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Authors: Charlaine Harris

Muerto hasta el anochecer (19 page)

BOOK: Muerto hasta el anochecer
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Se nos acercó una de esas bienintencionadas señoras que acostumbran a considerar todas las posibles repercusiones de situaciones que, para empezar, no les conciernen en absoluto.

—No sabéis cuánto lo siento, chicos —dijo. La miré; por más que lo intentara, no era capaz de recordar su nombre. Era metodista y tenía tres hijos ya mayores. Pero su nombre se me escapaba por completo—. Me ha dado tanta pena veros allí solitos. Me he acordado tanto de vuestros padres... —añadió. Su rostro formó una máscara de compasión mil veces ensayada. Miré a Jason, la volví a mirar y asentí.

—Ya —dije, pero escuché sus pensamientos y palidecí antes de que prosiguiera.

—¿Y cómo no ha estado vuestro tío abuelo, el hermano de Adele? Supongo que sigue con vida.

—No tenemos mucho trato —le dije. Cualquiera con un poco de sensibilidad se hubiera desalentado al escuchar el tono de mi voz.

—Pero ¡era su único hermano! Me imagino que lo habréis... —finalmente, la combinación de las miradas de los dos pareció surtir algún efecto sobre la buena señora.

Varias personas más se habían referido a la ausencia de nuestro tío Bartlett, pero había bastado con insinuar la señal de «ésos son asuntos de familia» para pararles los pies. A esta señora —pero ¿cómo se llamaba?— le había costado un poco más darse por enterada. Había traído una ensalada de tacos que se iba a ir a la basura en cuanto tuviera la cortesía de largarse.

—Tenemos que decírselo —me dijo Jason discretamente cuando ella se hubo ido. Subí la guardia; no me apetecía saber en qué estaría pensando.

—Llámalo tú —le dije.

—Vale.

Y eso fue lo último que nos dijimos el uno al otro en el resto del día.

6

Tras el funeral me quedé en casa tres días. Era demasiado tiempo; necesitaba volver al trabajo. Pero no se me iba de la cabeza todo aquello de lo que había que ocuparse, o al menos, lo que yo consideraba que debía hacer. Tenía que vaciar la habitación de la abuela. Dio la casualidad de que Arlene se pasó a visitarme y le pedí ayuda. Me resultaba insoportable estar allí sola entre todas las cosas de la abuela, tan conocidas e impregnadas de su característico olor a polvos de talco y alcanfor.

Así pues, mi amiga Arlene me ayudó a empaquetar todo para donarlo a una ONG. Se habían producido varios tornados en el norte de Arkansas en los últimos días y, seguramente, alguna persona que lo hubiera perdido todo podría aprovechar aquella ropa. La abuela era más menuda y delgada que yo; además, teníamos gustos muy diferentes, por lo que sólo iba a quedarme con las joyas. No había muchas, pero eran auténticas y tenían un valor incalculable para mí.

Resultaba increíble la cantidad de cosas que la abuela había conseguido almacenar en su dormitorio. No quería ni imaginarme lo que iba a encontrarme en el desván; ya me encargaría de eso más adelante. Quizá en otoño, cuando allí arriba no hiciera tanto calor y ya hubiera pasado algo más de tiempo.

Es probable que me deshiciera de más de lo debido, pero realizar esta tarea me ayudaba a sentirme útil y activa, así que me empleé a fondo. Arlene doblaba, recogía y empaquetaba todo menos los papeles y cartas, fotografías, facturas y cheques cancelados que se encontraba. Mi abuela —que Dios la bendiga— jamás había usado una tarjeta de crédito ni había comprado nada a plazos en toda su vida, lo que me simplificó mucho las cosas en aquel duro trance.

Arlene me preguntó por el coche de la abuela. Tenía cinco años y muy pocos kilómetros.

—Venderás el tuyo y te quedarás con éste, ¿no? Tu coche es más nuevo, pero es muy pequeño.

