos tarahumaras de Caballo, así que tan pronto como se sintió un poco mejor, agarró su bolsa de pinole y emprendió el viaje de sesenta millas por su cuenta, deteniéndose por el camino para invitar a Nacho a que se uniera a la fiesta.
Llegada la víspera del día de la carrera, el número de participantes se había triplicado de ocho a veinticinco. Por toda la calle principal de Urique se discutía acaloradamente quién era el favorito: ¿Sería Caballo Blanco, el astuto veterano que había robado los secretos de los corredores americanos y tarahumaras? ¿O los tarahumaras de Urique, que conocían al dedillo los caminos de la zona y contaban con el orgullo y apoyo local? Había quien apostaba su dinero a Billy Cabeza de Chorlito, el Lobo Joven, cuya pinta de dios del surf levantaba miradas de asombro cada vez que se lanzaba a nadar al río Urique. Pero la mayoría de las voces estaban divididas entre las dos estrellas: Arnulfo, rey de las Barrancas del Cobre, y El Venado, su misterioso contenedor extranjero.
—Sí, señor —le respondí al tendero—. Arnulfo ha ganado la carrera de los cien kilómetros en las barrancas tres veces. Pero El Venado ha ganando una carrera de cien
millas
a través de las montañas
siete
veces.
—Pero aquí hace mucho calor —replicó—. Los tarahumaras se comen el calor.
—Es cierto. Pero El Venado ganó una carrera de ciento treinta y cinco millas a través de un desierto llamado el Valle de la Muerte en pleno verano. Nunca nadie la ha hecho tan rápido.
—Nadie le gana a los tarahumaras —insistió el tendero.
—Eso he oído. Entonces, ¿a quién le vas a apostar?
Se encogió de hombros.
—Al Venado.
Los aldeanos de Urique habían crecido admirando a los tarahumaras, pero este gringo alto con sus chillonas zapatillas naranjas no se parecía a nadie que hubieran visto antes. Resultaba escalofriante ver a Scott correr al lado de Arnulfo; a pesar de que Scott nunca antes había visto a los tarahumaras y de que Arnulfo nunca había visto el mundo exterior, de alguna manera estos dos hombres separados culturalmente por miles de años habían desarrollado el mismo estilo a la hora de correr. Abordaban el arte de correr desde extremos opuestos de la historia y se habían encontrado justo en el medio. Lo vi por primera vez en lo alto de la montaña Batopilas, cuando finalmente habíamos alcanzado la cima y el camino se asentaba según bordeaba la cumbre. Arnulfo aprovechó la altiplanicie para acelerar. Scott se mantuvo pisándole los talones. Según se curvaba el camino siguiendo el poniente, los dos desaparecieron en el resplandor. Durante un momento, no era capaz de distinguirlos: dos siluetas encendidas moviéndose con un ritmo y una elegancia idénticos.
—¡La tengo! —me dijo Luis, retrocediendo para mostrarme la imagen en su cámara digital.
Luego aceleró de nuevo y giró sobre sus talones justo a tiempo para capturar en sus fotografías todo lo que yo había ido aprendiendo sobre el arte de correr en los últimos dos años. Aún más importantes que sus siluetas haciendo juego, eran sus sonrisas; los dos sonreían abiertamente, con un placer muscular auténtico, como delfines saltando entre las olas.
—Esta foto me va a hacer llorar cuando la vuelva a ver en casa —dijo Luis—. Es como tener a Babe Ruth y Mickey Mantle en la misma toma.
Si Arnulfo tenía alguna ventaja, esta no pasaba por el estilo o el espíritu.
Pero yo tenía otra razón para apostar por Scott. Durante las últimas y más duras millas del camino a Urique, se mantuvo a mi lado al final del grupo y yo no podía sino preguntarme por qué. Scott había venido hasta aquí para ver a los mejores corredores del mundo, entonces ¿por qué perdía su tiempo con uno de los peores? ¿No le molestaba que retrasara a todos? Tras siete horas descendiendo esa montaña, llegué a una respuesta: Todo lo que el entrenador Joe Vigil creía acerca del carácter, lo que el doctor Bramble había conjeturado con sus modelos antropológicos, era lo que Scott venía haciendo durante toda su vida. Scott había entendido que no corremos para ganarnos los unos a los otros, sino para estar
junto
a esos otros. Scott lo había aprendido antes de que pudiera elegir, cuando corría con Dusty y los chicos por los bosques de Minnesota. No era un buen corredor y no tenía razones para creer que algún día lo sería, pero la alegría que sentía corriendo era la alegría de sumar su fuerza al grupo. Otros corredores intentan abstraerse del cansancio con iPods a todo volumen o imaginando el rugir de la multitud en un estadio olímpico, pero Scott tenía un método más sencillo: es fácil abstraerse cuando se está pensando en alguien más.
