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Authors: Charlaine Harris

Muerto hasta el anochecer (24 page)

BOOK: Muerto hasta el anochecer
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—Tal vez con algún tranquilizante —sugirió—. ¿Unos somníferos o algo así?

—No tengo nada de eso —contesté—, nunca he tenido problemas para conciliar el sueño.

La conversación cada vez adquiría tintes más surrealistas, pero no creo que hubiera podido hablar de ninguna otra cosa.

Un hombre muy corpulento se apostó delante de mí, era un agente de la policía local. Sudaba debido al calor matinal y daba la impresión de llevar horas levantado. Puede que hubiese estado haciendo el turno de noche y hubiera tenido que quedarse cuando se declaró el incendio.

Cuando hombres que yo conocía habían provocado el incendio.

—¿Conocía a esta gente, señorita?

—Sí, los había visto en un par de ocasiones.

—¿Podría identificar los restos?

—¿Quién podría hacer eso?

Los cuerpos ya no conservaban los rasgos de los seres a los que habían pertenecido. Prácticamente, se habían volatilizado.

La visión le repugnó.

—Claro, señorita. Pero hay una persona...

—Echaré un vistazo —dije, sin pararme a pensarlo. Este hábito mío de intentar ayudar a los demás resultaba difícil de abandonar.

Como si comprendiera que estaba a punto de cambiar de idea, el agente se arrodilló sobre la consumida hierba y bajó la cremallera de la bolsa. Dejó al descubierto el rostro tiznado de hollín de una chica. Jamás la había visto. Gracias a Dios.

—No la conozco —dije, y sentí que me fallaban las rodillas. Sam me sujetó antes de que me desplomara. Tuve que apoyarme en él.

—Pobre chica —susurré—. Sam, no sé qué hacer.

Los agentes de la ley me robaron parte del tiempo aquel día. Querían descubrir toda la información posible acerca de los inhumanos propietarios de la casa. Les conté todo lo que sabía, que no era gran cosa. Malcolm, Diane, Liam: ¿De dónde eran?, ¿qué edad tenían?, ¿por qué se habían afincado en Monroe?, ¿quiénes eran sus abogados?... ¿Cómo iba a saber yo eso? Jamás había puesto un pie en su casa.

Cuando el interrogador, quienquiera que fuera, descubrió que los había conocido a todos a través de Bill, comenzó a interesarse por su paradero y a pedirme información de cómo contactar con él.

—Puede que esté justo ahí —dije, señalando el cuarto ataúd—, no lo sabré hasta que oscurezca —espontáneamente, mi mano se alzó para tapar mi boca.

Justo en ese momento uno de los bomberos empezó a reírse, mientras un compañero le hacía los coros.

—¡Vampiros fritos al estilo del Sur! —le soltó con una risotada el más bajo al hombre que me estaba interrogando—. ¡Marchando una ración de vampiros fritos con salsa sureña!

No le pareció tan endemoniadamente gracioso cuando le pegué una buena patada. Sam tiró de mí hacia atrás y el hombre que había estado interrogándome sujetó al bombero. Aullé como una loca, y, de haber podido, me habría abalanzado sobre él.

Pero Sam no me lo permitió. Me llevó a rastras hasta el coche. Sus manos eran como bandas de hierro. De repente se me vino a la cabeza la decepción que le habría supuesto a la abuela verme en aquel estado de histeria, agrediendo y gritándole a un funcionario público. Esa imagen actuó como revulsivo. Mi ira se desinfló como un globo pinchado. Dejé que Sam me metiera en el asiento del copiloto. Arrancó el coche y dio marcha atrás, y permanecí sentada en completo silencio mientras mi jefe me llevaba a casa.

Llegamos a mi hogar demasiado pronto, eran tan sólo las diez de la mañana. Como estábamos con el horario de verano, me quedaban al menos otras diez horas de luz en las que desesperarme.

