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Authors: Charlaine Harris

Muerto hasta el anochecer (9 page)

BOOK: Muerto hasta el anochecer
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Finalmente, me sumí en un largo y oscuro sueño.

A la mañana siguiente, mientras sorteaba el interrogatorio de la abuela sobre mi paseo con Bill y nuestros planes de futuro, hice algunas llamadas. Encontré a dos electricistas, un fontanero y otros profesionales que me dieron un número de teléfono para localizarles por la noche. Me aseguré de que entendieran que, si recibían una llamada de Bill Compton, no se trataba de una broma.

Algo después, mientras me tostaba al sol, la abuela me trajo el teléfono para que respondiera una llamada.

—Es tu jefe —dijo. A la abuela le caía bien Sam y, a juzgar por su sonrisa, él debía de haberle dicho algo para agradarla.

—Hola, Sam —dije sin demasiada alegría porque me imaginaba que algo andaba mal en el trabajo.

—Dawn no ha venido, cielo —me informó.

—¡Vaya, hombre! —dije, sabiendo que me tocaría ir a mí—. Es que tengo planes, Sam —aquello era una auténtica primicia—. ¿Cuándo me necesitas?

—¿Podrías venir de cinco a nueve? Nos vendría muy

bien.

—¿Me vas a dar otro día libre?

—¿Qué tal si partes el turno con Dawn otra noche? —di un bufido y la abuela me miró con gesto serio. Acababa de ganarme un buen sermón—.Vale, está bien —dije a regañadientes—. Te veo a las cinco.

—Gracias, Sookie —contestó—. Sabía que podía contar contigo.

Traté de sentirme bien con aquello, aunque me parecía que yo tenía una virtud bastante aburrida. «¡Siempre puedes contar con Sookie para echar una mano porque no tiene vida propia!»

Por supuesto, no pasaba nada por llegar a casa de Bill después de las nueve; después de todo, se pasaba toda la noche despierto.

Nunca se me había pasado tan despacio la jornada de trabajo. Tuve muchos problemas para mantener mi guardia intacta porque me pasé todo el rato pensando en Bill. Afortunadamente, no había muchos clientes; de lo contrario habría recibido una avalancha de pensamientos no deseados. De hecho, me enteré de que Arlene tenía un retraso. Temía haberse quedado embarazada y la sentí tan preocupada, que antes de poder evitarlo, le di un abrazo. Ella me miró, inquisitiva, y después se puso colorada.

—¿Me has leído la mente, Sookie? —preguntó, con tono de advertencia. Arlene era una de las pocas personas que se refería a mi habilidad sin eufemismos ni insinuaciones despectivas. De lo que sí me había dado cuenta es de que tampoco lo mencionaba a menudo ni utilizaba un tono de voz normal cuando lo hacía.

—Lo siento. No era mi intención —me disculpé—. Es que hoy no me centro.

—Vale, no pasa nada. Pero mantente aparte desde ahora mismo —dijo Arlene agitando un dedo delante de mi cara, mientras sus llameantes rizos le golpeaban las mejillas.

Sentí ganas de llorar.

—Lo siento mucho —repetí y me fui a toda prisa al almacén para tranquilizarme. La puerta se abrió tras de mí—. ¡Vale, Arlene, ya te he dicho que lo siento! —prorrumpí. Quería estar a solas. En ocasiones, Arlene confundía la telepatía con las facultades de un médium. Me daba miedo que me fuera a preguntar si estaba realmente embarazada. Haría mucho mejor en comprarse una prueba de embarazo en la farmacia.

—Sookie —era Sam. Me puso la mano en el hombro para que me girara—. ¿Qué te pasa?

Lo dijo dulcemente, y eso me hizo tener aún más ganas de llorar.

—¡Si me lo dices así, me vas a hacer llorar! —le dije. El se rió, no a carcajadas, sino suavemente; y me rodeó con un brazo—.

