Read Muerto Para El Mundo Online
Authors: Charlaine Harris
Aparté el recipiente con agua y con un trapo de cocina sequé el pie de Eric con delicadeza. El vampiro ya tenía los pies limpios. Entumecida, me incorporé. Me dolía la espalda. Me dolían los pies.
—Mira, creo que lo mejor que podemos hacer es llamar a Pam. Seguramente ella sabrá qué te pasa.
—¿Pam?
Era como estar con un niño de dos años especialmente pesado.
—Tu segunda de a bordo.
Estaba a punto de formular otra pregunta, lo noté. Levanté la mano antes de que lo hiciera.
—Espera un momento. Deja que la llame y averigüe qué sucede.
—¿Y si se ha vuelto contra mí?
—En ese caso, también deberíamos saberlo. Cuanto antes, mejor.
Posé la mano en el viejo teléfono que hay colgado en la pared de la cocina, justo al final del mostrador. Debajo del teléfono había un taburete alto. Mi abuela se sentaba en aquel taburete para mantener sus interminables conversaciones, con un lápiz y un bloc siempre a mano. La echaba de menos a diario. Pero en aquel momento no había tiempo para emociones, ni siquiera para la nostalgia. Busqué en mi pequeña agenda de teléfonos el número de Fangtasia, el bar de vampiros de Shreveport que era la principal fuente de ingresos de Eric, además de su base de operaciones, que, según tenía entendido, eran muy diversas. No sabía hasta qué punto eran diversas, ni cuáles eran sus demás proyectos financieros, aunque tampoco me apetecía especialmente enterarme.
Había leído en el periódico de Shreveport que también en Fangtasia habían organizado una gran juerga para aquella noche —"Empieza el Año Nuevo con un mordisco"—, de modo que estaba segura de que iba a encontrar a alguien allí. Mientras sonaba el teléfono, abrí la nevera y saqué una botella de sangre para Eric. La abrí, la metí en el microondas y lo puse en marcha. Eric siguió todos mis movimientos con mirada ansiosa.
—¿Fangtasia? —dijo una voz masculina con acento muy marcado.
—¿Chow?
—Sí, ¿en qué puedo ayudarle? —había recordado justo a tiempo su personalidad de vampiro sexy atendiendo el teléfono.
—Soy Sookie.
—Oh —dijo, con un tono de voz mucho más natural—. Feliz Año Nuevo, Sook, aunque la verdad es que estamos muy liados por aquí.
—¿Estáis buscando a alguien?
Hubo un silencio largo y cargado de tensión.
—Espera un momento —dijo, y ya no oí nada más.
—Aquí Pam —dijo Pam. Cogió el auricular de forma tan silenciosa que di un brinco al oír su voz.
—¿Sigues teniendo jefe? —No sabía cuánto podía decir por teléfono. Quería saber si había sido ella quien había puesto a Eric en aquel estado, o si aún seguía siéndole fiel.
—Sí —dijo muy firme, comprendiendo lo que yo quería averiguar—. Estamos bajo..., tenemos problemas.
Reflexioné sobre aquello hasta estar segura de haber leído correctamente entre líneas. Pam estaba diciéndome que seguía siéndole leal a Eric, y que su grupo de seguidores estaba sufriendo algún tipo de ataque o padeciendo algún tipo de crisis.
Le dije:
—Está aquí.
Pam apreció la brevedad.
—¿Está vivo?
—Sí.
—¿Herido?
—Mentalmente.
Una pausa muy larga, esta vez.
—¿Crees que puede ser un peligro para ti?
No es que a Pam le importara mucho si Eric decidía dejarme seca, pero supongo que se preguntaba si yo daría cobijo a Eric.
—De momento creo que no —dije—. Parece ser un tema de memoria.
—Odio a las brujas. Los humanos acertaban cuando las quemaban en la hoguera.
El comentario me resultó gracioso, aunque no mucho teniendo en cuenta la hora que era, puesto que los humanos que quemaban brujas habrían estado encantados de clavar también estacas en el corazón de los vampiros. Enseguida olvidé su respuesta. Bostecé.
—Iremos mañana por la noche —dijo Pam por fin—. ¿Puedes quedártelo hasta entonces en tu casa? Faltan menos de cuatro horas para que amanezca. ¿Tienes algún lugar seguro?
—Sí. Pero estad aquí en cuanto anochezca, ¿entendido? No quiero verme enredada de nuevo en vuestros líos de vampiros. —Normalmente, no hablo de forma tan cortante; pero como he dicho, era el final de una larga noche.
—Allí estaremos.
Colgamos a la vez. Eric me observaba con sus ojos azules y sin pestañear. Su cabello era un alboroto de ondas rubias. Tiene el pelo del mismo color que el mío, y yo también tengo los ojos azules, pero ahí terminan nuestras similitudes.
Pensé en darle un cepillado al pelo, pero estaba demasiado exhausta.
—De acuerdo, éste es el pacto —le dije—. Te quedarás aquí esta noche y mañana, y Pam y los demás vendrán a recogerte mañana por la noche y te contarán lo que ha ocurrido.
