Muerto hasta el anochecer (22 page)

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Authors: Charlaine Harris

BOOK: Muerto hasta el anochecer
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—¿Así que también es un Stackhouse?

—Oh, no. Verás, la abuela se convirtió en una Stackhouse al casarse, pero antes de eso se apellidaba Hale —me sorprendió tener que explicarle eso a Bill. Estaba segura de que era lo bastante sureño, por muy vampiro que fuera, como para no haber sido capaz de seguirle la pista a una relación familiar tan simple como ésa.

Bill parecía distante, a muchos kilómetros de allí. Le había desconcertado con aquella lúgubre y desagradable historia y, qué duda cabe, a mí se me había helado la sangre.

—Bueno, me marcho —le dije. Bajé de la cama y me puse a buscar la ropa. A la velocidad del rayo, y no es una metáfora, saltó hasta mí y me arrancó la ropa de las manos.

—No me dejes ahora —dijo—. Quédate, por favor.

—Esta noche no soy más que una vieja plañidera —dos lágrimas rodaron por mis mejillas. Le sonreí.

Me secó las gotas con los dedos y siguió el rastro con la lengua.

—Quédate conmigo hasta que amanezca —me dijo.

—Pero entonces tendrás que irte a tu madriguera.

—¿A mi qué?

—Al lugar en el que pases los días. ¡No quiero saber dónde es! —alcé las manos para enfatizarlo—. Pero ¿no tienes que estar allí antes de que se perciba la más minima claridad?

—Ah —respondió—, me dará tiempo de sobra. Puedo sentirla llegar.

—¿Así que es imposible que te quedes dormido?

—Eso es.

—De acuerdo, entonces. ¿Me dejarás dormir un poco?

—Claro que sí —dijo, con una caballerosa reverencia, un poco fuera de lugar porque estaba desnudo—. Tan pronto... —mientras yo me tendía y alargaba mis brazos hacia él, susurró— como acabemos.

Como era de suponer, a la mañana siguiente me desperté sola en la cama. Me quedé allí un rato, pensando. En alguna ocasión ya había alejado algún que otro pensamiento molesto de mi cabeza, pero ésta era la primera vez que la otra cara de mi relación con el vampiro saltaba de su propia madriguera para atormentarme.

Nunca lo vería a la luz del día. Jamás podría prepararle el desayuno, ni quedaría con él para comer (Bill toleraba verme ingerir comida, aunque no es que se recreara en ello, precisamente. Luego, tenía que lavarme los dientes a conciencia, lo que, por otro lado, no dejaba de ser un hábito de lo más saludable).

Nunca tendría un hijo suyo, lo que por una parte nos permitía prescindir de métodos anticonceptivos, pero...

Nunca podría llamarle a la oficina para pedirle que de camino a casa parara a comprar leche. Jamás pertenecería al Club Rotario, ni participaría en ponencias sobre salidas profesionales en el instituto, ni podría entrenar a la Liga Infantil de Béisbol.

Nunca iría a misa conmigo.

Y sabía que justo en aquel momento, mientras yo estaba allí despierta, escuchando el trino matinal de los pájaros y el rugido de los camiones que comenzaban a recorrer la carretera; mientras todos los ciudadanos de Bon Temps se levantaban, hacían el café, recogían el periódico y planeaban su día, la criatura a la que yo amaba descansaba en algún lugar, en un agujero subterráneo, muerta hasta el anochecer para todo fin.

Me sentí tan deprimida que tuve que buscar algo positivo en lo que pensar mientras me aseaba y me vestía.

El parecía preocuparse sinceramente por mí. Resultaba agradable, aunque algo inquietante, no saber con exactitud hasta qué punto.

El sexo con él era increíble. Nunca habría pensado que pudiera serlo tanto.