Sam estuvo haciendo algunas llamadas mientras yo descansaba en el sofá, sin dejar de mirar al frente. Habían pasado cinco minutos cuando volvió a entrar en la sala de estar.

—Vamos, Sookie —dijo, enérgico—, estas persianas están hechas un desastre.

—¿Qué?

—Las persianas. ¿Cómo has dejado que se pongan así?

—¿Qué...?

—Vamos a limpiarlas. Coge un cubo, un poco de amoniaco y unos trapos. Y... prepara algo de café.

Con movimientos lentos y cautelosos, como si temiera resecarme y volatilizarme al igual que los cadáveres del incendio, hice lo que me pedía.

Para cuando volví con el cubo y los trapos, Sam ya había descolgado las cortinas del salón.

—¿Dónde está la lavadora?

—Ahí detrás, según sales de la cocina —respondí, señalando en aquella dirección.

Sam se dirigió hacia allí acarreando las cortinas entre sus brazos. No hacía ni un mes que la abuela las había lavado, para la visita de Bill; pero no dije nada.

Bajé por completo una de las persianas y comencé a lavarla. Una vez estuvieron todas limpias, nos dedicamos a abrillantar las ventanas. Empezó a llover a media mañana, así que no pudimos limpiarlas por fuera. Sam cogió un sacudidor y despejó de telarañas los rincones del alto techo. Yo repasé el rodapié. Luego, Sam retiró el espejo que había encima de la repisa y quitó el polvo de las zonas a las que normalmente no podíamos llegar; y después, entre los dos, limpiamos el espejo y volvimos a colgarlo. Recogí las cenizas de la vieja chimenea de mármol hasta que no quedó ni rastro de las lumbres del invierno. Encontré un bonito biombo, pintado de magnolias, y lo puse delante del hogar. Limpié la pantalla del televisor y le pedí a Sam que lo levantara para poder pasar el polvo por debajo. Guardé todas las cintas en sus estuches y etiqueté las que había grabado recientemente. Retiré todos los cojines del sofá y recogí con el aspirador la suciedad que se había acumulado debajo. A cambio, me vi recompensada con el fortuito hallazgo de un dólar y cinco centavos en calderilla. Aspiré la moqueta y pasé la mopa a los suelos de madera.

De ahí pasamos al comedor y le sacamos brillo a todo lo que encontramos. Cuando la madera de la mesa y de las sillas quedó reluciente, Sam me preguntó cuánto hacía que no limpiaba la plata de la abuela.

Nunca me había ocupado de hacerlo, así que abrimos el aparador y comprobamos que, en efecto, lo estaba pidiendo a gritos. Llevamos todo a la cocina, buscamos el limpiador de plata y nos pusimos manos a la obra. Teníamos la radio encendida, pero acabé por darme cuenta de que Sam la apagaba en cuanto empezaban los boletines informativos.

Nos pasamos todo el día limpiando mientras afuera no hacía más que llover. Sam sólo se dirigía a mí para sugerirme nuevas tareas.

Trabajé muy duro. Y él también.

Al anochecer, tenía la casa más pulcra y reluciente de toda la parroquia de Renard.

—Sookie, me marcho —dijo Sam—. Supongo que querrás estar sola.

—Sí —respondí—. Me gustaría agradecértelo algún día, pero aún no puedo hacerlo. Hoy me has salvado.

Sentí sus labios en la frente y un minuto después oí cómo se cerraba la puerta. Me senté a la mesa mientras la oscuridad comenzaba a apoderarse de la cocina. Cuando ya casi no acertaba a ver, salí al porche con la linterna grande.

Me daba igual que aún estuviera lloviendo. Sólo llevaba un vestido vaquero sin mangas y un par de sandalias, lo primero que había encontrado esa mañana después de recibir la llamada de Jason.

