—Personalmente creo que Interlocutor está aterrorizado —afirmó Luis—. ¿Recuerdas su reacción cuando vio los mundos de los titerotes? Está aterrado, pero no tiene la menor intención de dejárselo entrever a Nessus.
Ella meneó la cabeza:
—No lo entiendo. ¡No lo entiendo! ¿Por qué estáis todos asustados menos yo?
Luis sintió que el amor y la compasión desgarraban sus entrañas, con un dolor tan antiguo, tan arrinconado en la memoria, que casi parecía nuevo. ¡Soy nueva aquí, y todos están al corriente menos yo!
—Nessus tenía razón, al menos en parte —intentó explicar—. Nunca has sufrido el menor contratiempo, ¿verdad? Eres demasiado afortunada. Nosotros tememos sufrir algún daño, pero tú no lo comprendes, porque es algo que aún no te ha ocurrido nunca.
—Qué insensatez. Nunca me he roto ningún hueso ni nada por el estilo; ¡pero eso no significa que posea una capacidad psíquica especial!
—No. La suerte no es una facultad psíquica. Es un problema de estadísticas y tú eres producto de una chiripa matemática. Nessus tenía que encontrar alguien con tus características entre los cuarenta y tres billones de seres humanos que pueblan el espacio conocido. ¿Comprendes cómo te seleccionó? Cogió el grupo de personas que descendían de padres ganadores de las Loterías de Procreación. Dijo que eran varios miles, pero no creo equivocarme al afirmar que de no haber encontrado lo que buscaba entre esos miles, hubiera comenzado a rastrear el grupo más amplio de personas con uno o más antepasados nacidos gracias a las Loterías de Procreación. Entonces hubiera podido escoger entre varias decenas de millones...
—¿Qué quería encontrar?
—Alguien como tú. Cogió sus varios millares de personas y comenzó a eliminar a las que no tenían buena suerte. Ese hombre se había roto un dedo a los trece anos. Esa chica tenía problemas psicológicos. Esa otra sufría acné. Ese hombre era pendenciero y salía malparado de las riñas. Ese otro ganó una pelea, pero perdió un juicio. Ese tipo fue piloto de pruebas pero acabó quemándose la uña de un pie. Esa chica siempre pierde en el casino... ¿Te das cuenta? Tú eres la muchacha que no ha perdido nunca. Siempre llueve sobre mojado.
Teela se lo había quedado mirando pensativa:
—Entonces, todo es cuestión de probabilidades. Pero Luis, a veces también pierdo en el casino.
—Pero no lo suficiente para que haya hecho mella en ti.
—Pues no.
—Eso es lo que buscaba Nessus.
—Intentas decirme que soy una especie de bicho raro.
—No. ¡Nej! No es eso. Intento decirte que no lo eres. Nessus eliminó a todos los candidatos que habían tenido mala suerte, hasta que consiguió dar contigo. Cree haber hallado una especie de principio básico. En realidad, no ha encontrado más que el último extremo de una curva normal.
—La teoría de probabilidades confirma tu existencia. También dice que la próxima vez que eches una moneda al aire, tendrás tantas probabilidades de ganar como yo, esto es, un cincuenta por ciento, pues la diosa Fortuna no tiene memoria.
Teela se dejó caer en una silla:
—Vaya amuleto de la buena suerte que he resultado. Pobre Nessus. Le he fallado miserablemente.
—Lo tiene bien merecido.
A Teela le temblaron un poco las comisuras de los labios:
—¿Por qué no hacemos la prueba?
—¿De qué?
—Coge una moneda y lánzala al aire.
La Pantalla cuadrada era de un negro intenso, ese negro costoso y definitivo que utilizaban en los experimentos del colegio. Uno de sus vértices se proyectaba sobre la nítida línea azul del Mundo Anillo. Partiendo de ese vértice, el cerebro y el ojo podían reconstruir el resto de la pantalla, un pequeño rombo negro-espacio sospechosamente desprovisto de estrellas. Ya cubría una buena porción del cielo; y se hacía cada vez más grande.
Luis se había puesto unas gafas bulbosas de un material especial que se oscurecía bajo el impacto de un exceso de luz perpendicular. La polarización del fuselaje comenzaba a resultar insuficiente. Interlocutor, que estaba en la sala de mando controlando lo poco que aún se podía controlar, también llevaba unas gafas iguales. Habían encontrado dos lentes separadas, cada una con una corta cinta, y habían conseguido ponérselas a Nessus.
Tras las gafas, Luis veía el sol, situado a diecisiete millones de kilómetros de distancia, como un borroso anillo de llamas en torno a un ancho y compacto disco negro. Todos los objetos quemaban al tocarlos. La planta generadora de aire respirable zumbaba como un huracán.
Teela abrió la puerta de su camarote y volvió a cerrarla a toda prisa. Luego reapareció con unas gafas puestas. Se sentó junto a la mesa del salón, al lado de Luis.
