Authors: Eiji Yoshikawa
—Yo..., yo..., no puedo andar —musitó Okō con la voz distorsionada por el alcohol.
Matahachi la llevó hasta su jergón. La cabeza de la mujer descansaba en su hombro. Una vez allí, ella se volvió hacia Takezō y le dijo con rencor:
—Tú, Takezō, duermes ahí solo. Te gusta dormir solo, ¿no es cierto?
Sin un murmullo, Takezō se tendió donde estaba. Había bebido mucho y era muy tarde.
Cuando se despertó era pleno día. En cuanto abrió los ojos, lo percibió. Algo le dijo que la casa estaba vacía. Las cosas que Okō y Akemi habían amontonado el día anterior para el viaje habían desaparecido. No había ropas ni sandalias... Matahachi tampoco estaba.
Llamó, pero no obtuvo respuesta, ni la esperaba. Una casa vacía tiene un aura propia. No había nadie en el patio, nadie detrás de la casa, nadie en la leñera. El único rastro de sus compañeros era un brillante peine rojo que estaba junto a la boca abierta de la cañería del agua.
«¡Matahachi es un cerdo!», se dijo.
Husmeó el peine y recordó cómo Okō había intentado seducirle aquella noche, hacía poco tiempo.
«Esto es lo que ha derrotado a Matahachi», pensó, y la mera idea le hizo hervir de cólera.
—¡Idiota! —gritó—. ¿Y Otsū? ¿Qué piensas hacer con ella? ¿No la has abandonado ya demasiadas veces, cerdo?
Pisoteó el peine barato. Quería llorar de rabia, no por sí mismo, sino por la lástima que le daba Otsū, a quien podía imaginar nítidamente esperando en el pueblo.
Mientras permanecía sentado en la cocina, lleno de desconsuelo, el caballo extraviado miró impasible a través del vano de la puerta. Al ver que Takezō no le daba una palmada en el hocico, entró, fue hasta la pila y empezó a lamer perezosamente unos granos de arroz que se habían pegado allí.
En el siglo XVII, la carretera de Mimasaka venía a ser una vía principal. Partía de Tatsuno, en la provincia de Harima, y serpenteaba por un territorio conocido proverbialmente como «una montaña detrás de otra». Al igual que las estacas que señalaban la frontera entre Mimasaka y Harima, seguía una serie de elevaciones que parecían interminables. Los viajeros que coronaban el puerto de Nakayama veían a sus pies el valle del río Aida, donde, a menudo para su sorpresa, había un pueblo de tamaño considerable.
En realidad, Miyamoto era más un conjunto de villorrios diseminados que un pueblo verdadero. Había un grupo de casas a lo largo de las orillas del río, otro amontonado más arriba, en las colinas, y un tercero en medio de campos llanos que eran pedregosos y, por lo tanto, difíciles de arar. En total, el número de casas era importante para un núcleo rural de la época.
Hasta hacía alrededor de un año, el señor Shimmen de Iga había mantenido un castillo a poca distancia del río, pequeño en comparación con otros castillos, pero que de todos modos atraía a un flujo continuo de artesanos y mercaderes. Más al norte estaban las minas de plata de Shikozaka, ya muy lejos de la época de su pleno rendimiento, pero que en otro tiempo habían seducido a los mineros de todas las regiones del país.
Los viajeros que se trasladaban desde Tottori, en la costa del mar del Japón, a Himeji, en la del mar Interior, o desde Tajima a Bizen a través de las montañas, usaban naturalmente la carretera y, con la misma naturalidad, hacían un alto en Miyamoto. Éste tenía la atmósfera exótica de un pueblo visitado a menudo por los naturales de diversas provincias, y no sólo se enorgullecía de tener una posada, sino también una tienda de prendas de vestir. Albergaba también a un grupo de mujeres de la noche, las cuales, con el cuello empolvado de blanco, como estaba de moda, permanecían inmóviles ante sus establecimientos como murciélagos blancos bajo los aleros. Aquél era el pueblo que Takezō y Matahachi habían abandonado para ir a la guerra.
Otsū estaba sentada, mirando por encima de los tejados de Miyamoto y soñando despierta. Era una muchacha menuda, de tez blanca y reluciente cabello negro, osamenta ligera y miembros frágiles. Tenía un aire ascético, casi etéreo. Al contrario que las robustas y rubicundas muchachas campesinas que trabajaban en los arrozales, los movimientos de Otsū eran delicados. Caminaba con garbo, el largo cuello estirado y la cabeza alta. Ahora, encaramada en el porche del templo de Shippōji, parecía una estatuilla de porcelana.
Era una niña expósita que se había criado en aquel templo de montaña, y había adquirido una encantadora reserva que no suele encontrarse en una muchacha de dieciséis años. Su aislamiento de las demás niñas de su edad y del mundo cotidiano le había dado una expresión contemplativa y seria que tendía a desconcertar a los hombres acostumbrados a las mujeres frívolas. Matahachi, su prometido, sólo tenía un año más que ella, y desde que abandonó Miyamoto con Takezō el año anterior no había vuelto a saber de él. Incluso durante los dos primeros meses del nuevo año había suspirado por tener noticias suyas, pero ahora se aproximaba el cuarto mes y ya no se atrevía a abrigar esperanzas.
