Muerte en La Fenice (22 page)

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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

BOOK: Muerte en La Fenice
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—Muchas gracias por su ayuda —dijo Brunetti, aunque no sabía qué deducciones sacar de lo que acababa de decirle el músico.

—Yo diría que no son más que chismes sin importancia. Nada más. Pero me gustaría haberle sido útil.

—¿Hay inconveniente en que me quede en el teatro durante la representación? —preguntó Brunetti.

—No, no. Sólo avise a Lucia al salir, para que pueda cerrar el camerino. —Y apresuradamente-: Tengo que irme.

—Gracias otra vez.

—No hay de qué. —Volvieron a estrecharse la mano y el músico se fue.

Brunetti se quedó en el camerino, pensando en aprovechar la ocasión para ver cuánta gente había entre bastidores durante la representación y durante los entreactos y si era fácil entrar en el camerino del director de la orquesta sin ser visto.

Esperó en el camerino un cuarto de hora, dando gracias por la oportunidad de estar solo en un lugar tranquilo. Poco a poco, el ruido que se filtraba a través de la puerta fue menguando, y dedujo que los cantantes habrían bajado al escenario. Pero aún se quedó un rato en el camerino, disfrutando del silencio.

Oyó la obertura que subía hasta él atravesando los muros y decidió que había llegado el momento de ir al camerino del director. Salió al pasillo y buscó con la mirada a la mujer que les había abierto la puerta, pero no la vio. Como tenía la responsabilidad de asegurarse de que el camerino quedaba cerrado, fue hasta el extremo del pasillo y miró por la escalera.

—¿
Signora
Lucia? —llamó, pero no obtuvo respuesta. Golpeó con los nudillos la puerta del primer camerino, pero no le contestaron. Y tampoco en el segundo. En el tercero, una voz dijo:
«Avanti!»
y él empujó la puerta, dispuesto a avisar a la encargada de que ya podía cerrar el camerino.

»
Signora
Lucia —empezó, pero se interrumpió al ver a Brett Lynch recostada en una butaca, con un libro abierto en el regazo y una copa de vino tinto en la mano.

Ella se sorprendió tanto como él, pero se recuperó antes.

—Buenas noches, comisario, ¿puedo ayudarle en algo? —Dejó la copa en la mesa situada al lado de la butaca, cerró el libro y sonrió.

—Quería avisar a la
signora
Lucia de que ya puede cerrar el camerino —explicó él.

—Debe de estar abajo, mirando entre bastidores. Es una gran admiradora de Flavia. No se preocupe, cuando suba yo le diré que cierre.

—Muy amable. ¿Usted no mira la función?

—No —respondió ella y, al ver su gesto de extrañeza, preguntó-: ¿Le sorprende?

—No lo sé. Pero, si he preguntado, será que me sorprende.

Le agradó la amplia sonrisa de ella, tanto por lo inesperada como por la suavidad que imprimía en sus angulosas facciones.

—Si me promete no decírselo a Flavia, le confesaré que no me entusiasma Verdi, ni
La Traviata
.

—¿Por qué no? —preguntó él, intrigado porque la secretaria y amiga (por el momento, no especificaría más) de la más famosa soprano verdiana del momento reconociera que no le gustaba Verdi.

—Siéntese, comisario —dijo ella, señalando la butaca de enfrente—. No pasa gran cosa hasta dentro de —miró el reloj— veinticuatro minutos.

Él se sentó en la otra butaca, después de hacerla girar ligeramente para poder mirar de frente a la mujer.

—¿Por qué no le gusta Verdi?

—No es eso exactamente. Tiene cosas que me gustan.
Otelo
, por ejemplo. Pero no es mi siglo preferido.

—¿Cuál es su siglo preferido? —preguntó él, aunque creía saber la respuesta. Rica, americana y moderna, tenía que preferir la música del siglo en el que vivía, el siglo que la había hecho posible.

—El dieciocho —dijo ella, sorprendiéndole—. Mozart y Haendel, pero, por desgracia para mí, Flavia no tiene predilección por sus obras.

—¿No ha tratado de convertirla?

Ella tomó la copa, bebió un sorbo de vino y volvió a dejarla en la mesa.

—La he convertido a otras cosas, pero no creo poder inducirla a dejar a Verdi.

—Por fortuna para nosotros. Debe usted considerarse afortunada por las «otras cosas».

Ella volvió a sorprenderle con una breve carcajada y él se sorprendió a sí mismo al reírse con ella.