Permanecí de pie bajo la lluvia templada, con el pelo pegado a la cabeza y el empapado vestido adhiriéndose a mi piel. Me dirigí a la izquierda, hacia el bosque, y empecé a cruzarlo lenta y cautelosamente. A medida que la tranquilizadora influencia de Sam iba evaporándose, caminaba más y más aprisa, hasta que me puse a correr, raspándome las mejillas con las ramas y arañándome las piernas con agudas espinas. Alcancé el otro extremo del bosque y comencé a atravesar a toda prisa el cementerio, con el haz de luz de la linterna balanceándose por delante de mí. Al principio, había pensado en ir a la casa del otro lado del bosque, la de los Compton; pero entonces me di cuenta de que Bill tenía que estar ahí, en alguna parte de aquellas dos hectáreas de huesos y lápidas. Me situé en el centro de la parte más antigua de la necrópolis, rodeada de humildes tumbas y monumentos funerarios, en compañía de los muertos.

—¡Bill Compton! ¡Sal ahora mismo! —grité.

Me moví en círculos, mirando alrededor y envuelta en una negrura casi absoluta. Sabía que aunque yo no lo pudiera distinguir, él sí me vería. Eso, siempre que siguiera pudiendo ver y no se hubiera convertido en una de aquellas ennegrecidas monstruosidades que se habían pulverizado ante mis ojos aquella misma mañana en un jardín de las afueras de Monroe.

Nada. Ni un movimiento aparte del acompasado caer de la persistente lluvia.

—¡Bill! ¡Bill! ¡Sal, por favor!

Sentí, más que oí, un ligero movimiento a mi derecha. Enfoqué el haz de la linterna en esa dirección. El suelo se combaba y una mano pálida surgió de entre el rojizo suelo. La superficie de la tierra tembló y acabó fallando. Allí, ante mis ojos, una criatura emergió de ella. —¿Bill?

Avanzó hacia mí. Cubierto de polvo cobrizo, con el pelo lleno de tierra, Bill vaciló antes de dirigirse a mí.

Estaba paralizada.

—Sookie —dijo, muy cerca de mí—, ¿qué estás haciendo aquí? —por una vez parecía desorientado e inseguro.

Tenía que contárselo, pero no podía abrir la boca.

—¿Cariño?

Me derrumbé. De repente, estaba de rodillas sobre el suelo empapado.

—¿Qué ha pasado mientras dormía? —estaba arrodillado junto a mí, desnudo y cubierto de lluvia.

—No llevas ropa —murmuré.

—Se ensuciaría —dijo con sensatez—. Me la quito antes de tumbarme.

—Claro.

—Dime qué ha pasado.

—Por favor, no me odies.

—¿Qué has hecho?

—¡No, no he sido yo! Pero podría haberte advertido de lo que iba a pasar. Debería haberte agarrado y hacer que me escucharas. ¡Traté de llamarte, Bill!

—¿Qué ha ocurrido?

Puse una mano a cada lado de su cara, sintiendo su piel, dándome cuenta de todo lo que podía haber perdido, y de lo que aún podía perder.

—Están muertos, Bill..., los vampiros de Monroe. Y alguien más que estaba con ellos.

—Harlen —dijo con tono inexpresivo—. Harlen se quedó a pasar la noche; había congeniado con Diane... —esperó a que terminara, con sus ojos clavados en los míos.

—Ha sido un incendio.

—Provocado.

—Sí.

Se agachó junto a mí bajo la lluvia. Todo estaba oscuro; no podía verle la cara. Aún sostenía la linterna en mi mano, pero me habían abandonado las fuerzas.

Podía sentir su ira.

Su crueldad.

Y su hambre.

Nunca antes se había mostrado tan absolutamente inhumano. No había nada en él que no fuera de vampiro.

Alzó el rostro hacia el cielo y aulló. Su rabia se percibía tan intensa que pensé que podría matar a alguien. Y la persona más cercana era yo.

Justo cuando comprendí el peligro al que me enfrentaba, Bill me agarró los brazos. Tiró poco a poco de mí. De nada servía resistirse; de hecho, pensé que eso sólo lo excitaría aún más. Bill me sostuvo a dos centímetros de su cuerpo, casi podía oler su piel, y notaba su confusión interior. Podía paladear su rabia.