La pantalla negra era como una clamorosa ausencia. Parecía como si alguien hubiera pasado un trapo mojado por una pizarra, borrando todo un grupo de estrellas trazadas con tiza.
El zumbido de la planta generadora de aire impedía toda conversación.
¿Cómo se las arreglaba para deshacerse del calor con el sol ardiendo como un horno? Imposible deshacerse de él, decidió Luis. Debía de almacenarlo. En algún lugar del circuito de aire respirable debía de haber un punto caliente como una estrella, y que seguía calentándose por segundos.
Una preocupación más.
El rombo negro seguía creciendo.
Parecía aproximarse muy lentamente, debido a sus dimensiones. La pantalla era tan ancha como el sol —casi millón y medio de kilómetros— y mucho más larga: tres millones y medio de kilómetros. De pronto, casi de improviso, se hizo enorme. Sus aristas fueron cubriendo el sol y todo quedó a oscuras.
La pantalla cubría la mitad del universo. Sus aristas eran indefinibles: negro-sobre-negro, una imagen terrible.
Una parte de la nave adquirió un blanco brillo tras el bloque que formaban los camarotes. La planta regeneradora de aire estaba irradiando calor de desecho. Luis se volvió para observar la negra pantalla.
Había cesado el rugido del aire; sólo se oía un zumbido.
—Y bien —preguntó Teela algo desconcertada.
Interlocutor salió de la cabina de mando:
—Es una lástima que la pantalla panorámica ya no esté conectada a nada. Podría aclararnos muchas cosas.
—¿Cómo qué? —dijo Luis casi gritando.
—¿A qué se debe que las pantallas se muevan a una velocidad superior a la orbital? ¿Realmente son utilizadas como generadores de energía por los ingenieros del anillo? ¿Qué las mantiene encaradas al sol? La pantalla panorámica nos permitiría responder a todas las preguntas que se hacía el herbívoro.
—¿Vamos a estrellarnos contra el sol?
—Claro que no. Ya te lo he dicho antes, Luis. Estaremos media hora detrás de la pantalla. Luego, al cabo de otra hora, cruzaremos entre la siguiente pantalla y el sol. Si la cabina se calienta demasiado, siempre nos queda la posibilidad de activar el campo estático.
El siseante silencio cayó sobre la nave. La pantalla era una informe superficie negra, sin límites. El ojo humano era incapaz de distinguir nada en el negro puro.
De pronto comenzó a salir el sol. El zumbido de la planta regeneradora de, aire volvió a invadir la cabina.
Luis escudriñó el espacio de cielo que se extendía frente a ellos hasta conseguir vislumbrar otra pantalla. Estaba observando cómo se aproximaba cuando volvieron a llover rayos.
Aparecieron inesperadamente. Por un instante todo quedo inundado de una luz terrible, blanca con un toque de violeta. La nave dio un bandazo...
Discontinuidad.
...Dio un bandazo, y la luz desapareció. Luis introdujo los dos índices bajo las gafas y se frotó los sorprendidos ojos.
—¿Qué ha sido eso? —exclamó Teela.
El sol se había convertido en un amplio disco negro, más pequeño que antes, circundado por una línea de llamas blanco amarillentas. Se había encogido considerablemente durante el instante que habían pasado extasiados. El «instante» debía haber durado horas. El rugido de la planta regeneradora de aire se había reducido a un irritante gemido.
Había otra cosa encendida allí fuera.
Era un colgajo de alambre negro, finísimo, con un contorno blanco-violáceo. No parecía tener principio ni fin. Un extremo desaparecía en la mancha negra que ocultaba el sol. El otro se iba estrechando frente al «Embustero», hasta perderse a lo lejos.
El alambre se retorcía como un gusano herido.
—Parece que hemos chocado contra algo —dijo Nessus con gran serenidad. No daba la impresión de haber estado inconsciente—. Interlocutor, debes salir a investigar.
—Estamos en estado de guerra —le respondió el kzin—. Ahora mando yo.
—Estupendo. ¿Y qué piensas hacer?
El kzin tuvo el buen tino de no abrir la boca. Ya casi tenía puesto el traje de presión. Se proponía salir a echar un vistazo.
Salió en una de las aerocicletas: un vehículo en forma de pesa de gimnasio con un motor inerte y con un asiento en la parte más estrecha.
Le vieron avanzar siguiendo el retorcido filamento negro. La temperatura había descendido bastante, pues la franja brillante en torno al sol había ido palideciendo del blanco-violeta al blanco-anaranjado, pasando por el blanco-blanco. Luego vieron cómo la oscura mole de Interlocutor descendía de la aerocicleta y daba vueltas en torno al candente alambre retorcido.
Podían oír su respiración. En cierto momento oyeron un gruñido de sorpresa. Pero no pronunció ninguna palabra a través del teléfono del traje de presión. Permaneció más de media hora allí fuera, mientras el objeto candente se iba oscureciendo hasta casi desaparecer.
