Authors: Eiji Yoshikawa
La noche del festival de las flores, Osugi alzó la vista de su trabajo en la parcela de los morales y vio que su nieto de nariz mocosa corría descalzo por el campo.
—¿Dónde has estado, Heita? —le preguntó severamente—. ¿En el templo?
—Aja.
—¿Estaba Otsū allí?
—Sí —respondió excitado, todavía sin aliento—. Y llevaba un obi muy bonito. Estaba ayudando a celebrar el festival.
—¿Te has traído un poco de té dulce y un ensalmo para mantener a los bichos alejados?
—Pues no.
Los ojos de la anciana, normalmente ocultos entre pliegues y arrugas, se abrieron de par en par y reflejaron irritación.
—¿Y por qué no?
—Otsū me ha dicho que no me preocupara por eso, que viniera corriendo a casa y te lo dijera.
—¿Decirme qué?
—Que Takezō estaba al otro lado del río. Dice que lo ha visto, en el festival.
La voz de Osugi descendió una octava.
—¿De veras? ¿De veras te ha dicho eso, Heita?
—Sí, abuela.
El fuerte cuerpo de la mujer pareció perder su rigidez en el acto, y las lágrimas empañaron sus ojos. Se volvió lentamente, como si esperase ver a su hijo detrás de ella. Al no ver a nadie, volvió la cabeza de nuevo.
—Heita —le dijo bruscamente al muchacho—. Ocúpate de recoger estas hojas de moral.
—¿Adonde vas?
—A casa. Si Takezō ha vuelto, Matahachi también estará aquí.
—Iré contigo.
—No, quédate aquí. No seas pesado, Heita.
La anciana se marchó con paso airado, dejando al pequeño tan desamparado como un huérfano. La casa de campo, rodeada de viejos y nudosos robles, era de gran tamaño. Osugi se apresuró por delante de ella, en dirección al granero, donde estaban trabajando su hija y algunos agricultores arrendatarios. Cuando todavía estaba a bastante distancia de ellos, empezó a llamarles con cierto nerviosismo.
—¿Ha vuelto Matahachi a casa? ¿Está ya aquí?
Sobresaltados, se la quedaron mirando como si hubiera perdido el juicio. Finalmente uno de los hombres dijo que no, pero la anciana no pareció oírle. Era como si en su estado de nerviosismo se negara a aceptar un no por respuesta. Al ver que seguían mirándola sin comprender, les llamó burros y les explicó lo que acababa de saber por medio de Heita, diciéndoles que si Takezō había regresado, sin duda Matahachi lo habría hecho con él. Entonces volvió a adoptar su papel de comandante en jefe y les envió a buscarle en todas las direcciones. Ella se quedó en la casa, y cada vez que oía a alguien aproximarse, salía corriendo para preguntar si ya le habían encontrado.
Cuando se puso el sol, Osugi aún no se había dejado desanimar, y encendió una vela ante las tablillas en recuerdo de los antepasados de su marido. Tomó asiento, al parecer absorta en las plegarias e inmóvil como una estatua. Puesto que todo el mundo estaba todavía afuera, buscando a su hijo, no se sirvió la cena en la casa, y cuando anocheció y aún no había noticias Osugi se movió por fin. Como si estuviera en trance, salió de la casa y caminó lentamente hasta la puerta del muro, donde se quedó esperando, oculta en la oscuridad. Una luna acuosa brillaba entre las ramas de roble, y las montañas que se alzaban delante y detrás de la casa estaban veladas por una bruma blanca. Impregnaba la atmósfera el aroma dulzón de las flores de peral.
Transcurrió largo tiempo, hasta que alguien se aproximó, avanzando por el borde exterior del huerto de perales. Cuando reconoció a Otsū por su silueta, Osugi la llamó y la muchacha corrió hacia ella, sus húmedas sandalias resonando ruidosamente al contacto con la tierra.
—¡Otsū! Me han dicho que has visto a Takezō. ¿Es cierto?