—Bueno, ya está —dijo la mujer—. Ya he confesado. Quizá ahora podamos hablar como seres humanos y no como personajes de novela barata.

—Por mi parte, encantado,
signorina
.

—Me llamo Brett, y sé que usted se llama Guido —dijo ella dando el primer paso hacia la familiaridad. Se levantó y fue a una pequeña pila situada en un rincón. Al lado de la pila había una botella de vino. La mujer sirvió otra copa, volvió con ella en una mano y la botella en la otra y dio la copa al comisario—. ¿Ha venido para hablar con Flavia otra vez?

—No era mi intención. Pero tendré que hablarle, antes o después.

—¿Por qué?

—Para preguntarle qué hacía en el camerino de Wellauer después del primer acto. —Si esto la sorprendió, no lo demostró—. ¿Tiene usted idea de por qué fue?

—¿Por qué dice que estuvo allí?

—Porque por lo menos dos personas la vieron entrar. Durante el primer entreacto.

—¿No durante el segundo?

—No durante el segundo.

—Después del segundo acto estuvo aquí arriba conmigo.

—La primera vez que hablamos dijo que también había estado con usted después del primer acto. Y no era así. ¿Existe razón para que yo crea que ahora me dice la verdad, si entonces me mintió? —Bebió un trago de vino. Barolo, y muy bueno.

—Es la verdad.

—¿Por qué tendría que creerlo?

—Supongo que no hay ningún motivo en concreto. —Ella bebió otro sorbo de vino, como si dispusieran de toda la noche para aquella discusión—. Pero la verdad es que estuvo aquí. —Vació la copa, se sirvió un poco más de vino y dijo-: Sí, fue a verle durante el primer entreacto. Ella me lo dijo. Hacía días que él la tenía en ascuas, con la amenaza de escribir a su marido. Así que, al final, decidió hablar con él.

—No parece que el momento fuera muy oportuno, durante una representación.

—Así es Flavia. Hace las cosas sin reflexionar. Es espontánea. Por eso es tan buena cantante.

—Debe de ser difícil vivir con una persona semejante.

Ella sonrió ampliamente.

—Lo es. Pero hay compensaciones.

—¿Le dijo a usted algo? —Al ver que ella no parecía comprender, agregó-: De la entrevista.

—Que habían discutido. Él no quiso decirle claramente si había escrito al marido. No me explicó más, pero aún temblaba de indignación. No sé cómo pudo cantar.

—¿Y él había escrito al marido?

—No lo sé. Flavia no ha vuelto a hablarme del asunto. —Vio su extrañeza—. Como le decía, ella es así. Cuando canta no quiere hablar de las cosas que la preocupan. —Y con cierta tristeza, agregó-: Y cuando no canta, tampoco; dice que, si tiene que pensar en algo que no sea la música, no puede concentrarse. Los demás dejan que haga su voluntad. Y yo también.

—¿Él hubiera sido capaz de escribir al marido?

—Ese hombre era capaz de todo. Puede creerme. Se consideraba una especie de guardián de la moral. No podía soportar que nadie ofendiera su concepto del bien y del mal. Le sublevaba. Se creía destinado por derecho divino a imponer justicia, su justicia.

—¿Y qué sería capaz de hacer ella?

—¿Flavia?

—Sí.

La pregunta no la sorprendió.

—No lo sé. No creo que pudiera hacerlo así, sin más, a sangre fría. Haría cualquier cosa con tal de no separarse de sus hijos, pero no creo… no, no de ese modo. Además, ella no andaría por ahí con el veneno en el bolsillo. —Parecía aliviada de haber encontrado este argumento—. Pero la cosa no ha acabado. Si hay juicio o audiencia preliminar, se sabrá que discutieron y el motivo de la discusión, ¿verdad? —Brunetti asintió—. Y al marido no le hará falta más.

—Yo no estaría tan seguro.

—¡Vamos, comisario, que estamos en Italia! —dijo ella ásperamente—. El país de la sacrosanta familia. Ella podría tener todos los amantes que quisiera, siempre que fueran del sexo masculino. Así se restituiría a la casa la figura del padre, o de una especie de padre. Pero tan pronto como esto nuestro se hiciera público, no tendría la menor posibilidad de evitar que su marido le quitara la custodia de sus hijos.

—¿No exagera?