—No lo había pensado —le contesté. Y descubrí que en ese momento tampoco era capaz de hacerlo; la limpieza del dormitorio era lo único a lo que podía enfrentarme aquel día.

Al caer la tarde, la habitación de la abuela estaba vacía. Entre Arlene y yo le dimos la vuelta al colchón y cambié las sábanas por mera costumbre. Era una cama con dosel de hermoso diseño. Siempre me había encantado el mobiliario de su dormitorio y, de repente, caí en la cuenta de que ahora era mío. Podía trasladarme allí y disfrutar de una habitación con cuarto de baño, en lugar de usar el del pasillo.

De pronto, decidí que eso era exactamente lo que iba hacer. Los muebles de mi dormitorio eran los mismos que había tenido en casa de mis padres. Cuando ellos murieron, la abuela los había hecho traer. Eran infantiles y cursis, me traían viejas reminiscencias de fiestas de pijama y juegos con la Barbie.

Y no es que yo hubiera celebrado muchas fiestas de ésas; ni asistido a ellas, la verdad.

No, no, no... No iba a volver a caer en esa vieja trampa. Yo era lo que era; tenía mi vida y valoraba los pequeños detalles que me hacían ir tirando hacia delante.

—A lo mejor me vengo aquí —le dije a Arlene mientras ella embalaba una caja.

—¿No es un poco pronto para eso? —preguntó. Se sonrojó al darse cuenta de que su tono había resultado bastante crítico.

—Creo que llevaré mejor estar aquí que al otro lado del pasillo, pensando que este cuarto está vacío —le expliqué. Arlene, acuclillada junto a una caja de cartón con la cinta adhesiva en las manos, pareció meditar mi respuesta.

—Pienso que tienes razón —dijo al fin, asintiendo con su refulgente cabeza.

Cargamos las cajas en su coche. Arlene se había ofrecido a dejarlas en el centro de recogida, que le quedaba de camino. Acepté, sinceramente agradecida. No quería que nadie me mirase con pena cuando me viera desprenderme de la ropa y el calzado que, todos sabían, habían pertenecido a mi abuela.

Al despedirme de Arlene, la abracé y le di un beso en la mejilla. Se me quedó mirando. Eso iba más allá de los límites en que habíamos mantenido nuestra relación de amistad hasta ese momento. Inclinó su cabeza para darme un suave golpe en la frente.

—Locuela —dijo con voz afectuosa—. A ver si te pasas por casa. Lisa está deseando que vuelvas a hacerle de canguro.

—Dile que tía Sookie le manda muchos recuerdos. Y a Coby también. Dales un beso.

—De tu parte —Arlene caminó hasta el coche. Su brillante melena ondulaba con cada paso; tenía un porte tan espléndido que el uniforme de camarera resultaba muy prometedor sobre su cuerpo.

Me abandonaron todas las fuerzas en cuanto se marchó. Me sentía como si tuviese un millón de años, triste y sola. Así es como iba a ser a partir de ahora.

No tenía hambre, pero el reloj indicaba que era hora de comer. Fui a la cocina y escogí al azar un tupper de la nevera. Tenía ensalada de pavo y uvas. Me gustaba, pero tenía que forzarme a llevarme el tenedor a la boca. Al final, desistí y volví a meterlo en el frigorífico. Necesitaba darme una buena ducha. Las esquinas de los armarios del baño siempre acumulan polvo, y ni siquiera mi abuela —que era un ama de casa excelente— había conseguido erradicarlo.

La ducha me sentó de maravilla. El agua caliente pareció evaporar parte de mi tristeza. Me enjaboné el pelo y froté cada centímetro de mi piel. Luego, me pasé la cuchilla por axilas y piernas; después salí de la ducha y me depilé las cejas; me apliqué crema hidratante, un poco de desodorante, vaporizador para desenredar el pelo... y todo lo que pude encontrar a mano. Con el pelo húmedo cayéndome por la espalda en una cascada de mechones desordenados, me puse una camisola blanca de Piolín —la usaba para dormir— y decidí que me sentaría frente a la tele para entretenerme un poco mientras me peinaba, proceso que siempre había considerado profundamente tedioso.