—Sí, estoy segura de que era él. Le vi entre la muchedumbre que estaba fuera del templo.
—¿No viste a Matahachi?
—No. Salí corriendo para preguntarle por él, pero cuando le llamé, Takezō echó a correr como un conejo asustado. Mi mirada tropezó por un instante con la suya, antes de que desapareciera. Siempre ha sido raro, pero no puedo imaginar por qué huyó de esa manera.
—¿Huyó? —inquirió Osugi, perpleja.
Se puso a reflexionar, y cuanto más lo hacía, tanto más iba tomando forma en su mente una terrible sospecha. Empezaba a ver claro que aquel muchacho Shimmen, aquel rufián al que tanto odiaba por haberse llevado a su precioso Matahachi a la guerra, volvía a tramar algo que no podía ser bueno.
Finalmente dijo en tono amenazador:
—¡Ese desgraciado! Lo más probable es que haya dejado al pobre Matahachi moribundo en algún lugar, para volver furtivamente él solo a casa, sano y salvo. ¡Es un cobarde! —Empezó a temblar de furia y su voz subió de tono hasta convertirse en un chillido—: ¡No puede esconderse de mí!
Otsū no había perdido la compostura.
—No, no creo que Takezō hiciera semejante cosa. Aun cuando hubiera tenido que dejar a Matahachi atrás, sin duda nos lo diría o por lo menos nos traería algún recuerdo suyo.
Otsū parecía disgustada por la apresurada acusación de la anciana.
Sin embargo, Osugi había llegado a convencerse de la perfidia de Takezō. Sacudió la cabeza briosamente y siguió diciendo:
—¡Oh, no, él no lo haría! ¿Cómo iba a hacerlo ese joven demonio? No tiene tanto corazón. Matahachi nunca debería haberse relacionado con él.
—Abuela... —le dijo Otsū en tono consolador.
—¿Qué? —replicó con brusquedad Osugi, en absoluto consolada.
—Creo que si vamos a casa de Ogin, es posible que encontremos a Takezō allí.
La anciana se relajó un poco.
—Puede que tengas razón. Es su hermana, y no hay nadie más en este pueblo dispuesto a cobijarle.
—Entonces vayamos a comprobarlo, sólo tú y yo.
Osugi se resistió.
—No veo por qué habría de hacer eso. Ella sabía que su hermano arrastró a mi hijo a la guerra, pero ni una sola vez vino a disculparse ni presentar sus respetos. Y ahora que él ha vuelto, ni siquiera ha venido a decírmelo. No sé por qué habría de ir a su casa. Es degradante. La esperaré aquí.
—Pero ésta no es una situación ordinaria —replicó Otsū—. Además, lo que ahora importa es ver a Takezō lo antes posible. Tenemos que averiguar lo que ha ocurrido. Vamos, abuela, por favor. No tendrás que hacer nada. Si quieres, yo me ocuparé de las formalidades.
Osugi se dejó persuadir a regañadientes. Por supuesto, estaba tan ansiosa como Otsū por averiguar lo que ocurría, pero prefería morir antes que pedirle nada a un Shimmen.
La casa no estaba lejos. Al igual que la familia Hon'iden, los Shimmen pertenecían a la pequeña aristocracia rural, y el origen de ambas familias se remontaba al clan Akamatsu, muchas generaciones atrás. Sus casas estaban una frente a otra, con el río de por medio, y siempre se habían reconocido tácitamente el derecho a la existencia, pero su intimidad no pasaba de ahí.
Cuando llegaron al portal del muro lo encontraron cerrado, y más allá el ramaje de los árboles era tan espeso que no se veía ninguna luz de la casa. Otsū echó a andar con la intención de dar la vuelta al muro y entrar por la puerta trasera, pero Osugi se paró en seco, negándose a continuar con la testarudez de una muía.
—No me parece correcto que el cabeza de familia de los Hon'iden entre en la residencia Shimmen por la puerta trasera. Es degradante.
