Mundos en el abismo (17 page)

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Authors: Juan Miguel Aguilera,Javier Redal

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Mundos en el abismo
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Jonás se lo pensó durante un momento.

—De acuerdo, sargento. Déme el tamaño mediano.

A continuación se ajustó el mono de refrigeración como una segunda piel, entretejida por infinidad de diminutas tuberías, enroscadas como serpientes por todos sus miembros, por las que circularía el agua de la refrigeración.

El circuito también estaba conectado a la mochila de supervivencia a su espalda, donde se bombeaba el agua, a razón de unos noventa litros por minuto.

A continuación, Jonás, Gwalior y el infante camuflado, dirigidos por el sargento, entraron en la cámara de descompresión. De unas perchas metálicas colgaban las partes superiores de las armaduras. Cada una de ellas pesaba alrededor de los noventa kilos, y tardaron cerca de media hora de complicadas contorsiones en introducirse en las que tenían asignadas.

Después de entrar en los pantalones, uno debía de agacharse para poder entrar en la rígida parte superior de la armadura. Un grupo de auxiliares corría de un lado a otro intentando ayudarles a todos. Entre otras cosas, tanto el casco como los guantes no podían colocárselos sin ayuda. El casco poseía un resistente cristal de roca tallado en Visloka, con un amplio campo de visión en todas direcciones excepto hacia abajo, donde la caja con las herramientas, sujeta al pecho, impedía toda visión.

Una vez encerrados dentro de la armadura, Jonás puso en marcha con la barbilla el sistema de refrigeración. Con alivio sintió el agua circulando por su cuerpo, absorbiendo el exceso de calor, y transportándolo al exterior.

A partir de aquel momento tendrían que respirar oxígeno puro a baja presión, y necesitarían cuatro horas y media para purgar todo el nitrógeno de la sangre. Sólo así podrían soportar la diferencia de presión existente entre la atmósfera de la Vajra y sus escafandras. Durante este tiempo. Jonás y sus acompañantes deberían de permanecer en la sala de descompresión que ya estaba siendo abandonada por técnicos y auxiliares, y que permanecería herméticamente cerrada.

El técnico de vestuarios pasó revista por última vez a las tres escafandras, comprobando minuciosamente cada ajuste, cada cremallera, cada cierre. Todo debió de ser de su aprobación, porque poco tardaron en dejarlos solos y encerrarlos en la cámara. Las alarmas sonaron indicando que se iniciaba el largo período para ajustarse al cambio de presión.

Jonás protestó ante la perspectiva de pasar cuatro horas muertas en aquel incómodo traje. Todo aquello le parecía absurdamente complicado. Una vez fuera, tendrían que ser arrastrados por el pequeño transbordador monoplaza del oficial imperial. ¿Es que la Marina no era capaz de idear algo mejor? ¿Por qué simplemente la Vajra no se aproximaba más a la estructura?

El infante de marina se atrevió a hablar por primera vez. Hasta el momento había permanecido distante y tenso. No estaba acostumbrado a permanecer encerrado en un espacio tan pequeño con oficiales. Echaba de menos la escala de mandos. Sabía cómo comunicarse con su sargento, pero le ponía nervioso el tener que tratar directamente con la oficialía. Finalmente se decidió a romper aquel silencio tenso. Pensaba que si esto disgustaba a los oficiales, le harían callar y entonces sabría a qué atenerse.

—No tiene por qué preocuparse, mi oficial —dijo, dirigiéndose a Jonás —; estos trajes los fabrican en mi planeta. Anandaloka; son los mejores de la Utsarpini. Muy seguros

Su voz sonaba opaca y lejana tras su máscara facial.

Su nombre era Ozman Nasser. Había sido pescador de esponjas en las islas de Anandaloka. Usaba escafandras bastante distintas, y mucho más sencillas que aquellas armaduras de presión. Sin embargo su utilidad era la misma, mantener a algo tan frágil como un ser humano vivo en un ambiente que le era profundamente hostil.

Al salir de la Vajra, los tres hombres experimentarían un descenso de presión similar a la que sufre un buzo al emerger rápidamente a la superficie tras una inmersión a treinta metros de profundidad.

En el fondo marino se acumula gran cantidad de nitrógeno en la sangre que debido a la rápida inmersión, se transforma en burbujas de gas, como cuando se abre una botella de gaseosa. No era un chiste. El infante relató cómo había visto morir de esta forma a varios camaradas suyos. Era algo terrible, muy doloroso.

Jonás tragó saliva y se preguntó si tendría el traje bien ajustado.

—Si quiere que el tiempo hasta la salida pase rápido, duerma. Es durante estos períodos de descompresión cuando es posible dormir más profundamente —Ozman hablaba por experiencia. En aquella silenciosa sala se estaba muy lejos del tumulto de las literas, donde el continuo ir y venir de los grupos que cumplían sus servicios hacía muy difícil el descanso.