El arrebato de hiperactividad se esfumó enseguida; estaba agotada.

El timbre de la puerta sonó justo cuando entraba casi a rastras en el salón con el peine en una mano y una toalla en la otra.

Me asomé por la mirilla. Bill aguardaba pacientemente en el porche.

Abrí la puerta sin registrar ningún tipo de emoción ante su visita. Se sorprendió al verme: estaba en camiseta, descalza y con el pelo húmedo. Y sin maquillar.

—Pasa —le dije.

—¿Estás segura?

—Sí.

Entró mirando a su alrededor, como hacía siempre.

—¿Qué andas haciendo? —preguntó al ver la pila de cosas que había apartado para darles a los amigos de la abuela. Pensé que les gustaría tenerlas. Al señor Norris, por ejemplo, seguramente le hiciera ilusión quedarse con una foto enmarcada de su madre con la abuela.

—He estado vaciando el dormitorio esta tarde —le dije—. Creo que me voy a trasladar allí —no se me ocurría nada más que decir. Se volvió para mirarme con detenimiento.

—Deja que te peine —me dijo.

Asentí con indiferencia. Bill se sentó en el sofá de flores y me señaló la vieja otomana que estaba justo enfrente. Me senté, obediente, y él se inclinó un poco hacia delante, haciéndome un hueco entre sus muslos. Comenzó a desenredarme el pelo desde la coronilla.

Como siempre, su silencio mental me parecía un regalo. Para mí, era como el primer contacto del agua fría de la piscina en el pie, después de haber dado una larga y dura caminata bajo un sol abrasador.

Además, los largos dedos de Bill manejaban con habilidad mi espesa mata de pelo. Cerré los ojos mientras empezaba a relajarme poco a poco. Podía sentir los leves movimientos de su cuerpo detrás de mí mientras me peinaba. Me parecía que hasta podía oír el latido de su corazón, lo que desde luego era bastante absurdo. Al fin y al cabo, su corazón ya no latía.

—Solía hacer esto mismo con mi hermana Sarah —murmuró suavemente, como si supiera lo tranquila que estaba y no quisiera romper la calma—. Tenía el pelo más oscuro que tú. Y más largo. Nunca se lo cortaba. Cuando éramos pequeños y mi madre estaba ocupada, siempre me mandaba que peinara a Sarah.

—¿Era mayor o menor que tú? —pregunté muy despacio, con voz soñolienta.

—Era más pequeña. Tenía tres años menos que yo.

—¿Tenías más hermanos?

—Mi madre perdió dos niños al dar a luz —dijo lentamente, como si apenas pudiera acordarse—. Y luego, mi hermano Robert murió a los doce años; yo tenía once. Cogió unas fiebres que lo mataron. Ahora lo habrían atiborrado de penicilina y se habría recuperado. Pero entonces era imposible. Sarah sobrevivió a la Guerra, mi madre y ella, pero mi padre murió mientras yo estaba en el frente. Con el tiempo he sabido que aquello fue una apoplejía. Mi mujer vivía por entonces con ellos; y mis hijos...

—Bill... —dije con tristeza, casi en un susurro. Había perdido tanto...

—Sookie, no —dijo. Su voz había recobrado su serena claridad.

Siguió peinándome en silencio hasta que el peine empezó a deslizarse libremente por mi pelo. Cogió la toalla blanca que había dejado en el brazo del sofá y comenzó a secarme la cabeza. Después, fue pasando sus dedos mechón por mechón para darle cuerpo a la melena.

—Mmmm —al oírme, observé que aquél ya no era el sonido que emite alguien que se está relajando.