Además, nadie se metería conmigo mientras fuera la novia de Bill. Todas las manos que me habían acariciado sin mi consentimiento se mantenían ahora en el regazo de sus dueños. Y si la persona que había asesinado a mi abuela lo había hecho porque se la encontró mientras estaba esperando por mí, ya no se atrevería a volver a intentarlo conmigo.

Y con Bill podía relajarme, un lujo tan escaso que tenía un inestimable valor para mí. Podía bajar las defensas por completo y no descubriría nada que él no quisiera decirme.

Ahí quedaba eso.

En esta especie de estado contemplativo, bajé los escalones de casa de Bill hacia mi coche.

Para mi sorpresa, allí estaba Jason dentro de su camioneta.

No fue precisamente un feliz encuentro. Me dirigí con lentitud hasta la ventanilla.

—Ya veo que es cierto —dijo. Me tendió un café en un vaso de plástico del Grabbit Kwik—. Entra un momento.

Me subí, agradecida por el café pero con cierto recelo. Elevé la guardia de inmediato. Retomó su posición habitual lenta y dolorosamente, fue como volver a meterse en un corsé varios centímetros demasiado ceñido.

—No estoy en posición de decir nada —comenzó a decir—, no después del modo en que yo mismo he vivido en estos últimos años. Por lo que yo sé, es el primero, ¿no? —asentí—. ¿Te trata bien? —volví a asentir—. Tengo que contarte algo.

—Dime.

—Anoche mataron al tío Bartlett.

Me quedé mirándolo boquiabierta. Al retirar la tapa del recipiente, el vapor del café empezó a serpentear entre nosotros.

—Está muerto —dije, esforzándome en asimilarlo. Había puesto mucho empeño en no pensar nunca en él, y cuando por fin lo mencionaba, lo siguiente que oía es que había muerto.

—Sí.

—Guau... —miré por la ventanilla a la rosada luz del horizonte. Sentí una oleada de... libertad. La única persona que recordaba todo aquello aparte de mí, la única que lo había disfrutado y que había insistido hasta el final en que había sido yo la que había iniciado las repugnantes actividades que él encontraba tan gratificantes... estaba muerta. Respiré hondo.

—Espero que esté en el infierno —dije—. Espero que cada vez que piense en lo que me hizo, un demonio le pinche el culo con un tridente.

—¡Por Dios, Sookie!

—A ti no te hizo nada.

—¡Pues claro que no!

—¿Y eso qué quiere decir?

—¡Nada, Sookie! Pero ¡nunca molestó a nadie más que a ti, que se sepa!

—Y una mierda. También abusó de la tía Linda.

El rostro de Jason se congestionó de la impresión. Por fin había logrado que mi hermano lo comprendiera.

—¿Te lo dijo la abuela?

—Sí.

—A mí no me dijo nada.

—La abuela sabía que para ti era duro no poder verlo cuando resultaba evidente cuánto lo querías. Pero no podía dejarte a solas con él, porque no había forma de asegurarse al cien por cien de que sólo le interesaran las niñas.

—Habíamos vuelto a vernos desde hace un par de años.

—¿De verdad? —esto sí que era noticia. También lo habría sido para la abuela.

—Sookie, era un pobre viejo. Estaba muy enfermo. Tenía problemas de próstata y se encontraba muy débil. Necesitaba un andador para poder caminar.

—Probablemente eso le creara dificultades a la hora de andar por ahí persiguiendo a niñas de cinco años.

—¡Supéralo de una vez!

—¡Claro! ¡Como si pudiera! —nos lanzamos una larga mirada de lado a lado de la camioneta—. Entonces, ¿qué ha pasado? —pregunté por último, un poco reacia.

—Un ladrón entró anoche en su casa.

—¿Sí? ¿Y?

—Y lo desnucó. Lo tiró por las escaleras.

—Muy bien, pues ya lo sé. Me voy a casa. Tengo que ducharme y prepararme para ir a trabajar.

—¿Eso es todo lo que vas a decir?

—¿Y qué más tengo que decir?