—¿No dejarás que entre nadie? —preguntó. Me di cuenta de que se había terminado la botella de sangre y de que no estaba tan retraído como antes, lo cual era un alivio.
—Eric, haré todo lo posible para que estés seguro —dije, muy amablemente. Me froté la cara con las manos. Tenía la sensación de que iba a quedarme dormida de pie—. Ven —le ofrecí, cogiéndole de la mano. Sin soltar la manta, me siguió por el vestíbulo, un gigante blanco como la nieve con una pieza de ropa interior diminuta de color rojo.
Mi vieja casa se había ido ampliando con los años, pero nunca había pasado de ser una humilde casa de campo. Con el cambio de siglo se edificó un piso más, con dos dormitorios y una buhardilla, pero últimamente apenas subo allí. Mantengo la planta cerrada para ahorrar electricidad. Abajo hay dos dormitorios, el más pequeño, que utilicé hasta que falleció mi abuela, y el suyo, más grande, al otro lado del vestíbulo. Después de su muerte me trasladé al dormitorio grande. Pero el escondite que había construido Bill estaba en el dormitorio pequeño. Acompañé a Eric hasta allí, encendí la luz y me aseguré de que las persianas estaban cerradas y las cortinas corridas. Abrí entonces la puerta del vestidor, aparté unos cuantos trastos, retiré la alfombra que cubría el suelo, y apareció la trampilla. Debajo había un espacio minúsculo que Bill había excavado unos meses atrás, para poder instalarse allí durante el día o utilizarlo como escondite si no se sentía a salvo en su casa. A Bill le gustaba tener un refugio y estaba segura de que tenía otros más que yo desconocía. De haber sido vampiro (Dios me libre), yo también los habría tenido.
Tuve que ahuyentar de mi cabeza los pensamientos sobre Bill para explicarle a mi invitado forzoso cómo cerrar la trampilla desde dentro y hacerle entender que la alfombra quedaría automáticamente bien colocada.
—Cuando me despierte, volveré a poner las cosas en su lugar en el vestidor y todo quedará de lo más natural —le garanticé, y le sonreí para animarlo.
—¿Tengo que entrar ahora? —preguntó.
Eric pidiéndome algo: el mundo se había vuelto del revés.
—No —le dije, intentando fingir que me importaba cuando en realidad sólo podía pensar en meterme en la cama—. No tienes por qué. Entra antes de que amanezca. Sobre todo que no se te olvide eso, ¿de acuerdo? Recuerda que no puedes quedarte dormido y despertarte cuando haya salido el sol.
Se lo pensó por un momento y negó con la cabeza.
—No —dijo—. Ya sé que no puede ser. ¿Puedo quedarme contigo en tu habitación?
Oh, Dios, con esa mirada de cachorrito. Y eso que era un vampiro vikingo de metro noventa. Aquello era demasiado. No me quedaban energías para reír, de modo que me limité a una sonrisita triste.
—Ven —le dije, con una voz tan apática como mis piernas. Apagué la luz de la habitación pequeña, crucé el vestíbulo y encendí la luz de mi dormitorio, amarillo y blanco, limpio y calentito. Desplegué la colcha, la manta y la sábana. Mientras Eric se sentaba con aire melancólico en una sillita baja al otro lado de la cama, me quité los zapatos y los calcetines, saqué un camisón de un cajón y pasé al baño. Salí en diez minutos con la cara y los dientes limpios y envuelta en un camisón de franela muy viejo y muy suave de color beis con florecitas azules. Tenía las cintas deshilachadas y los volantes del bajo en un estado un poco penoso, pero me seguía sirviendo. Cuando hube apagado las luces recordé que llevaba el pelo recogido en una cola de caballo, de modo que me quité la goma que lo sujetaba y sacudí la cabeza para dejarlo suelto. Noté que incluso se me relajaba el cuero cabelludo y suspiré de puro placer.
Cuando me encaramé a mi vieja cama, aquella especie de mosca que llevaba pegada a mí hizo lo mismo. ¿Le habría dicho que podía acostarse en la cama a mi lado? Bien, decidí, acurrucándome bajo las suaves sábanas, la manta y el edredón, si a Eric le apetecía... Yo estaba demasiado cansada como para ponerme a discutir.
—¿Mujer?
—¿Hmmm?
—¿Cómo te llamas?
—Sookie. Sookie Stackhouse.
—Gracias, Sookie.
—De nada, Eric.
Viéndolo tan perdido —el Eric que yo conocía nunca habría hecho otra cosa que asumir que todo el mundo estaba a su servicio—, palpé bajo las sábanas en busca de su mano. Cuando la encontré, posé mi mano sobre ella. La palma de su mano recibió la mía y sus dedos se entrelazaron con los míos.
Y aunque nunca habría creído posible quedarme dormida cogida de la mano de un vampiro, eso fue exactamente lo que hice.
Me desperté lentamente. Acurrucada bajo las sábanas, estirando un brazo o una pierna de vez en cuando, fui recordando poco a poco los sucesos surrealistas de la noche anterior.