Al comprender que la anciana no iba a moverse, Otsū siguió sola hasta la puerta trasera. Poco después se encendió una luz al otro lado de la puerta principal. Ogin en persona había acudido a saludar a la anciana, la cual, transformada repentinamente de una vieja bruja que araba los campos en una gran dama, se dirigió a su anfitriona en tono altivo.
—Perdóname por molestarte a estas horas, pero el motivo que me ha traído aquí no podía esperar. ¡Has sido muy amable al venir e invitarme a entrar!
Pasó por el lado de Ogin, entró en la casa y fue de inmediato, como si fuese una enviada de los dioses, al tokonoma, el lugar de honor de la casa, ante el que se sentó con porte orgulloso, su figura enmarcada por un pergamino colgante y un conjunto floral. Entonces se dignó aceptar las más sinceras palabras de bienvenida por parte de Ogin.
Finalizado el intercambio de saludos, Osugi fue directamente al grano. Su falsa sonrisa desapareció mientras miraba furibunda a la joven que estaba ante ella.
—Me han dicho que el joven demonio de esta casa ha vuelto a rastras. Ve a buscarle, por favor.
Aunque Osugi tenía fama de deslenguada, esta observación malévola sin ningún disimulo incomodó a la educada Ogin.
—¿El joven demonio? ¿A quién te refieres? —inquirió la joven, conteniéndose visiblemente.
La camaleónica Osugi cambió de táctica.
—Ha sido un lapsus, te lo aseguro —le dijo riendo—. Así es cómo le llama la gente del pueblo. Supongo que me lo han pegado. El «joven demonio» es Takezō. Se oculta aquí, ¿no es cierto?
—No, ¿por qué? —replicó Ogin, realmente pasmada. Se mordió el labio, azorada al oír a la mujer referirse a su hermano de aquella manera.
Otsū se apiadó de ella y le explicó que había visto a su hermano en el festival. Entonces, deseosa de alisar los sentimientos encrespados, añadió:
—Es raro que no haya venido directamente aquí, ¿verdad?
—Pues no ha venido —dijo Ogin—. Ésta es la primera noticia que tengo de su regreso. Pero si ha vuelto, como dices, estoy segura de que llamará a la puerta de un momento a otro.
Osugi, sentada formalmente en un cojín sobre el suelo, las piernas dobladas con pulcritud bajo ella, entrelazó las manos en su regazo y, con la expresión de una suegra ultrajada, se embarcó en una diatriba.
—¿Qué significa esto? ¿Esperas que me crea que todavía no sabes nada de él? ¿No comprendes que soy la madre a cuyo hijo ese inútil hermano tuyo ha arrastrado a la guerra? ¿No sabes que Matahachi es el heredero y el miembro más importante de la familia Hon'iden? Fue tu hermano quien convenció a mi hijo para que se marchara de casa y se hiciera matar. Si mi hijo ha muerto, es tu hermano quien le ha matado, y si cree que puede volver a casa sigilosamente y librarse de su responsabilidad... —La anciana se detuvo el tiempo suficiente para recobrar el aliento y volvió a mirar enfurecida a la joven—. ¿Y qué me dices de ti? Puesto que sin duda ha tenido la indecencia de volver solo disimuladamente, ¿por qué razón tú, su hermana mayor, no le has enviado de inmediato a verme? Estoy disgustada con los dos, por tratar a una mujer mayor con semejante falta de respeto. ¿Quién te crees que soy?
Aspiró aire de nuevo y siguió despotricando:
—Si tu Takezō ha vuelto, devuélveme a mi Matahachi. Si eso no te es posible, lo menos que puedes hacer es convocar aquí a ese joven demonio y pedirle que me dé una explicación satisfactoria de lo que le ha sucedido a mi precioso muchacho y dónde se encuentra... ¡Ahora mismo!
—¿Cómo podría hacer tal cosa? Te digo que no está aquí.
—¡Ésa es una sucia mentira! —gritó la anciana—. ¡Tienes que saber dónde está!