Dirigió perezosamente su mirada a las nubes y un pensamiento cruzó por su mente: «Pronto habrá transcurrido un año entero».
«La hermana de Takezō tampoco sabe nada de él. Sería una necia si creyera que uno de ellos está vivo.» De vez en cuando decía a alguien estas palabras, anhelando, casi suplicando con la voz y la mirada, que su interlocutor la contradijera, la animara a no abandonar la esperanza. Pero nadie hacía caso de sus suspiros. Para los realistas pueblerinos, que ya se habían acostumbrando a que las tropas de Tokugawa ocuparan el modesto castillo de Shimmen, no había ninguna razón para suponer que habían sobrevivido. Ni un solo miembro de la familia del señor Shimmen había regresado de Sekigahara, cosa muy natural, pues eran samuráis, habían sido derrotados y no querrían presentarse entre quienes los conocían. Pero eso no rezaba para los soldados rasos de infantería. ¿No era normal que regresaran a casa? ¿No lo habrían hecho mucho tiempo atrás de haber sobrevivido?
Una vez más, como lo había hecho en innumerables ocasiones anteriores, Otsū se preguntó por qué los hombres tenían que escaparse para ir a la guerra. Había llegado a gozar, aunque con un goce melancólico, de aquellos momentos en que permanecía a solas en el porche del templo y reflexionaba en ese imponderable. Podría quedarse allí durante horas, sumida en una ensoñación nostálgica. De repente, una voz masculina que la llamaba por su nombre invadió su isla de paz.
Otsū alzó la vista y vio aun hombre más bien joven que se acercaba a ella desde el pozo. Vestía tan sólo un taparrabos, que apenas cumplía con su función, y su piel curtida por la intemperie brillaba como el oro mate de una antigua estatua budista. Era el monje zen que, tres o cuatro años atrás, había llegado allí procedente de la provincia de Tajima. Desde entonces residía en el templo.
—Por fin ha llegado la primavera —se decía a sí mismo con satisfacción—. La primavera es una bendición, aunque variable. En cuanto hace un poco de calor, esos insidiosos piojos se apoderan del campo. Intentan dominar la situación, igual que Fujiwara-no-Michinaga, ese astuto y pícaro regente. —Hizo una pausa y prosiguió con su monólogo—: Acabo de lavarme la ropa, pero ¿cuándo demonios voy a secar este hábito viejo y andrajoso? No puedo colgarlo del ciruelo, pues cubrir esas flores sería un sacrilegio, un insulto a la naturaleza. ¡Heme aquí, un hombre de buen gusto que no puede encontrar un sitio donde colgar su hábito! ¡Otsū! Préstame un tendedero.
La muchacha se ruborizó al ver al monje prácticamente desnudo.
—¡Takuan! —exclamó—. ¡No puedes ir por ahí medio en cueros hasta que se sequen tus ropas!
—Entonces me iré a dormir. ¿Qué te parece?
—¡Oh, no tienes remedio!
El monje alzó un brazo hacia el cielo y apuntó con el otro al suelo, adoptando la pose de las diminutas estatuas de Buda que los fieles ungían una vez al año con un té especial.
—La verdad es que debería haber esperado hasta mañana. Puesto que es el día octavo, el cumpleaños de Buda, podría haberme quedado así y dejar que la gente se inclinara ante mí. Y cuando me hubieran echado por encima el cucharón de té dulce, habría sorprendido a todo el mundo al lamerme los labios. —Adoptó una postura piadosa y entonó las primeras palabras del Buda—: «Arriba en el cielo y abajo en la tierra sólo yo soy santo».
Otsū se echó a reír ante esa exhibición de irreverencia.
—¡Te pareces a él, de veras!
—Naturalmente, soy la encarnación viva del príncipe Siddartha.
—Entonces quédate completamente inmóvil. ¡No te muevas! Iré a buscar un poco de té para echártelo por encima.
En aquel momento una abeja emprendió un ataque en gran escala de la cabeza del monje, cuya postura de reencarnación cedió de inmediato el paso a una agitación de brazos. La abeja, al observar una brecha en el holgado taparrabos, se abalanzó por allí, y Otsū se desternilló de risa. Desde la llegada de Takuan Sōhō, nombre que le impusieron al convertirse en sacerdote, nunca transcurrían muchos días sin que incluso la reticente Otsū se divirtiera por algo que el monje hacía o decía.
No obstante, se interrumpió de súbito.
—No puedo perder más tiempo con estas tonterías. ¡Tengo cosas importantes que hacer!
Mientras ella introducía sus pequeños pies en las sandalias, el monje le preguntó inocentemente:
—¿Qué cosas?
—¿Qué cosas? ¿También tú lo has olvidado? Tu pantomima acaba de recordármelo. Debo prepararlo todo para mañana. El viejo sacerdote me ha pedido que recoja flores para decorar el templo. Luego tengo que disponer las cosas para la ceremonia de la unción. Y esta noche debo preparar el té dulce.
