Muerte y vida de Bobby Z (19 page)

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Authors: Don Winslow

Tags: #Policíaco

BOOK: Muerte y vida de Bobby Z
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—... cristal, éxtasis, cocaína, crack...

—Cierra el pico.

El agente cierra el pico.

—¿No te das cuenta de que te estoy tomando el pelo? —le pregunta Gruzsa. Está muy cabreado. Si le hubieran informado a su debido tiempo, el rastro de Kearney aún estaría caliente. Todavía podría detenerlo y entregárselo a Huertero.

Pero ahora...

—Quiero que limpien este desastre —dice—. Para anteayer. Diles a los guardias del parque que aquí no ha pasado nada. Entierras a esos putos indios, envías al teutón en avión a Frankfurt, vuelas esos búnkeres y envías a esos frijoleros de vuelta a México. ¿Podrás hacerlo?

—Sí, señor.

—No me llames señor, joder. ¿Es que tengo pinta de funcionario?

Gruzsa explora de nuevo el panorama desolador.

Asombroso. Huertero cruza la frontera como si tal cosa, mata al gringo, reduce la casa a cenizas y vuelve a cruzar la frontera.

El cabrón de Don Huertero es un tipo serio.

De modo que no puedo meter la pata, piensa Gruzsa. Contempla el cuerpo de Brian (si se lo puede llamar así) y comprende lo que ocurre cuando alguien decepciona al mexicano.

Lo que debo hacer, y deprisa, es entregarle al joven Tim Kearney a Don Huertero, piensa Gruzsa mientras regresa a su coche.

Mejor muerto, para que no pueda abrir su estúpida boca.

El problema es que Kearney es más duro de pelar de lo que yo pensaba.

Semper Fi, ¿no?

Gruzsa ve que la ceniza de los zapatos está ahora sobre la alfombrilla del coche y hace poco que le pasó la aspiradora. Está de un humor de perros cuando suena el teléfono.

—Hola, soplapollas —dice Boom-Boom.

—¿Qué quieres, capullo?

—He encontrado a tu chico.

De pronto, Gruzsa se siente algo mejor.

—No me jodas.

—Sí te jodo.

Ya no le da tanta rabia lo de los zapatos. Que les den por culo a los zapatos, piensa, puedo comprármelos a montones.

Muy pronto seré rico.

45

Tim acuesta a Kit después de que termine
Los vigilantes de la playa
. Esa serie es uno de los programas que les gustan a los dos. A Kit le entusiasma lo de los rescates, salvar gente y toda esa mierda optimista, y a Tim las tías que corren de un lado a otro con el bañador mojado. Imagina que son el mismo tipo de tías que corren con el bañador mojado por las playas que frecuenta Bobby Z.

En la piscina pública de Desert Hot Springs había una salvavidas, recuerda. La llamaban Big Blue, porque llevaba un bañador azul. Nadie la había visto nunca nadar. La teoría popular sostenía que, si alguien empezaba a ahogarse, Big Blue se zambulliría para así elevar el nivel del agua, de modo que el que se estaba ahogando flotaría hasta el borde de la piscina. Nadie se prestó nunca voluntario para corroborar dicha teoría, de modo que el recuerdo que Tim guarda de Big Blue es el de la mujer sentada en aquella silla alta, leyendo la revista
Mademoiselle
mientras masticaba tasajo.

Tim cree que ninguna de las chicas que salen en
Los vigilantes de la playa
deben de saber lo que es el tasajo.

En fin, consigue acostar por fin a Kit y se pone a trabajar. Coge el pedazo de PVC que compró y corta un fragmento de treinta centímetros. Mete estropajo de aluminio en el tubo y después atornilla la tapa. Lo ajusta en el cañón de la pistola hasta comprobar que encaja bien, y después lo retira.

46

Tim paga la bolsa de Oreos, las botellas de agua, los ganchitos de queso, la barra de pan y el tarro de mantequilla de cacahuete.

—¿Papel o plástico? —pregunta la cajera.

—Plástico, por favor.

Kit y él salen del Ralph's y vuelven al coche.

—¿Cuál es la sorpresa? —pregunta Kit una vez más cuando salen del aparcamiento y vuelven a la autovía.

—Si te lo dijera, no sería una sorpresa.

—Jo, tío...

—Jo, tío... —se burla Tim—. Lo sabrás dentro de unos minutos.

—Así que está en San Diego... —dice Kit para sí.

El niño se lo está pasando en grande.

Es lo que quiere Tim. La verdad es que está acojonado. No sabe en qué se está metiendo, no sabe si el Monje es legal, no sabe quién estará esperando junto a los elefantes. No sabe nada y por eso está acojonado.

Aunque es divertido darle esa sorpresa al crío. Da la impresión de que nadie lo hubiese hecho nunca, porque Kit está loco de contento.

Tim sale en la 163, en el letrero que indica «4.
a
Avenida-Balboa Park-Parque Zoológico».

Kit es muy listo y ve lo de «zoológico».

—¡Vamos al zoo! —chilla—. Esa es la sorpresa, ¿verdad? El zoo, ¿verdad?

—Puede.