Eric no estaba en la cama a mi lado, por lo que supuse que estaba a salvo y escondido en el refugio. Crucé el vestíbulo. Tal y como le había prometido, arreglé el vestidor para que recuperara su aspecto normal. El reloj me anunció que era mediodía y brillaba el sol, aunque el ambiente era frío. Jason me había regalado por Navidad un termómetro que registraba la temperatura exterior y la mostraba en el interior con un lector digital. Y me lo había instalado. De este modo, sabía dos cosas: era mediodía y la temperatura exterior era de un grado bajo cero.
Entré en la cocina. El recipiente con el que le había lavado los pies a Eric seguía en el suelo. Cuando fui a dejarlo en el fregadero vi que había acabado la botella de la sangre sintética. Tendría que ir a buscar más para tenerla en casa cuando se despertara, ya que a nadie le apetece tener en casa a un vampiro hambriento y sería de buena educación tener alguna más para ofrecerle a Pam y a quienquiera que viniese con ella desde Shreveport. Me explicarían cómo estaban las cosas... o no. Se llevarían a Eric. Solucionarían los problemas que pudiera tener la comunidad de vampiros de Shreveport y me dejarían en paz. O no.
El día de Año Nuevo, el Merlotte's estaba cerrado hasta las cuatro de la tarde. El día de Año Nuevo y el día siguiente les tocaba trabajar a Charlsie, Danielle y la chica nueva, pues el resto habíamos trabajado en Nochevieja. De modo que tenía dos días enteros libres... y al menos uno de ellos iba a pasármelo encerrada en casa en compañía de un vampiro deficiente mental. La vida no mejoraba.
Me tomé dos tazas de café, puse los pantalones de Eric en la lavadora, estuve un rato leyendo una novela romántica y estudié mi nuevo calendario con "La palabra del día", regalo de Navidad de Arlene. Mi primera palabra para el Año Nuevo era "desangrar". Seguramente no era un buen presagio.
Poco después de las cuatro apareció Jason en el camino de acceso a mi casa, conduciendo a toda velocidad su camioneta negra decorada en los laterales con llamas rosas y turquesas. Yo me había duchado y vestido, pero aún tenía el pelo mojado. Me lo había rociado con un líquido especial para dar brillo y estaba cepillándolo lentamente, sentada frente a la chimenea. Había encendido la tele y estaba viendo un partido de fútbol americano por ver alguna cosa, pero tenía el sonido bajado. Y mientras disfrutaba de la cálida sensación del fuego, reflexioné sobre la apurada situación en que se encontraba Eric.
En el último par de años habíamos utilizado muy poco la chimenea, pues comprar una carga de madera resultaba caro, pero Jason había talado muchos árboles que habían caído el año pasado como consecuencia de una tormenta de nieve. Tenía, pues, una buena reserva y estaba disfrutando de verdad del fuego.
Mi hermano subió corriendo la escalera de la entrada principal y llamó ligeramente a la puerta antes de entrar. Igual que yo, se había criado en esta casa. Habíamos ido a vivir con la abuela cuando murieron nuestros padres, y nuestra antigua casa había estado alquilada a otra gente hasta que Jason, con veinte años de edad, dijo que ya estaba preparado para vivir solo. Ahora Jason tenía veintiocho y era el jefe de una cuadrilla de hombres que trabajaban en la carretera local. Había sido un ascenso rápido para un joven del pueblo sin muchos estudios y yo había creído que con aquello tendría suficiente hasta que, un par de meses atrás, empezó a mostrarse inquieto.
—Estupendo —dijo al ver el fuego. Se plantó delante para calentarse las manos, bloqueándome sin querer el calor—. ¿A qué hora llegaste anoche a casa? —preguntó, hablando por encima del hombro.
—Supongo que me acostaría a eso de las tres.
—¿Qué opinas de la chica que estaba conmigo?
—Opino que es mejor que no vuelvas a quedar con ella.
No era lo que esperaba oír. Se volvió hasta que nuestras miradas se encontraron.
—¿Qué averiguaste de ella? —me preguntó en voz baja. Mi hermano sabe que tengo poderes telepáticos, pero nunca lo comenta conmigo, ni con nadie. Sabe que soy distinta y lo he visto pelearse a veces con algún tipo que me ha acusado de no ser normal. Todo el mundo lo sabe. Simplemente deciden no creerlo, o creer que no puedo leer precisamente sus pensamientos, y sí los de los demás. Bien sabe Dios que siempre intento comportarme y hablar como si no estuviera recibiendo un aluvión no deseado de ideas, emociones, rencores y acusaciones, pero a veces se nota.
—No es como tú —dije, mirando el fuego.
—Bueno, al menos no es un vampiro.
—No, no es un vampiro.
—¿Y entonces? —Me lanzó una mirada beligerante.
—Jason, cuando los vampiros salieron del armario, cuando descubrimos que existían de verdad después de tantas décadas pensando que no eran más que una leyenda de terror, ¿nunca te preguntaste si no sería posible que también otros cuentos fantásticos fueran reales?
Mi hermano reflexionó un momento. Sabía (porque podía "oírle") que Jason quería negar por completo esa idea y decirme que estaba loca, pero no podía.
—Y tú lo sabes —dijo. No era exactamente una pregunta.