—¿Dónde vas a coger las flores?
—Junto al río, en la parte baja del campo.
—Te acompañaré.
—¿Así, sin nada de ropa?
—No podrás recoger bastantes flores tú sola, necesitas ayuda. Además, el hombre nace sin ropa. La desnudez es su estado natural.
—Puede que sea así, pero no me parece natural. La verdad es que preferiría ir sola.
Confiando en eludirle, Otsū se apresuró a ir detrás del templo, donde se ató un cesto a la espalda, cogió una hoz y se deslizó por la puerta lateral, pero cuando miró atrás, sólo unos instantes después, le vio en pos de ella. Ahora Takuan se cubría con un gran paño de envolver, de los que usaba la gente para acarrear sus ropas de cama.
—¿Te gusta más así? —le preguntó él, sonriente.
—Claro que no. Tienes un aspecto ridículo. ¡La gente te tomará por loco!
—¿Porqué?
—No importa. ¡Pero no andes a mi lado!
—Hasta ahora nunca te había importado caminar al lado de un hombre.
—¡Eres insoportable, Takuan!
Echó a correr, y él la siguió dando unas zancadas que habrían venido bien a Buda cuando bajó del Himalaya.
La brisa agitaba furiosamente el paño de envolver.
—¡No te enfades, Otsū! Ya sabes que estoy bromeando. Además, si haces demasiados morros no les gustarás a tus amigos.
A ochocientas o novecientas varas del templo florecían profusamente las flores primaverales en ambas orillas del río Aida. Otsū dejó el cesto en el suelo, entre un mar de aleteantes mariposas, y empezó a trazar amplios círculos con la hoz, cortando las flores cerca de sus raíces.
Al cabo de un rato, Takuan entró en un estado de ánimo reflexivo.
—Qué paz reina aquí —dijo con un suspiro, y pareció a la vez religioso e infantil—. ¿Por qué, cuando podríamos vivir siempre en un paraíso lleno de flores, todos preferimos gemir, sufrir y perdernos en un torbellino de pasión y furia, torturándonos en las llamas del infierno? Confío en que tú, por lo menos, no tengas que pasar por todo eso.
Mientras llenaba rítmicamente el cesto de amarillas flores de colza, crisantemos primaverales, margaritas, amapolas y violetas, Otsū replicó:
—Takuan, en vez de predicar un sermón será mejor que vigiles por si vienen abejas.
El asintió, exhalando un suspiro de desesperación.
—No hablo de las abejas, Otsū. Simplemente quiero transmitirte la enseñanza de Buda sobre el destino de las mujeres.
—¡El destino de esta mujer no es asunto tuyo!
—¡Cuan equivocada estás! Mi deber de sacerdote es fisgonear en la vida de la gente. Convengo en que es un oficio entrometido, pero no menos útil que la tarea del mercader, el sastre, el carpintero o el samurai. Existe porque hace falta.
Otsū se mostró conciliadora.
—Supongo que tienes razón.
—Es cierto que el sacerdocio ha estado en malas relaciones con el género femenino durante unos tres mil años. Mira, el budismo enseña que las mujeres son malas, demoníacas, mensajeras del infierno. Me he pasado años sumido en las escrituras, por lo que no es casual que tú y yo nos estemos peleando siempre.
—¿Y por qué, según tus escrituras, las mujeres son malas?
—Porque engañan a los hombres.
—¿Acaso los hombres no engañan también a las mujeres?
—Sí, pero... el mismo Buda fue un hombre.
—¿Quieres decir que si hubiera sido mujer las cosas serían exactamente al revés?
—¡Claro que no! ¿Cómo podría un demonio convertirse jamás en un Buda?
—Eso no tiene ningún sentido, Takuan.
—Si las enseñanzas religiosas sólo consistieran en sentido común, no necesitaríamos profetas que nos las transmitieran.
—¡Ya estamos de nuevo, tergiversándolo todo en tu propio beneficio!
—Ése es un típico comentario femenino. ¿Por qué me atacas personalmente?
Ella dejó de segar una vez más, con una expresión de cansancio en el rostro.
—No sigamos discutiendo, Takuan. Hoy no estoy de humor para eso.
—¡Silencio, mujer!
—Eres tú el que no ha dejado de hablar.
Takuan cerró los ojos, como si hiciera acopio de paciencia.
—Intentaré explicártelo. Cuando el Buda era joven, se sentó bajo el árbol bo, donde las diablesas le tentaban noche y día. Como es natural, no se formó una opinión muy elevada de las mujeres. Pero aun así, como era tan misericordioso, en su vejez aceptó algunas discípulas.
—¿Porque se había vuelto sabio o senil?
—¡No seas blasfema! —le advirtió severamente—. Y no olvides al bodhisattva Nagarjuna, que detestaba..., quiero decir que temía a las mujeres tanto como el Buda. Incluso él llegó a alabar cuatro tipos femeninos: las hermanas obedientes, las compañeras amorosas, las buenas madres y las siervas sumisas. Ensalzaba sus virtudes una y otra vez, y aconsejaba a los hombres que tomaran a tales mujeres por esposas.