Sentí cómo sus frías manos apartaban el pelo de mi cuello, y entonces noté su boca en la nuca. Era incapaz de moverme o de hablar. Exhalé muy despacio para no hacer ningún ruido. Fue desplazando los labios hasta mi oreja, y atrapó el lóbulo entre sus dientes. Entonces, sentí su lengua por dentro. Me rodeó entre sus brazos, cruzándolos sobre mi pecho, y tiró de mí hacia él.

Parecía un milagro no tener que escuchar toda aquella sucesión de gilipolleces que sólo servían para arruinar un momento así. Sólo era capaz de «oír» lo que su cuerpo me decía. Y era muy simple.

Me elevó con la misma facilidad con la que yo le daría la vuelta a un bebé. Me puso sobre su regazo, de cara a él, con una pierna a cada lado de su cuerpo. Lo abracé y me acerqué un poco más para besarlo. Y ya no paramos. Después de un rato, Bill estableció un ritmo con la lengua que incluso alguien tan inexperta como yo no tardaba en identificar. La camisola se me había subido hasta las caderas. No podía dejar de frotar sus brazos. Aunque parezca mentira, se me vino a la cabeza la imagen de una sartén de azúcar que la abuela ponía a calentar para hacer un postre, y me acordé del dulce, dorado y caliente caramelo fundido que obtenía.

Se levantó, con mi cuerpo aún rodeando el suyo.

—¿Dónde? —preguntó.

Le señalé la puerta de la que había sido la habitación de mi abuela. Me llevó tal como estaba, con mis piernas alrededor de su cintura, la cabeza apoyada en su hombro, y me dejó sobre la cama recién hecha. Se quedó junto a mí. A la luz de la luna, que se colaba por las desnudas ventanas, lo vi desvestirse rápida y hábilmente. Me gustaba observarlo, pero sabía que iba a tener que hacer lo mismo, y me daba un poco de vergüenza. De un solo tirón, me quité la camisola y la tiré al suelo.

Me quedé mirándolo. Nunca en toda mi vida había visto nada tan hermoso ni tan aterrador al mismo tiempo.

—Bill —susurré, preocupada, cuando se colocó junto a mí en la cama—, no quiero decepcionarte.

—Eso es imposible —respondió con voz ronca. Sus ojos contemplaban mi cuerpo como si fuera un vaso de agua en medio del desierto.

—No sé mucho —le confesé, casi sin voz.

—No te preocupes. Yo sí —sus manos empezaron a acariciarme, tocándome en lugares en los que jamás me habían tocado. Me retiré, sorprendida, y luego me entregué completamente a él.

—¿Será diferente a hacerlo con un chico normal? —le pregunté.

—Y tanto que sí —lo miré intrigada—. Va a ser mucho mejor —me susurró al oído, y sentí una intensa punzada de excitación.

Con cierta timidez, alargué la mano para tocarlo. El emitió un sonido muy humano, que enseguida se hizo aún más profundo.

—¿Ahora? —pregunté, con voz temblorosa.

—Sí —contestó, y se puso encima de mí. Un instante después descubrió hasta qué punto era inexperta.

—Deberías habérmelo dicho —me reprendió suavemente. Se retuvo con un esfuerzo casi palpable.

—¡Por favor, no pares! —supliqué, creyendo que iba a perder la cabeza, que algo horrible pasaría si él no seguía.

—No tengo ninguna intención de parar —afirmó con gesto serio—. Sookie... Te va a doler.

A modo de respuesta, elevé las caderas. Gimió algo ininteligible y empujó.

Contuve la respiración. Me mordí el labio. Ay, ay, ay...

—Querida —dijo Bill. Nadie me había llamado nunca así. Era un uso muy antiguo—, ¿estás bien? —vampiro o no, temblaba con el esfuerzo de contenerse.

—Vale —dije, sin mucho sentido. El punzante dolor inicial empezaba a remitir. Me echaría atrás si no continuaba en ese mismo momento—. Ahora —le dije, y le mordí con fuerza en el hombro.

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