Muerte y vida de Bobby Z (21 page)

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Authors: Don Winslow

Tags: #Policíaco

BOOK: Muerte y vida de Bobby Z
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La misma idea se le ocurre a Boom-Boom, que se ha pasado toda la tarde pimplando cerveza, comiendo cortezas de cerdo y esperando a que ese coche verde lima de maricón aparezca traqueteando por la carretera. Así que, al anochecer, Boom-Boom está borracho y cabreado, mucho más borracho de lo que le conviene a un hombre que está a punto de cometer un asesinato, incluso con un mando a distancia. Está sentado junto a la ventana, mirando, y ya está demasiado oscuro para distinguir apenas el coche verde lima cuando lo ve acercarse por la carretera.

Johnson ve los faros cuando entran en el aparcamiento. Las luces destellan en la ventana y cambian de forma cuando el coche frena. Se incorpora en la silla y contiene el aliento, ya que tiene miedo de que Bobby Z pueda oírle. Luego se levanta y se apoya contra la pared. Oye que el motor del coche se detiene, así que levanta el rifle hasta la mejilla y espera a que el hijoputa entre por la puerta.

Aguza el oído para captar el sonido de pasos. Oye que las puertas del coche se abren, una que se cierra, y el grito del niño: —¡Yo abriré!

51

Tim deja que el crío se adelante corriendo. A él le cuesta un poco ladear su cuerpo dolorido y salir del coche, sobre todo con los vendajes y el esparadrapo con que Kit le ha cubierto todo el costado después de parar en aquel drugstore de El Cajón. Además, Tim tiene que sacar del maletero la bolsa llena de dinero, pero entonces recuerda que Kit tiene la llave.

Y Kit está corriendo hacia la puerta.

—¡Eh, necesito las llaves! —le grita.

Pero el niño sigue corriendo.

—¡Tengo que ir al lavabo! —contesta.

Tim imagina que la bolsa puede esperar un momento. Echa a andar detrás de Kit cuando de pronto recuerda algo: dejó la luz del fregadero encendida, y ahora la cabaña está totalmente a oscuras.

—¡Alto! —grita, y echa a correr para alcanzar al niño, que ríe y acelera para abrir la puerta antes de que Tim pueda atraparlo.

—¡Tonto el último! —canturrea Kit.

Entonces un resplandor blanco ilumina la noche.

52

Lo que ha pasado es que Johnson se arriesga a mirar por la ventana y ve que Bobby Z está persiguiendo al niño, y después lo oye gritar: «¡Alto!», y sabe que Bobby no va a entrar por esa puerta.

Pero Johnson piensa que podrá disparar por encima de la cabeza del crío y alcanzar a Bobby en el pecho, de modo que apoya el arma en un brazo y abre la puerta de un empujón con el otro. Se para en el umbral y levanta el rifle hasta la mejilla. Entonces se produce ese momento de quietud en que el mundo se queda como congelado, y después la explosión le arranca la cabeza de los hombros.

Tim sigue corriendo a través de la luz, que ha pasado de ser blanca a roja cuando la cabaña se incendia. Medio cegado por la explosión, grita: «¡Kit! ¡Kit!», y transcurren un par de miles de noches hasta que oye al crío gritar: «¡Bobby!».

Se le aparece una imagen del niño mutilado: sin piernas, sin brazos, con la cara quemada, y pasan al menos otras mil horas hasta que abraza a Kit, y el niño llora y tiene el pelo un poco chamuscado, pero parece ileso.

—Lo siento, lo siento, lo siento —no para de repetir Tim por algún motivo, y Kit continúa llorando.

—No pasa nada —dice entre sollozo y sollozo.

—¿Estás bien? —le pregunta Tim.

—Creo que sí.

—Gracias a Dios —dice Tim—. Gracias a Dios.