Sin embargo, Jonás se sentía incapaz de dormir sentado dentro de una incómoda armadura de presión. Pasó, por tanto, las siguientes horas efectuando una recapitulación mental de cuanto sabía sobre los juggernauts, el Imperio y los rickshaws. El infante de marina dormía plácidamente, tal y como había aconsejado a Jonás. Gwalior permanecía quieto, como ensimismado en profundos pensamientos. Jonás le observó durante un largo rato, preguntándose si dormiría también Pero el Ayudante Mayor se movía de vez en cuando.

 

Cuatro horas y media más tarde, la esclusa cicló y los tres salieron al espacio. En total habían pasado seis horas desde que iniciaran la preparación para el espacio.

Desde fuera, la nave de guerra era una gran sombra a sus espaldas. Pero no había oscuridad: La Galaxia, del tamaño aparente de una rueda de carro, a un metro de distancia, bañaba todo con su luz lechosa. En los brazos espirales se combinaban el blanco hueso y marfil amarillento, con oscuros pozos de gas color cinabrio. Al otro extremo del cielo, Akasa-puspa era un escudo fulgurante de colores variables, desde el amarillo mostaza hasta el grana oscuro, pasando por todos los matices del rojo, escarlata, melocotón y magenta.

A sólo unos quinientos metros, el juggernaut cubría una amplia fracción del cielo, y a Jonás le recordó la configuración de una raíz bulbosa, como un rábano monstruoso terminado en un inmenso entramado de fibras y raicillas, nervaduras entre las que se extendía un tejido con aspecto de una gasa reflectante.

Jonás había visto a través del telescopio que la piel de la criatura era irregular como la de un elefante vista a vuelo de mosca. Su superficie era de color verde oliva, estaba recubierta de plaquetas hexagonales de curiosa regularidad, y excoriada por infinidad de minúsculos meteoritos.

En un extremo del gigante, relucía un obeso objeto de metal.

La astronave de fusión del Imperio ocupaba el lugar de la antigua boca. Como una luna de aquel planeta vivo, asomaba sobre el horizonte del juggernaut el asteroide colmena. Jonás no pudo ver detalles, aunque creyó ver siluetas moverse sobre él.

Por supuesto —pensó —, son los colmeneros. El vacío es muy transparente.

—¡Jonás...! —Gwalior le habló juntando su casco con el suyo.

—¿Eh? ¿Qué pasa?

—Cuidado, no se suelte. Amarre su cable al transbordador.

—Bien, bien...

No lo había visto. El imperial se había acercado lentamente a ellos, manejando diestramente los controles de su minitransbordador. Jonás admiró por primera vez su curioso traje, que le daba el aspecto de un hombre que acaba de salir de un baño de espuma. Parecía una criatura que ha evolucionado en el vacío. Como los juggernauts o los colmeneros. Junto a él, Jonás se sintió torpe y fuera de lugar con aquella pesada armadura que llevaba puesta.

El viaje fue lento, y tan agradable como una caída desde un autogiro sin paracaídas. Jonás apartó su imaginación del vacío negro en torno suyo, imaginándose que nadaba en una piscina pintada de este color, sujeto por un cable al asidero del transbordador. La nave espacial adosada al morro del juggernaut crecía lentísimamente.

Aquello era asombroso. Por lo visto los imperiales estaban acostumbrados a pensar de manera distinta. ¿A quién de la Utsarpini se le hubiera ocurrido instalar un laboratorio dentro del cascarón de un animal que una vez había estado vivo?

—¿No podemos ir más aprisa? —preguntó Jonás.

—Estamos acelerando a un décimo de G.

—¡Ah! Comprendo —dijo sin comprender.

Ahora estaban cerca. Ya eran visibles las pequeñas figuras de los colmeneros, saltando de aquí para allá, con la facilidad que da una multimilenaria adaptación al espacio.

—¡Atención ahora...! —Advirtió Ban Chan.

La deceleración hizo que Jonás diera una voltereta, y sus botas casi rompieron los espejos que rodeaban la portilla de visión del transbordador. Gwalior y el infante se habían afirmado por los pies.

Los colmeneros les rodeaban curiosos. Eran criaturas de no más de un metro y medio de la cabeza a la cola. Parecían un cruce de lagarto e insecto. Su piel era una espesa cutícula que constituía un traje del espacio natural, poseyendo válvulas esfínter en la boca y el año para impedir que el intestino se vaciase al salir al espacio. Sólo tenían dos miembros similares a brazos humanos, articulados por los codos y rematados en manos. En la ingravidez, las piernas servían de bien poco; una cola prensil, como la que ellos poseían, era más útil. La cabeza tenía dos ojos laterales que proporcionaban una visión de trescientos grados.

Sobre la espalda salían siete cortos tubos en fila albergando otros tantos tentáculos retráctiles, que servían como medio de comunicación en el vacío.

La inteligencia de estos individuos aún era objeto de discusión. Al parecer eran incapaces de pensamiento abstracto, pero eran hábiles con sus manos de cinco dedos, dotadas de pulgares oponibles, y aprendían a manejar máquinas humanas con mucha facilidad.