Por fin regresó al «Embustero». Cuando entró fue objeto de absoluta y respetuosa atención por parte de los otros tres.
—No era más grueso que un hilo —explicó el kzin—. Ved este trozo de alicates. —Les tendió la herramienta destruida para que la vieran. Los alicates estaban cortados en una superficie perfectamente plana y brillante como un espejo—. Cuando logré acercarme lo suficiente para constatar el fino calibre del hilo, lo golpeé con los alicates. El hilo cortó el acero sin mayor dificultad. Apenas sentí un ligerísimo tirón.
Luis dijo:
—Un efecto parecido al de una espada variable.
—Pero una espada variable es un hilo metálico rodeado de un campo estático de diseño esclavista. Es imposible doblarla. Este... hilo estaba en constante movimiento, como ya habréis visto.
—Entonces debe ser un material desconocido. —Se trataba de un material tan cortante como una espada variable. Ligero, fino, resistente, inaccesible a la tecnología humana. Un material que conservaba el estado sólido a temperaturas a las cuales una sustancia natural se transformaría en plasma—. Un material realmente desconocido. Pero ¿qué hacía ahí, en medio del paso?
—Fijaos bien. Estábamos cruzando entre una pantalla cuadrada y otra cuando chocamos con un objeto no identificado. Luego nos encontramos con una extensión aparentemente infinita de alambre a una temperatura comparable a la que existe en el interior de una estrella caliente. Es evidente que chocamos con el alambre. Éste retuvo el calor del impacto. Yo diría que sirve de unión entre dos pantallas.
—Es muy probable. Pero, ¿qué hace ahí?
—Sólo podemos aventurar especulaciones. Los hechos son los siguientes —dijo Interlocutor-de-Animales—. Los ingenieros del Mundo Anillo se sirvieron de las pantallas cuadradas para obtener intervalos de noche. Para ello, los rectángulos deben ocultar la luz del sol, lo cual no ocurriría si giraran perpendiculares al sol. Los ingenieros del Mundo Anillo utilizaron este extraño alambre para unir los rectángulos formando una cadena y le confirieron una velocidad hiperorbital, que tensó los alambres. La tensión de los alambres mantiene los rectángulos en posición paralela al anillo.
Un complicado artilugio. Veinte pantallas cuadradas formando corro, con los bordes unidos mediante cables de siete millones de kilómetros de longitud...
—Tenemos que obtener ese alambre —dijo de pronto Luis—. La cantidad de cosas que realmente podríamos hacer con él no tiene límite.
No sabía cómo traerlo hasta la nave. Ni tampoco cómo cortarlo, a decir verdad.
El titerote comentó:
—La colisión puede habernos desviado de nuestra trayectoria. ¿Tenemos manera de determinar si chocaremos contra el Mundo Anillo?
Nadie tuvo ninguna sugerencia.
—Aunque no choquemos contra el anillo, cabe la posibilidad de que la colisión haya frenado nuestro impulso. Podríamos quedar eternamente anclados en una órbita elíptica —se lamentó el titerote—. Teela, tu suerte no nos ha servido de nada.
La chica se encogió de hombros:
—Nunca te dije que fuera un amuleto de la buena suerte.
—El Ser último fue quien me dio tan inexacta información. Si ahora estuviera aquí, le diría unas cuantas verdades a mi arrogante novio.
Esa noche celebraron una cena con todas las características de un rito. La tripulación del «Embustero» celebró su última cena en el salón. Teela Brown estaba terriblemente bella a la cabecera de la mesa, en una vaporosa túnica negra y mandarina que no debía pesar más de una onza.
El Mundo Anillo iba creciendo lentamente a sus espaldas.
De vez en cuando, Teela se volvía a mirarlo. Los otros también hacían otro tanto. Pero, si bien Luis sólo podía hacer conjeturas en cuanto a los sentimientos de los extraterrestres, en Teela sólo captó impaciencia. Abrigaba la misma intuición que chocarían contra el Mundo Anillo.
Esa noche hicieron el amor con una pasión que primero sorprendió y luego encantó a Teela.
—¡Conque éste es el efecto del miedo! Debo tenerlo en cuenta en el futuro.
Él fue incapaz de devolverle la sonrisa:
—No puedo dejar de pensar que quizá sea la última vez. «Contigo y con cualquier otra», añadió para sus adentros.
—Oh, Luis. ¡Estamos en un fuselaje de Productos Generales!
—¿Y si el campo estático no se conecta? El fuselaje tal vez resistiera el impacto, pero nosotros quedaríamos hechos puré.
—¡Por el amor de Finagle, no le des más vueltas! —Teela le acarició la espalda y luego fue bajando por las nalgas. Él la atrajo hacia sí, para impedirle ver su cara...
Cuando por fin se quedó dormida, suspendida como una imagen de ensueño entre las dos placas sómnicas, Luis se apartó de su lado. Agotado, saciado, se sumergió en el baño caliente con una ampolla de whisky.
Deseaba paladear por última vez algunos placeres.