—¡Pero no lo sé, créeme! —protestó Ogin.
Le temblaba la voz y tenía los ojos arrasados de lágrimas. Se inclinó hacia adelante, deseando con todas sus fuerzas que su padre estuviera vivo.
De repente, desde la puerta que daba a la terraza, llegó un fuerte crujido, seguido por el ruido de unos pies al correr.
Los ojos de Osugi relampaguearon y Otsū empezó a levantarse, pero el siguiente sonido fue el de un grito que ponía los pelos de punta, tan próximo a un aullido animal como es capaz de producir la voz humana.
—¡Cogedle! —gritó un hombre.
Entonces se oyó el sonido de varios pares más de pies, que corrían alrededor de la casa, acompañado por los chasquidos de ramas rotas y el susurro de las cañas de bambú.
—¡Es Takezō! —exclamó Osugi. Poniéndose en pie de un salto, miró furibunda a Ogin, que seguía arrodillada, y le dijo enfurecida—: Sabía que estaba aquí, lo veía con tanta claridad como la nariz en tu cara. No sé por qué has tratado de ocultármelo, pero te aseguro que jamás lo olvidaré.
Se precipitó hacia la puerta corredera y la abrió bruscamente. Lo que vio en el exterior le hizo palidecer más todavía.
Un joven con espinilleras estaba tendido de bruces en el suelo, evidentemente muerto, aunque todavía le brotaba sangre fresca de los ojos y la nariz. A juzgar por el aspecto de su cráneo roto, alguien le había matado con un solo golpe de una espada de madera.
—Hay..., hay un muerto... ¡Un hombre muerto ahí afuera! —dijo Osugi en voz entrecortada.
Otsū fue con la lámpara a la terraza y permaneció al lado de Osugi, la cual contemplaba aterrada el cadáver. No era ni Takezō ni Matahachi, sino un samurai al que ninguna de las dos reconocía.
—¿Quién puede haber hecho esto? —murmuró Osugi, y, volviéndose rápidamente a Otsū, le dijo—: Volvamos a casa antes de que nos veamos mezcladas en algo desagradable.
Otsū no podía marcharse de aquella manera. La anciana había dicho demasiadas cosas crueles, y sería injusto abandonar a Ogin sin aplicarle primero un bálsamo en sus heridas. Pensaba que, si Ogin había mentido, sin duda tenía buenas razones para ello. Sintiendo que debía quedarse para consolar a Ogin, le dijo a Osugi que regresaría más tarde.
—Haz lo que te plazca —replicó bruscamente Osugi, y se dispuso a marcharse.
Ogin tuvo la amabilidad de ofrecerle un farol, pero Osugi lo rechazó, con una expresión de orgulloso desafío.
—Te hago saber que la jefe de la familia Hon'iden no es tan senil que necesite una luz para caminar. —Se arremangó el kimono, salió de la casa y se internó resueltamente en la niebla que iba espesándose.
No lejos de la casa, un hombre le pidió que se detuviera. Estaba espada en mano, con brazos y piernas protegidos por una armadura. Era sin duda un samurai profesional, de una clase que no se encontraba ordinariamente en el pueblo.
—¿Acabas de salir de la casa de Shimmen? —le preguntó.
—Sí, pero...
—¿Perteneces a la familia Shimmen?
—¡De ninguna manera! —replicó Osugi—. Soy la cabeza de familia de la casa de samurai al otro lado del río.
—¿Quieres decir entonces que eres la madre de Hon'iden Matahachi, que fue con Shimmen Takezō a la batalla de Sekigahara?
—Sí, es cierto, pero mi hijo no fue por su voluntad. Le engañó para que fuera ese joven demonio.
—¿Demonio?
—Ese... ¡Takezō!
—Veo que ese Takezō no está muy bien considerado en el pueblo.
—¿Bien considerado? No me hagas reír. ¡Nunca has visto a un matón semejante! No puedes imaginar los problemas que hemos tenido en mi casa desde que mi hijo se relacionó con él.