—¿Qué ha pasado? —no iba a darse por vencido.

—Pues que he... —dije, y me paré en seco. Nunca jamás me había referido explícitamente a mi problema, así es como yo lo veía, delante de Sam ni de nadie más. Todo el mundo en Bon Temps había oído rumores sobre por qué era tan extraña, pero nadie parecía haberse dado cuenta de lo duro que era tener que soportar ese continuo martilleo mental, tanto si quería como si no. Todos los malditos días lo mismo.

—¿Has escuchado algo desagradable? —lo preguntó de forma serena y natural. Puso un dedo en la mitad de mi frente para indicar que sabía exactamente cómo «oía».

—Sí.

—No lo puedes evitar, ¿verdad?

—No.

—Lo odias, ¿no, cielo?

—No sabes cuánto.

—Entonces no es culpa tuya, ¿no crees?

—Intento no escuchar, pero no siempre puedo mantener la guardia.

Sentí cómo una lágrima que no había sido capaz de contener empezaba a resbalar por mi mejilla.

—¿Es así como lo haces? ¿Te mantienes en guardia? ¿Cómo?

Parecía realmente interesado. No hablaba como si pensara que yo estaba como una regadera. Lo miré fijamente a sus resplandecientes ojos azules.

—Pues, es difícil de explicar a alguien que no puede hacerlo... Levanto una valla... No, no es una valla. Es como colocar chapas de acero entre mi cerebro y los demás.

—¿Y tienes que mantenerlas en posición?

—Sí, y requiere mucha concentración. Tengo que dividir mi mente todo el rato. Por eso la gente piensa que estoy loca. La mitad de mi cerebro se ocupa de mantener las chapas, mientras que la otra mitad está anotando los pedidos, por lo que a veces no queda mucho con lo que mantener una conversación coherente —¡qué aliviada me sentía al poder hablar de ello!

—¿Escuchas palabras o sólo recibes impresiones?

—Depende de a quién escuche. Y de su estado. Si están borrachos o trastornados, me llegan imágenes, impresiones, intenciones. Si están sobrios y cuerdos, palabras e imágenes.

—El vampiro dice que no puedes oírle.

La idea de que Sam y Bill hubieran estado hablando sobre mí me hizo sentir muy rara.

—Es cierto —admití.

—¿Eso te relaja?

—Oh,

—lo dije de todo corazón.

—Y a mí, ¿puedes oírme?

—¡No quiero ni intentarlo! —me apresuré a decir. Fui hasta la puerta del almacén y apoyé la mano en el pomo de la puerta. Me saqué un pañuelo del bolsillo y me sequé el rastro de la lágrima—. ¡Tendría que dejar el trabajo si lo hiciera, Sam! ¡Y me caes bien y me gusta mucho estar aquí!

—Tú sólo inténtalo de vez en cuando, Sookie —dijo con naturalidad, volviéndose a abrir una caja de whisky con la afilada cuchilla que siempre llevaba en el bolsillo—. Por mí no te preocupes. Mantendrás tu trabajo hasta que tú quieras.

Limpié una mesa sobre la que Jason había tirado algo de sal. Se había pasado un poco antes a tomar una hamburguesa con patatas fritas y un par de cervezas.

Estaba dándole vueltas en mi cabeza a la invitación de Sam.

No iba a intentar escucharle hoy; ya se lo esperaba. Aguardaría a que estuviera ocupado haciendo algo. Entonces, me colaría en su mente y lo escucharía. El hecho de que me hubiera invitado era algo completamente insólito.

Desde luego, resultaba agradable.

Me retoqué el maquillaje y me cepillé el pelo. Lo había llevado suelto, ya que a Bill parecía gustarle así, y había sido un engorro toda la tarde. Ya era hora de irme, así que recogí mi bolso del cajón del despacho de Sam y me marché.