Dirigir esa energía en otra dirección podía salvarme la vida. Avancé esos dos centímetros, y posé los labios sobre su pecho. Lamí las gotas de lluvia que le resbalaban por la piel, froté los pómulos contra sus pezones y me apreté contra él.

Casi al instante, sentí sus dientes arañándome la piel del hombro. Su cuerpo, duro, rígido y listo, me empujó con tanta fuerza que caí de espaldas sobre el fango. Se deslizó directamente dentro de mí, como si tratase de horadar el suelo a través de mi cuerpo. Chillé, y él gruñó en respuesta, como si fuéramos seres de la tierra, primitivos cavernícolas. Mis manos se clavaban en la carne de su espalda. Sentía la lluvia que nos golpeaba y la sangre deslizarse bajo mis uñas. Y su implacable movimiento. Pensé que iba a enterrarme en el barro, que aquélla era mi tumba. Sus colmillos se hundieron en mi cuello.

De repente me corrí. Bill aulló mientras alcanzaba su propio orgasmo y se derrumbó sobre mí, con los colmillos desplegados. Con la lengua, me lamió la herida.

Estaba convencida de que podría haberme matado sin proponérselo.

Los músculos no me respondían; claro que tampoco habría sabido qué hacer con ellos. Bill me sacó de aquella improvisada fosa y me llevó a su casa. Abrió la puerta de un empujón y se encaminó directo al amplio cuarto de baño. Me dejó con suavidad sobre la moqueta, que manché de barro, agua de lluvia y un pequeño reguero de sangre. Bill abrió el grifo del agua caliente del jacuzzi y, cuando estuvo lleno, me introdujo dentro, y luego se metió él.

Nos sentamos en los escalones mientras nuestras piernas sobresalían por encima de aquella cálida masa de agua espumosa que pronto quedó desteñida.

Los ojos de Bill miraban al infinito.

—¿Todos muertos? —dijo, con voz casi inaudible.

—Todos, y una humana también —dije con serenidad.

—¿Qué has estado haciendo todo el día?

—Limpiar. Sam me ha hecho limpiar la casa.

—Sam —repitió Bill, pensativo—. Oye, Sookie, ¿puedes leerle la mente a Sam?

—No —confesé, repentinamente exhausta. Sumergí la cabeza y, cuando volví a sacarla, vi que Bill tenía el frasco de champú entre las manos. Me enjabonó el pelo y lo aclaró. Después, comenzó a desenredarlo como la primera vez que habíamos hecho el amor.

—Bill, lo siento por tus amigos —le dije, tan cansada que apenas lograba pronunciar palabra—. Me alegro tanto de que estés vivo... —le pasé los brazos por el cuello y apoyé la cabeza sobre su hombro. Era duro como una roca. Me acuerdo de que Bill me secó con una enorme toalla blanca, y creo recordar que pensé en lo blanda y suave que era la almohada; que él se tumbó a mi lado y me rodeó con su brazo. Y entonces, me quedé dormida.

Me desperté de madrugada, al oír que alguien trasteaba por la habitación. Debía de haber estado soñando, quizá una pesadilla, porque sentía el corazón latiendo a toda velocidad.

—¿Bill? —pregunté, asustada.

—¿Qué pasa? —preguntó, y noté que la cama se inclinaba bajo su peso.

—¿Estás bien?

—Sí, estaba ahí fuera, dando un paseo.

—¿No hay nadie ahí fuera?

—No, cariño —escuché el sonido de la tela al deslizarse sobre su piel y pronto estuvo bajo las sábanas, conmigo.

—Bill, podrías haber estado en uno de esos ataúdes... —dije, recordando la angustia del día anterior.

—Sookie, ¿has pensado que tú podrías haber sido la chica de la bolsa? ¿Qué pasaría si vinieran aquí y quemaran esta casa al alba?

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