—¿No quieres saber nada del funeral?

—No.

—¿Y del testamento?

—Tampoco.

Lanzó las manos al aire.

—Pues nada —dijo, como si hubiera estado intentando discutir a fondo un asunto conmigo y se diera cuenta de que yo era intratable.

—¿Qué más? ¿Alguna cosa más?

—No, sólo que tu tío abuelo se ha muerto. Pensé que sería más que suficiente.

—Pues tienes toda la razón —repliqué, abriendo la puerta de la camioneta y saliendo de allí—, es más que suficiente —le devolví el vaso—. Gracias por el café, hermanito.

No se me ocurrió hasta que llevaba un rato trabajando.

Estaba abstraída secando una copa, sin conceder un segundo de pensamiento a la muerte del tío Bartlett, cuando, de repente, me fallaron las manos.

—La Madre de Dios y Todos los Santos... —musité, contemplando los añicos de vidrio junto a mis pies—. Bill se ha encargado de su asesinato.

No sé por qué no tenía la más mínima duda de que estaba en lo cierto, pero así era; desde el mismo instante en que la idea se me había cruzado por la cabeza. Puede que hubiera oído a Bill marcar el teléfono mientras estaba medio dormida. O quizá la expresión del rostro de Bill cuando terminé de contarle lo del tío Bartlett hubiese activado una silenciosa alarma en mi interior.

Me pregunté si Bill pagaría al otro vampiro con dinero o si lo haría en especie.

Continué con mi trabajo sin poder sacudirme el estupor. No podía decirle a nadie lo que estaba pensando, ni siquiera podía alegar que estaba enferma sin que alguien me preguntara por qué, así que me callé y seguí trabajando. No dejé que nada ocupara mi cabeza más allá del siguiente pedido que debía servir. Después, conduje hasta casa tratando de bloquear mi mente, pero cuando me quedé sola no tuve más remedio que enfrentarme a los hechos.

Estaba aterrada.

Sabía, realmente había asumido, que Bill había matado a una o dos personas durante su larguísima vida. En su juventud como vampiro, cuando necesitaba grandes cantidades de sangre, antes de adquirir el suficiente control sobre sus instintos como para sobrevivir con un sorbo aquí y un trago allá, sin tener que matar a las personas de las que se alimentaba... El mismo me había dicho que había dejado un cadáver o dos por el camino. Y había matado a los Rattray. Pero, de no intervenir Bill, aquella noche ese par me habría liquidado en el aparcamiento del Merlotte's sin duda alguna. Me sentía inclinada de manera natural a justificar esas muertes.

¿Por qué era diferente el asesinato del tío Bartlett? También me había hecho daño, de un modo horrible. Aquel hombre había convertido mi infancia, de por sí difícil, en una auténtica pesadilla. ¿Es que no había sentido alivio, incluso alegría, al enterarme de que había aparecido muerto? Entonces, ¿no se debería mi espanto ante la intervención de Bill a una hipocresía de la peor especie?

Sí, ¿no? Exhausta e increíblemente confundida, me senté en los escalones de la entrada y esperé la oscuridad de la noche, abrazándome las rodillas. El inconfundible canto de los grillos llegaba hasta mí de entre la hojarasca cuando él llegó, con tanta rapidez y sigilo que no pude oírle. Estaba sola allí en el porche y, al instante siguiente, Bill apareció sentado junto a mí.

—¿Qué quieres hacer esta noche, Sookie? —me rodeó con el brazo.

—Bill —mi voz estaba cargada de tristeza. Dejó caer el brazo. No lo miré a la cara, tampoco habría podido distinguirla en aquella oscuridad, de todas maneras—. No deberías haberlo hecho.

Por lo menos no se molestó en negarlo.

—Me alegro de que esté muerto, Bill. Pero no puedo...

—¿Crees que podría hacerte algún daño, Sookie? —su voz era serena y susurrante, como el sonido de las pisadas sobre la hierba seca.