—¡Lo es! ¡Lo sé! —Pega unos botecitos—. ¡El zoo!

—¿Nunca has ido al zoo? —pregunta Tim.

—¡No!

—Pues yo tampoco.

Atraviesan Balboa Park y siguen los letreros. Recorren el gigantesco aparcamiento hasta que encuentran un sitio libre.

—Vale —dice Tim—, tu trabajo consiste en recordar en qué zona estamos. La zona de los avestruces.

Foto de un avestruz encima de un gran poste.

—Zona de los avestruces —repite Tim.

—Zona de los avestruces.

Porque eso sería la hostia, piensa Tim. Montar todo ese número y luego no poder encontrar el coche. Sería la típica cagada de Tim Kearney.

Compra las entradas y no puede creer que cueste catorce pavos entrar en el puto zoo, pero así es y paga. Lo primero que hace una vez dentro es mirar el plano que le entregan con la entrada. Uno de esos planos cursis con fotos de todos los animales, en el que busca la foto de un elefante.

Lo siguiente que hace es formarse una idea de la configuración del terreno. El zoo está en la falda de una gran colina, con senderos serpenteantes que suben y bajan. También hay uno de esos funiculares que lo recorren arriba y abajo. Solo hay una salida y está junto a la entrada donde se encuentran.

—¿Podemos subir ahí? —pregunta Kit, señalando el funicular.

Tim consulta el plano.

—Claro, ¿por qué no?

Disponen de mucho rato, porque se ha asegurado de llegar con tiempo de sobra.

—Chachi —dice Kit.

¿Chachi?, piensa Tim. Llevas a un crío a un zoo y el crío se convierte en un crío.

—Creo que es una buena idea —dice. Se acercan y entran en uno de los vagones descubiertos.

A Tim no le hace tanta gracia cuando el trasto asciende la colina entre traqueteos y temblores, pero le depara la inesperada ventaja de una panorámica aérea.

Kit mira los antílopes, los búfalos, las aves y todo el rollo, y Tim hacia la zona de los elefantes, por si ve a alguien con una bolsa de plástico blanco de Ralph's. Alguien que no parezca sentir el menor interés por los elefantes.

Cree ver a un tipo alto y delgado que encaja con la descripción, pero no está seguro, así que cuando llegan arriba y salen a la plataforma de un observatorio, Tim mete monedas en los prismáticos públicos. Ha de turnarse con Kit, de modo que tiene que pagar setenta y cinco centavos para echarle un buen vistazo al individuo y decidir que es el Monje.

No está gordo, no lleva hábito marrón ni capucha, y no parece salido de una película de Robin Hood, pero Tim decide que es el tipo.

Polo color ciruela, pantalones Dockers caqui, gorra de béisbol negra, gafas de sol tipo John Lennon. Mocasines sin calcetines. Bolsa de plástico blanco de Ralph's.

Muy fashion. Se lo ve un poco nervioso y un poco aburrido. Él también ha llegado antes, por supuesto. Media hora antes y ya está ahí, lo cual pone todavía más nervioso a Tim.

Le gustaría saber si el tío va solo, pero abajo hay una multitud y no se puede distinguir bien. Detecta a hombres solos, sin familia, sin novia, cuando la imagen se oscurece.

—Me he quedado sin monedas —dice Tim.

—¿Qué quieres hacer? —le pregunta Kit.

—¿Has jugado alguna vez a «Espías en el zoo»?

El niño sonríe, como si el día fuera aún más perfecto de lo que hubiera creído posible.

—¿Cómo se juega?

—En primer lugar, hay que encontrar a un tipo con una bolsa de plástico blanca.

—¿Es malo?

—No lo sé.

Pero Tim cree que, probablemente, pronto va a averiguarlo.

47

Boom-Boom ve que el viejo pedorro se aleja en su coche. El muy imbécil sale cagando leches, como si lo estuviera esperando una mujer, de modo que calcula que tiene tiempo de sobra.

Tampoco necesitará demasiado para eso, piensa. Una puerta vieja y barata. Se podría hacer saltar la cerradura con una bola de nieve. Boom-Boom entra y cierra a su espalda. Lo tranquiliza ver que todavía hay ropa, comida y demás, así que no llega tarde.

Kearney es un cabrón muerto.

Boom-Boom trabaja deprisa. Para estar gordo, tiene las manos diestras. Convierte el plástico en una tira delgada y lo coloca encima del marco de la puerta. Luego cierra con suavidad y prueba a ver cómo funciona. A continuación, coloca un cable más fino por la parte interior de la hoja de madera, pela la punta, lo pasa a través del detonador y lo hunde en el plástico.

Cuando Kearney abra la puerta, será como si hubiera pisado un émbolo.

Patapum.

El cuerpo se le quedará allí de pie, preguntándose adónde ha ido a parar la cabeza.

Y Stinkdog respirará por fin tranquilo en el infierno.

Preparado para recibir a Kearney cuando llegue.

Boom-Boom quita la tela mosquitera de la ventana del cuarto de baño y sale de la cabaña. Se sentará a tomar una cerveza en la carretera, vigilando la aparición del roñoso coche de Kearney.