La casa de Bill, como la de la abuela, estaba algo apartada, aunque era bastante más visible desde la carretera comarcal que la nuestra. Sin embargo, la casa Compton daba al cementerio, debido, en parte, a que se encontraba situada sobre un terreno más elevado. Estaba en la cima de un montículo y tenía dos plantas completas, mientras que la de la abuela sólo contaba con un par de habitaciones y un pequeño desván en el piso superior.

En algún punto de la larga historia de la familia, los Compton habían poseído una hermosa casa. Incluso en la oscuridad, no carecía de cierto aire armonioso. Pero yo sabía que a la luz del sol se podían apreciar los desconchones de las columnas, el estado ruinoso de los recubrimientos de madera y el abandono absoluto del jardín, que parecía más bien una jungla. En el templado y húmedo clima de Luisiana la vegetación crecía con inusitada rapidez, y el anciano señor Compton no era de los que pagaban a alguien para mantener un jardín. Por eso, cuando ya no pudo encargarse él mismo de su cuidado, la parcela empezó a adquirir una apariencia salvaje.

El camino circular de entrada no había recibido grava nueva en muchos años y mi coche fue dando tumbos desde la misma entrada. Vi que la casa estaba iluminada y comencé a darme cuenta de que aquella velada no sería como la anterior. Había otro coche aparcado delante de la fachada, un Lincoln Continental blanco con la capota de color azul oscuro. Una pegatina con texto azul sobre fondo blanco decía:
Me la chupan los vampiros
. En otra, roja y amarilla, se leía:
Si eres donante de sangre, ¡pita!
En la placa personalizada de matrícula ponía, simplemente:
Colmillos
1.

Si Bill ya tenía compañía, quizá lo mejor fuese irme a casa.

Pero me había invitado y me estaría esperando. Vacilante, alcé la mano y llamé a la puerta.

Me abrió una vampira.

Deslumbrante, en un sentido casi literal. Era negra y debía de medir algo más de uno ochenta. Vestía un sujetador deportivo de color rosa flamenco y unas mallas de estilo «pirata» del mismo color; todo ello de licra. Por encima, llevaba una camisa blanca desabotonada. Eso constituía todo su atuendo.

Pensé que resultaba vulgar, como una fulana barata; aunque seguro que los hombres la encontraban irresistiblemente apetitosa.

—Hola, trocito de carne humana —ronroneó.

De repente, me di cuenta de que estaba en peligro. Bill ya me había advertido varias veces de que no todos los vampiros eran como él. Y de que él mismo tenía sus momentos. No era capaz de leer la mente de aquella criatura, pero detecté una buena dosis de crueldad en su voz. Puede que hubiese atacado a Bill, o tal vez fuera su amante.

En un instante se me pasó todo esto por la cabeza, pero, como ya era costumbre en mí, no dejé que mi rostro lo delatara. Saqué la mejor de mis sonrisas, enderecé la columna y dije con fingida despreocupación:

—¡Hola! Quedé con Bill en pasar esta noche a darle un recado. ¿Está por aquí?

La vampira se rió, burlona; nada a lo que no estuviera acostumbrada. Sentí que mi sonrisa se estiraba un grado más. Aquel bicho irradiaba peligro por cada poro de su piel.

—¡Bill, aquí hay una nena que quiere hablar contigo! —gritó por encima del esbelto, moreno y precioso hombro. Intenté no dar muestra alguna de alivio—. ¿Quieres ver a la humanita o le doy un amoroso muerdo?

«Por encima de mi cadáver», pensé, furiosa. Y luego me di cuenta de que ése podría ser precisamente el caso.

No oí la voz de Bill, pero la vampira se retiró y entré en la vieja casa. No tenía ningún sentido echar a correr; aquella «vampiresa» me habría atrapado antes de que pudiera dar cinco pasos. Además, no había visto a Bill, por lo que no podía estar segura de que a él no le hubiese pasado nada. Habría que echarle valor al asunto y esperar que todo saliese bien. Esto último siempre se me ha dado fenomenal.