—No, por extraño que parezca no creo que me hicieras nunca daño, incluso aunque estuvieras realmente furioso conmigo.

—¿Entonces...?

—Es como salir con «el Padrino», Bill. Tengo miedo de soltar cualquier cosa delante de ti. No estoy acostumbrada a resolver mis problemas de ese modo.

—Te quiero.

Nunca antes me lo había dicho, y esta vez casi me pareció haberlo imaginado, de lo baja y susurrante que era su voz.

—¿De verdad? —no subí la cabeza, mantuve la frente apretada contra las rodillas.

—De verdad.

—Entonces tienes que dejar que viva mi vida, Bill; no puedes cambiarla por mí.

—Pero sí que querías que la cambiara cuando los Rattray te estaban golpeando.

—Vale, sí. Pero no puedo consentir que te dediques a «pulir» los peores aspectos de mi vida ordinaria. Antes o después me enfadaré con alguien, o alguien se enfadará conmigo. No quiero estar pensando que a lo mejor acaban muertos. No puedo vivir así, cariño. ¿Entiendes lo que quiero decir?

—¿Cariño? —repitió.

—Te quiero —le dije—. No sé por qué, pero es así. Me muero de ganas de decirte todas esas cursilerías que la gente emplea cuando ama a alguien, sin importar lo estúpidas que suenen porque se las dirija a un vampiro; de decirte que eres mi niño y que te querré toda la vida hasta que seamos un par de canosos viejecitos, aunque sé que eso no va a suceder; de decirte que sé que me serás fiel para siempre, cuando está claro que eso tampoco va a suceder... Cada vez que trato de decirte que te quiero, Bill, me choco contra un muro —me quedé en silencio. Ya lo había dicho todo.

—Esta crisis ha llegado bastante antes de lo que yo pensaba —dijo Bill en la oscuridad. Los grillos habían reanudado sus cánticos, y los escuché durante largo rato.

—Eso es.

—¿Qué, Sookie?

—Necesito algo de tiempo.

—¿Para qué?

—Para decidir si el amor merece todo ese sufrimiento.

—Sookie, si supieras lo distinto que es tu sabor, hasta qué punto me gustaría protegerte...

Por el tono de su voz, estaba claro que me estaba confesando sentimientos muy íntimos.

—Aunque te parezca raro —contesté—, eso mismo siento yo por ti. Pero tengo que vivir conmigo misma, y he de pensar algunas reglas que los dos tengamos claras.

—Entonces, ¿ahora qué hacemos?

—Yo, reflexionar. Tú sigue con lo que estuvieras haciendo antes de conocerme.

—Tratar de descubrir si era capaz de integrarme. Pensar en alguien de quien poder alimentarme para no tener que beber esa maldita sangre sintética.

—Ya me imagino que te... alimentas de alguien más que de mí —traté de que no se me quebrara la voz con todas mis fuerzas—. Pero, por favor, que no sea nadie de aquí, nadie a quien tenga que ver. No podría soportarlo. Ya sé que no tengo derecho a pedírtelo, pero te lo suplico.

—Sólo si tú no sales con nadie más, si no te acuestas con nadie más.

—Te lo prometo —parecía que me iba a resultar bastante fácil mantener mi palabra.

—¿Te importa si voy al bar?

—No. No voy a decirle a nadie que ya no estamos juntos, ni pienso hablar del tema.

Se acercó. Sentí presión sobre el brazo cuando apretó su cuerpo contra él.

—Bésame —dijo.

Levanté la cabeza y me volví. Nuestros labios se encontraron. Sentía como un fuego de llama azulada, no roja ni anaranjada; no esa clase de calor, era una llama fría. En un segundo, sus brazos me rodearon. Al siguiente, fui yo la que lo abracé. Comencé a sentir una enorme laxitud. Me aparté con la respiración entrecortada.

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