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Es por eso que los tarahumaras apuestan como locos antes de un juego de pelota. Porque los hace socios igualitarios en el esfuerzo, haciendo saber a los corredores que están todos juntos en esto. Asimismo, los hopis consideran correr como una forma de plegaria; ofrecen cada paso como un sacrificio a un ser amado, y a cambio, ruegan al Gran Espíritu que les conceda su fortaleza. A sabiendas de esto, no es de extrañar que Arnulfo no tenga interés alguno en correr fuera de las barrancas, ni que Silvino no haya vuelto a hacerlo: si no estaban corriendo por su gente, ¿qué sentido tenía? Scott, cuyos pensamientos nunca habían dejado atrás a su madre enferma, era todavía un adolescente cuando comprendió esa conexión entre la compasión y la competencia.
Los tarahumaras sacaban fuerzas de sus tradiciones, me di cuenta, pero Scott sacaba fuerzas de
todas
las tradiciones relacionadas con correr. Era a la vez un erudito y un innovador, un estudioso omnívoro que les daba tanta importancia a las tradiciones de los navajo, los bosquimanos del Kalahari y los monjes maratonistas del monte Hiei como a los niveles aeróbicos, el umbral de lactato y el reclutamiento óptimo de los tres niveles de fibra muscular (no dos, como creen la mayoría de los corredores).
Arnulfo no se estaba enfrentando a un americano veloz. Estaba a punto de correr contra el único corredor tarahumara del siglo XXI que había en todo el mundo.
Mientras el tendero y yo estábamos ocupados discutiendo los pros y contras de cada corredor, vi a Arnulfo pasar andando. Agarré un par de paletas heladas para pagarle por las limas dulces que él me había dado en su casa, y buscamos juntos algún lugar con sombra donde sentarnos y relajarnos. Vi a Manuel Luna sentado debajo de un árbol, pero se lo veía tan solo y absorto en sus pensamientos, que pensé que era mejor no molestarlo. El Mono Descalzo, sin embargo, pensaba lo contrario.
—¡MANUEL! —gritó Ted Descalzo desde el otro lado de la calle.
La cabeza de Manuel se irguió bruscamente.
—Amigo, me alegra verte —dijo Ted Descalzo.
Ted había estado buscando un poco de caucho de neumático para hacerse sus propias sandalias tarahumaras, pero se había dado cuenta de que necesitaba la ayuda de un experto. Tomó del brazo a un desconcertado Manuel y lo llevó hasta una pequeña tienda. Resultó que Ted tenía razón: no todo el caucho es igual. Lo que Ted necesitaba, le hizo ver Manuel con las manos, era una tira con un surco justo en el medio, de manera que el nudo para la correa que va al dedo gordo pudiera ser avellanado sin que el suelo fuera a arrancarlo.
Minutos después, Ted Descalzo y Manuel Luna se encontraban en la calle con las cabezas una al lado de la otra, silueteando los pies de Ted y cortando el caucho sobrante con mi enorme cuchilla Victorinox. Trabajaron toda la tarde, recortando y midiendo, hasta que, justo antes de la hora de cenar, Ted pudo hacer una carrera de prueba calle abajo con sus nuevas Air Luna. De ahí en adelante, ambos se hicieron inseparables. Llegaron a cenar juntos y dieron vueltas por el restaurante lleno buscando un lugar donde sentarse.
Urique tenía un solo restaurante, pero cuando lleva las riendas Mamá Tita, uno es más que suficiente. A lo largo de cuatro días, desde que el sol rompía hasta la medianoche, esta alegre mujer de sesenta y tantos años mantuvo la llama de los cuatro fogones de gas a toda mecha, mientras iba y venía de un lado a otro de esa cocina que ardía como un cuarto de calderas y de la que no dejaba de sacar montañas de comida para los corredores de Caballo: estofado de pollo y de cabra, pescado de río rebozado, carne a la parrilla, frijoles refritos y guacamole, y salsas ácidas con sabor a menta; todo adornado con limas dulces y aceite de chile y cilantro fresco. En el desayuno, nos servía huevos revueltos con queso de cabra y pimientos dulces, al lado de unos tazones repletos de pinole y crepas que sabían a un pastel tipo
pound cake
. Una mañana me ofrecí voluntario para ayudar en la cocina y así aprender la receta secreta.
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Mientras los corredores tarahumaras y los americanos se apretaban en dos largas mesas en el jardín trasero de Tita, Caballo golpeó una botella y se puso en pie. Pensé que nos iba a dar las últimas instrucciones para la carrera, pero él tenía algo distinto en mente.