Lo seguirá y verá el espectáculo.

Verá el boom-boom.

48

Macy conduce hasta el bar de moteros y ve a un hombre sentado en un reservado del rincón. Tiene que ser él, porque no tiene pinta de motero. Parece que haya quedado con alguien.

Y ese alguien soy yo, piensa Macy. Dispuesto a ganar algo de dinero. Mira al hombre, que le señala con los ojos el asiento frente a él en el reservado. Macy se sienta.

—¿Es usted el tipo que anda buscando a alguien?

—¿Tiene algo para mí? —pregunta Johnson.

—Eso depende.

Johnson no está de humor para juegos. Le duele el hombro y está cansado. Ha estado peinando el terreno durante doce largos días con sus noches, preguntando en todos los bares y tabernas de mierda, corriendo la voz de que busca a una persona. Entonces llega a sus oídos que un viejo está intentando vender a alguien, pero no sabe a quién ni para qué.

En cualquier caso, parece una buena combinación: un vendedor que busca comprador.

Solo que no estoy de humor para regateos, piensa.

—¿Depende de qué? —gruñe.

—Del precio —contesta el viejo—. Me llamo Macy.

Le tiende la mano. Johnson se limita a mirarla.

—¿Cuánto quiere? —pregunta.

—Cinco mil —susurra Macy.

Sus ojos refulgen de codicia.

Johnson se echa a reír.

—No llevo cinco mil encima —dice.

La cara del viejo bastardo refleja decepción.

—Pero sí los tengo en la camioneta.

Eso hace que Macy vuelva a sonreír.

—La mitad ahora y la otra mitad cuando atrape a mi hombre —propone Johnson.

—Atraparlo es su problema. No pienso salir perdiendo porque usted no cumpla su parte del trato. La mitad ahora y la otra mitad cuando lo identifique como el hombre que busca.

Macy lo describe.

—El hombre al que busco va solo —dice Johnson cuando el viejo termina—. ¿Su hombre va solo?

—Va con un crío —contesta Macy con tristeza.

Johnson sonríe y pregunta:

—¿Con una niña?

—Un niño.

Johnson sonríe y dice:

—Señor, dé gracias a su buena estrella de que aún le quede un atisbo de decencia. Ese es el hombre al que persigo.

Macy sonríe ansioso.

—Está en mi motel —dice.

—Vamos a mi camioneta y le daré su dinero.

Salen al aparcamiento de grava y Macy sube al asiento del pasajero.

—Ponga el seguro —ordena Johnson, y Macy baja el botón.

Johnson mete la mano en la guantera y saca un sobre blanco. Se lo da a Macy, que lo abre y cuenta el dinero.

—¿Qué es esto? —pregunta.

—Quinientos pavos. Su paga.

—Escuche, señor...

Johnson utiliza la mano buena para agarrar al viejo por la garganta; le golpea la cabeza contra la ventana, una, dos, tres veces, con mucha fuerza, hasta que una mancha de sangre aparece en el cristal.

—Ahora escuche usted, señor. No va a conseguir más de quinientos, y dese por satisfecho. También va a mantener la boca cerrada, o juro que volveré y le haré fosfatina. ¿Me ha entendido? ¿Dónde está mi hombre?

—El Knotty Pine, siguiendo la carretera. Cabaña ocho —grazna Macy.

La mano de Johnson sigue cerrada alrededor de su garganta.

—¿Está allí ahora?

Macy niega con la cabeza.

—¿Me está diciendo la verdad?

El viejo asiente.

—¿Adónde ha ido? —pregunta Johnson, alarmado porque tal vez la suerte continúe sonriendo a Bobby y ya se haya largado.

Casi no puede soportar la idea.

—No lo sé —grazna Macy.

—Mierda —exclama, y lo suelta.

Se arrepiente enseguida, porque el viejo hijo de puta se lleva la mano a la espalda, y Johnson comprende que debe de llevar una pistola metida en el cinturón.

Johnson no tiene tiempo de sacar su arma, de modo que arroja todo su peso contra Macy y lo aplasta contra la puerta, con lo que la mano le queda al viejo atrapada detrás de la espalda. Johnson sigue empujando para que no pueda sacar su arma, y el otro sigue intentando sacarla para dispararle.

La ventanilla empieza a cubrirse de vaho mientras ambos forcejean y absorben aire, y Johnson ve cómo los ojos de Macy se abren de par en par cuando se da cuenta de que está luchando por su vida. Johnson clava los pies en el suelo y empuja con más fuerza.

El maldito hombro le duele de la hostia a causa de la presión, pero necesita la mano buena para sacar la pistola de la funda de la cadera, y lo hace. Los ojos del viejo se abren entonces como los de un caballo que ve una silla de montar por primera vez y cae en la cuenta de que van a ponérsela encima.

Sus ojos siguen desorbitados cuando Johnson le mete el cañón de la 44 entre los dientes. Macy emite jadeos de asfixia y mueve la cabeza como un loco de un lado a otro. A Johnson le cuesta mantener el cañón en su sitio mientras aprieta el gatillo una vez, y luego otra.

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