Varios estaban, en ese momento, acurrucados en el armazón que unía la nave imperial y el juggernaut. Todos estaban muy quietos, sujetos con manos y colas. Uno de ellos, situado enfrente de los demás, agitaba como un poseído sus tentáculos dorsales.

—¿Tienes idea de lo que dicen? —preguntó Gwalior a Ban Cha.

—No conozco bien sus señales, pero creo que esos movimientos tan veloces son juramentos contundentes.

Un colmenero aterrizó cerca de la nariz de Jonás. Pudo ver que llevaba herramientas en un cinturón, varios rollos de cable sujetos al mismo, y dos tanques de gas a la espalda. Saltó apoyándose en el transbordador, guiándoles a través del laberinto de vigas del armazón.

Entraron en la boca del juggernaut. El interior era muy oscuro y había gravedad, inducida por el giro. Dos hombres con trajes similares al de Ban Cha se acercaron.

Entre los dos llevaron el transbordador de Ban Cha, ahora tan inútil como una tortuga panza arriba.

Los acomodaron en un pequeño monorraíl, parecido al coche de una montaña rusa. La vía se perdía en la oscuridad interior del juggernaut, pero allá a lo lejos se veía una laguna de luz.

El monorraíl arrancó. Caía a lo largo de la curvatura interior de la rígida piel del animal; Jonás trató de recordar que el gigante estaba vacío en su interior, víctima de la extraña plaga que le había traído hasta allí. Pero su imaginación le hacía creer que estaban en un universo nuevo, sin sol, sin estrellas. Un universo que constaba de suelo, vías y un pequeño gusano luminoso a lo lejos. Al principio caían libremente; luego, a medida que la trayectoria se hacia paralela al eje, notaba el progresivo aumento de la gravedad. La vía estaba peraltada para compensar la fuerza de coriolis. Jonás creía que iban despacio, pero una vez más, la falta de resistencia del aire le había engañado. Las señalizaciones dispuestas a ambos lados de la vía le demostraban que se movían a gran velocidad.

Finalmente, las luces quedaron frente a ellos. Ya se advertían las cabañas prefabricadas y alineadas en una avenida, iluminadas por tres filas de fluorescentes. De cada una de las cabañas partía un conducto traslúcido, con forma de cordón umbilical, que la unía con la siguiente.

El monorraíl frenó. Entraron en una esclusa, ésta cicló y pasaron al refugio.

Una muchacha, joven, de pelo corto y rostro anguloso, les salió a recibir. Hubiera parecido más guapa de no ser por la expresión dura y desaprobadora. Sus ojos eran azules como el oxígeno líquido, y casi igual de fríos. Era una de esas criaturas a las que la madre naturaleza ha dotado de una mirada de cero absoluto.

Su piel también era azul, y de un tono semejante al de sus ojos.

Concedió a Jonás la dudosa merced de una breve mirada, y se volvió hacia Ban Cha.

—¿Son éstos los científicos yavanas? —Por el tono de voz parecía preguntar por el nombre científico de alguna nueva especie de insecto.

—Sí. Yo soy... —dijo Jonás en un tono más alto del debido. Casi al instante se arrepintió, pues la chica se volvió a mirarlo como si el insecto aún estuviese vivo.

—Son ustedes unos estúpidos, doctor...

—Chandragupta.

Hari comprometido gravemente esta misión para nada.

—No sé a qué se refiere.

Como era costumbre en él, Jonás se sentía irritado. No esperaba una corona de flores y banda de música, pero ¡por Dyaus Pitar...!

La muchacha hizo un gesto despreciativo.

—Síganme —dijo, y se puso en marcha sin esperar a ver si los demás la acompañaban o no.

Ahora que la veía de espaldas, Jonás se asombró al darse cuenta de que era veinte centímetros más baja que él. Por un extraño fenómeno, parecía tener mayor altura cuando se la miraba frente a frente.

TRES

Lilith Firishta, la bióloga del Imperio, les había dejado en una sala de conferencias. Su centro estaba ocupado por una mesa oval con asientos para unas diez personas. Cada silla estaba equipada con una pantalla de vídeo, una terminal de ordenador y dispensadores de alimentos, adosados a la mesa.

Sentado en la cabecera les aguardaba un hombre grueso y de aspecto aceitoso, con un rostro blanco, de piel lisa, donde se veían un par de ojillos de cerdo, semicubiertos por los párpados, y que parecían no haber estado nunca totalmente libres de sospechas. Sus labios, cejas y uñas estaban pintados de un enfermizo color verde.

Cuando entraron, se limitó a lanzarles una mirada reprobatoria, e indicarles con una mano repleta de anillos y joyas que se sentaran.

—Mi nombre es Jai Shing —dijo a modo de presentación, pero continuó hablando antes de que ninguno de los recién llegados pudiera abrir la boca—. He sido delegado como gramani de esta misión por el mismísimo Emperador de la Humanidad —remarcó ostentosamente las palabras "Emperador de la Humanidad".

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