Lo abraza con más fuerza, y está sentado en la hierba húmeda, acunando al chaval contra su pecho, cuando oye que la moto entra en el aparcamiento. Reconoce a Boom-Boom al instante y en ese momento se da cuenta de que le crecen los enanos.

Boom-Boom se acerca anadeando por el sendero, sonriendo, con una botella de cerveza aferrada en su orondo puño. La botella de cerveza es lo que lo mata, porque cuando ve a Tim acurrucado en el suelo la sonrisa desaparece de su rostro, y olvida que sujeta la botella cuando se dispone a sacar la pistola del cinto.

En ese segundo, Tim le dispara tres veces. El sonido de la pistola con silenciador suena atenuado y hueco debido al fragor del incendio. Boom-Boom deja caer por fin la botella de cerveza, se desploma pesadamente sobre la hierba y trata de discernir por qué de repente se siente tan enfermo y cansado, y ve cómo Tim Kearney pasa corriendo por su lado con algo parecido a un paquete grande en los brazos.

Boom-Boom oye que se abre y se cierra el maletero de un coche, y después que su moto se pone en marcha y se aleja, y piensa que debería hacer algo al respecto, pero levantarse se le antoja un gran esfuerzo, y además el fuego es muy bonito. De modo que se queda contemplando las botas de vaquero que hay en el porche y admirando su obra, y así le encuentran los bomberos voluntarios cuando llegan al cabo de unos minutos.

Kit se aferra a Tim con todas sus fuerzas, y es como aquella primera noche que huyeron de la casa de Brian, salvo que ahora no van en una moto de trial, sino en una Harley, y Tim corre a toda hostia por esa carretera de montaña.

Porque Tim Kearney sabe que ya no se podrá quitar de encima a los Ángeles, ni a Huertero, ni a Gruzsa, y que ya no va a haber una vida tranquila en Oregón.

Ni para Tim Kearney ni para Bobby Z.

Ni para el crío.

Así que corre por la carretera de montaña, y después se desvía hacia el oeste. Oeste, norte y oeste de nuevo.

Si no puede dejar de ser Bobby Z, tendrá que ser Bobby Z.

Ser Bobby Z y vencerlos a todos.

Convertirse en una leyenda.

Y eso significa ir a Laguna.

53

En circunstancias normales, Tad Gruzsa habría considerado un viaje de placer asistir al velatorio de Raymond «Boom-Boom» Boge. Pocas cosas habrían mejorado más una suave noche californiana que ver ese repugnante montón de tripas tendido en un ataúd barato, mientras sus colegas beben, fuman y follan a su alrededor.

A Gruzsa le habría gustado echarse al coleto un par de cervezas, insultar a las sabandijas allí congregadas y desaparecer en la noche.

Pero la velada se le ha estropeado al saber que Tim Kearney anda suelto una vez más, y que todo el mundo que se acerca demasiado a él acaba durmiendo el sueño eterno.

El tipo va dejando cadáveres tras sí como un poseso. Una ola de crímenes de un solo hombre, y a Gruzsa no le hace ni pizca de gracia tener que explicar por qué dejó en libertad a ese archicriminal.

Y tarde o temprano alguien va a averiguarlo, porque menudo rastro está dejando Tim. Primero la matanza del desierto de Anza-Borrego (primera y segunda parte), luego el inexplicable desastre del zoo de San Diego, y después una tranquila cabaña de motel en las montañas convertida en el crematorio de una funeraria.

El propietario se suicida de una manera bastante sospechosa, metiéndose una pistola entre los dientes y pegándose dos tiros. Después aparece un vaquero sin cabeza, cuya camioneta lo identifica como Bill Johnson, antiguo capataz de rancho de un conocido mercader de ganado humano, el también fallecido y nada llorado Brian Cervier. Para rematar la jugada, encuentran el cadáver de Boom-Boom sentado en el lugar del incendio como si estuviera asando malvaviscos, solo que le han metido tres balas muy juntitas.

Vamos, piensa Gruzsa con cierto orgullo, toda una gesta de marine.