El amplio recibidor estaba atiborrado de viejos muebles y de gente. Bueno, no sólo gente. Tras fijarme un poco más caí en la cuenta de que allí había dos personas y otros dos vampiros desconocidos. Eran blancos y de sexo masculino. Uno de ellos llevaba el pelo al uno y tenía cada centímetro visible de su piel cubierto de tatuajes. El otro era aún más alto que la vampira, calculé que mediría uno noventa y cinco. Tenía un porte magnífico y una larga melena, oscura y ondulada.

Los humanos no eran tan impresionantes. La mujer, de unos treinta y cinco años o más, era rubia y rechoncha. Se había pasado como un kilo con el maquillaje. Aparentaba estar más cascada que una zapatilla. El era otra cosa. Nunca había visto a un chico tan guapo. No debía de tener más de veintiún años. Era moreno, quizá de origen hispano; menudo, de estructura fina y delicada. Llevaba puestos unos vaqueros recortados y nada más. Aparte del maquillaje, claro. No me sorprendió mucho, pero no me atraía.

En ese momento, Bill se movió y pude verlo entre las sombras del oscuro pasillo que conducía del salón a la parte posterior de la casa. Lo miré, tratando de encontrar la respuesta a tan extraña situación. Para mi consternación, su aspecto no resultaba nada tranquilizador. Su rostro carecía de expresión, su mirada era impenetrable. Aunque apenas podía creerlo, me descubrí pensando en lo estupendo que hubiera sido poder echar un vistazo a su mente.

—Bueno, la velada se presenta perfecta —dijo el vampiro de pelo largo. Parecía encantado—. ¿Es amiguita tuya, Bill? Muy refrescante.

Se me vinieron a la cabeza unas cuantas lindezas que le había escuchado a Jason.

—Si nos disculpáis a Bill y a mí un momento —dije, con toda cortesía, como si la reunión fuese de lo más normal—, me gustaría comentarle con quién he hablado para las obras de la casa —intenté adoptar un tono lo más impersonal y formal posible, aunque iba vestida con un short, una camiseta y unas Nike; un uniforme que no inspira mucho respeto profesional. En cualquier caso, esperaba transmitir la impresión de pensar que aquella agradable gente que acababa de conocer no podía, en ningún modo, suponer una amenaza para mí.

—Y decían que Bill se alimentaba exclusivamente a base de sangre sintética —dijo el vampiro de los tatuajes—. Al parecer, nos han informado mal, Diane.

La vampira ladeó la cabeza y me dirigió una prolongada mirada.

—Yo no estaría tan segura. A mí me parece que es virgen.

Estaba convencida de que Diane no hablaba de nada relacionado con el himen.

Aventuré un par de pasos hacia Bill, con la esperanza de que me defendiera si las cosas se ponían peor, aunque descubrí que no estaba tan segura de su posible reacción. Yo seguía sonriendo, deseando que actuara, que dijese algo. Y eso es lo que hizo.

—Sookie es mía —dijo con una voz gélida; tan fina que, de haberse tratado de una piedra, no habría provocado una sola onda al caer al agua.

Le lancé una súbita mirada, pero tuve suficiente cabeza como para no decir nada.

—¿Qué tal te has estado ocupando de nuestro Bill? —preguntó Diane.

—¿Y a ti qué coño te importa? —le respondí, aún sonriente, con una de las expresiones de Jason. Ya he dicho que tengo bastante genio.

Hubo una incómoda pausa. Todos, humanos y vampiros, parecían estar examinándome tan detenidamente como para contar cada pelo del vello de mis brazos. Entonces, el vampiro alto rompió a reír y el resto siguió su ejemplo. Aprovechando el momento, me acerqué un poco más a Bill. Sus oscuros ojos estaban clavados en mí —él no reía—, y tuve la clara impresión de que él deseaba que pudiera leer su mente tanto como yo.

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