—Una pena lo de Boom-Boom —le comenta a un Ángel de pelo entrecano sentado en un taburete al lado del ataúd, que descansa sobre dos caballetes.

El Ángel es lo bastante mayor como para haber tocado con Grateful Dead, pero Gruzsa sabe que, como jefe de todos los grupos del sur de California, el Duque es un tipo serio. Por eso, para empezar, ha venido aquí.

—Que te jodan, Gruzsa —dice el Duque—. ¿Te he dicho que me tiré a tu madre y a tu hermana?

—Mi madre está muerta y mi hermana es tortillera, así que parece muy propio de ti.

Mete la mano en un cubo de basura lleno de cubitos de hielo y saca una botella de Red Dog, que abre con una de las asas del ataúd.

—El cadáver de Boom-Boom ha quedado adorable, ¿no crees, querido?

—¿Qué te ha traído aquí, Gruzsa?

—¿Aparte de ver a Boom-Boom fiambre? Te diré que ha sido un año de funerales excepcional. Primero Stinkdog, y ahora Boom-Boom. Kearney se está cargando a toda la familia, ¿eh?

El Duque lo fulmina con la mirada.

—¿Kearney lo hizo?

—Pensaba que ya lo sabías. Pensaba que lo sabías todo, Duque.

Gruzsa lo deja meditar y pasea la vista a su alrededor. Es un velatorio que ningún chico polaco reconocería. Música a toda pastilla, alcohol y pestazo a canuto. En un rincón dos tías dispensan mamadas, mientras que en otro se ha formado una educada cola para tirarse a otra, aunque Gruzsa no ve a la elegida.

—¿Le tendiste una trampa a Boom-Boom? —pregunta el Duque.

—No, le tendí una trampa a Kearney —contesta Gruzsa—. Para Boom-Boom. Pero el muy capullo la cagó. Voy a decirte una cosa, Duque: no me gusta hablar mal de los muertos, pero creo que el material genético de la familia Boge ha degenerado de lo lindo, ¿no te parece?

Se acaba la cerveza y coge otra.

—Sírvete tú mismo —dice el Duque.

—Gracias. —Gruzsa se seca la manga mojada en el borde del ataúd—. Yo que vosotros miraría en Laguna.

—Allí solo hay maricones.

—Sí, bueno, hasta el momento ese maricón se ha cargado a toda la familia Boge, a la mitad de una puta tribu de indios y a un vaquero que, en teoría, era un hombre duro de pelar. De modo que, cuando vayas a Laguna, vigila tu culo.

—Si sabes dónde está, ¿por qué no vas a detenerle?

—No quiero detenerle. Lo quiero muerto.

El Duque sonríe. Tiene los dientes delanteros astillados y los caninos largos, lo que le da el aspecto de un lobo viejo.

—Podemos matarlo.

—Eso decía Boom-Boom.

—Boom-Boom fue solo.

—¿Y...?

—Nosotros iremos con un ejército.

Gruzsa tira la botella vacía dentro del ataúd y se larga.

54

Tim encuentra el remolque en la playa.

Es como una caravana, piensa, no muy diferente de aquella en la que se crió (o lo intentó) en Desert Hot Springs. Una puta caravana como esas en las que vive tanta basura humana en cualquier aparcamiento de caravanas, solo que esta se halla en El Morro Canyon. Está entre otras veinte, en una curva aislada, donde la playa rodea un enorme acantilado de roca. Y encima del enorme acantilado hay una enorme casa blanca con ventanales de dos pisos que domina el mar por tres lados.

Así que es un poco diferente de la caravana en que Tim se crió (o lo intentó), que solo tenía vista a otras cinco caravanas y a un desguace.

En cualquier caso, el sitio es muy bonito. El mar es bonito, la playa es bonita, el gran acantilado rocoso es bonito, y Tim Kearney vive por fin en la playa.

Lo cual es una putada, piensa. Cuando por fin consigo vivir en la playa, la mitad del mundo está intentando matarme.

Ha tardado un poco en llegar aquí. Después de huir de Mount Laguna, se deshizo de la moto en Carlsbad y tomó el último tren Amtrak hasta San Juan de Capistrano. Kit durmió durante casi todo el trayecto y estuvo muy callado en todo momento.

Bajaron del tren en San Juan, recorrieron un par de manzanas del barrio, y al cabo de tres cuartos de hora se había hecho con un Chevrolet Camaro del 98 tuneado, que tal vez hubiera tenido otros propietarios que, en algún momento dado, hubieran denunciado su desaparición.

Después, Tim condujo hasta la carretera del Pacífico, atravesó Dana Point, Monarch Bay, Salt Creek, Aliso Niguel, South Laguna, y entró en la ciudad de Laguna Beach.

Ese sitio le da mal rollo, porque es la ciudad de Bobby y su fantasma anda suelto por ahí. A Tim le da un poco de temor todo el mundo que ve, sobre todo en el 7-Eleven veinticuatro horas, donde compra un par de perritos calientes para él y una hamburguesa con queso y frijoles para Kit.

Vuelven al coche y salen de la ciudad por el norte, hasta que ven el letrero de El Morro Canyon y Point Reef Beach. Cogen una carretera sin asfaltar que gira hacia el norte en un ángulo cerrado y que los conduce a la parte posterior de las caravanas que bordean la ensenada, junto al acantilado de roca.

Encuentran la número 26. Cuenta solo con lo básico, pero está bien conservada. Una cocina con una sala de estar, dos dormitorios pequeños y un baño. Además de un bonito porche cubierto que da a la playa.

Un agradable escondite. Tim no puede quitarse de la cabeza que Bobby y Elizabeth iban allí a follar, y que debió de significar algo para él, porque la conservó.

Tim supone que, como ahora él es Bobby, el remolque le pertenece, y sería estupendo vivir en un sitio así. Ese lugar le conviene. Sencillo, básico y en la playa, y hay una escuela al otro lado de la carretera a la que podría acompañar a Kit a pie. Hasta podría aprender surf y enseñar al crío, quien debía de tener aptitudes natas, y entonces Tim capta a qué huele el lugar.

A cera.

Cera de tabla de surf, y se imagina a Bobby viniendo aquí para relajarse antes de que se marchara. Un lugar donde poder dejar de ser el gran Bobby Z, donde sentarse, encerar la tabla, salir, cabalgar las olas y volver, sentarse en el porche, tomar una taza de café y contemplar la puesta de sol. Y tal vez, después, volver al dormitorio con Elizabeth... Yo podría encajar en esa vida. Prepararle la cena al chaval, sentarnos y comer, hablar de la escuela, de surf, de cómics y toda esa mierda. Y Kit, al crecer, se convertiría en uno de esos chicos californianos guays. Un chaval que crece en la playa, en la tope guay Laguna.

He de cortar este rollo fantasioso, se dice. No nos quedaremos aquí, no viviremos aquí, no acompañaré a Kit al colegio, no surfearé ni me tiraré a una mujer hermosa de piernas largas, estómago liso y pelo lustroso. A menos que pueda encontrar lo que necesito darle a Huertero, me convertiré en un fiambre, y luego aún quedarán Gruzsa, los Ángeles, y hasta puede que ese jodido Monje.

Por tanto, lo que tengo que hacer es averiguar lo que debo averiguar, para después salir cagando leches.

Y devolverle el crío a su madre, que es con quien debería estar, supongo.

Así que, cómo averiguar lo que debo averiguar, piensa Tim mientras acuesta a Kit y se sienta a su lado. Eres el Tim Kearney de siempre, tío; una vez más al principio del proceso de aprendizaje. Supongo que lo que debo hacer es llamar de nuevo al Monje y encontrar una forma de convencerle de que me diga lo que sabe.

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