—¿Que exagero? Mi vida nunca ha sido un secreto. Soy rica y puedo prescindir de lo que la gente diga o piense de mí. Pero ello no les ha impedido hablar. De manera que, aun en el caso de que nuestras relaciones no pudieran demostrarse, imagine el partido que podría sacar de la situación un abogado listo: «La soprano y la secretaria millonaria.» No; las cosas parecerían exactamente lo que son.

—Ella podría negarlo —apuntó Brunetti, sugiriendo perjurio.

—No creo que, para un juez italiano, eso hiciera cambiar las cosas. Además, ella no mentiría. Estoy segura. No lo negaría. Y es que Flavia cree estar por encima de las leyes. —Enseguida le pesó haberlo dicho—. Pero todo son palabras, palabras, como cuando sale a escena. Grita y se indigna con la gente, pero no pasa de ahí. Nunca la he visto recurrir a la violencia. Sólo palabras.

Brunetti, como buen italiano, creía que las palabras pueden trocarse rápidamente en actos cuando de una madre y sus hijos se trata, pero se guardó la opinión.

—¿Me permite hacerle algunas preguntas personales?

Ella suspiró con resignación, previendo lo que venía.

—¿Alguien ha tratado de hacer chantaje a alguna de ustedes?

Al parecer, ésta no era la pregunta que ella esperaba.

—Nadie. Ni a mí ni a Flavia, por lo menos, que yo sepa.

—¿Y los niños? ¿Cómo se lleva usted con ellos?

—Bastante bien. Paolo tiene trece años y Vittoria ocho, de modo que él por lo menos puede hacerse una idea de la situación. Pero Flavia tampoco me ha dicho nada. Nunca hemos hablado de ello. —Se encogió de hombros con las manos abiertas y, con este gesto, perdió todo su aire italiano y se mostró enteramente norteamericana.

—¿Y qué hay del futuro?

—¿Cuando seamos viejas? ¿Nos imagina tomando el té en el Florian's?

Él hubiera pintado un cuadro menos plácido, pero lo aceptó. Movió la cabeza afirmativamente.

—No tengo ni idea. Cuando estoy con ella no puedo trabajar, por lo que tendré que tomar una decisión sobre lo que quiero hacer.

—¿A qué se dedica?

—Soy arqueóloga. En China. Por mi trabajo conocí a Flavia. Hace tres años, ayudé a organizar la exposición de arte chino en el palacio del Dux. Ella cantaba
Lucia
en La Scala, y las autoridades la invitaron a ver la exposición y luego la trajeron a la fiesta de la inauguración. Después yo tuve que volver a Xian, donde están las excavaciones. Allí hay sólo tres occidentales. Ya hace tres meses que me fui y, si no vuelvo pronto, me sustituirán.

—¿Las excavaciones de los soldados de la guardia imperial? —preguntó él, con la imagen de las estatuas de terracota que había visto en aquella exposición todavía fresca en la memoria: cada una, perfectamente individualizada como si fuera la réplica de un hombre.

—Lo extraído hasta ahora no es nada comparado con lo que queda —dijo ella—. Hay miles de estatuas, más de las que podamos imaginar. Todavía no hemos empezado a excavar el tesoro de la tumba central. El gobierno exige mucho papeleo. Pero este otoño nos dieron el permiso para empezar a trabajar en el túmulo del tesoro. Por lo poco que he podido ver, creo que será el descubrimiento arqueológico más importante que se ha hecho desde el de la tumba de Tutankamon. Cuando empecemos a sacar lo que hay allí, la tumba del faraón parecerá una bagatela.

Brunetti siempre había pensado que la pasión de los científicos era invención de los que escribían los libros, para humanizarlos. Ahora, al mirar a Brett, comprendió que estaba equivocado.

—Hasta las herramientas son bellas. Y los cuencos con los que comían los obreros.

—¿Y si no volviera?

—Si no volviera, lo perdería todo. No me refiero a la fama, que corresponde a los chinos, sino a la posibilidad de ver los objetos, de tocarlos, de hacerme una idea de cómo era la gente que los hacía. Si no vuelvo, me lo perdería.

—¿Y es aquello más importante que esto? —preguntó él, señalando el camerino con un ademán.

—No es una pregunta justa. —Ella hizo entonces otro amplio ademán, abarcando los tarros de maquillaje del tocador, los trajes colgados detrás de la puerta y las pelucas puestas en sus soportes—. Esto no es un futuro para mí. Mi futuro está entre las ollas y los restos de una civilización milenaria. El de Flavia está aquí, en medio de todo esto. Dentro de cinco años, será la cantante verdiana más célebre del mundo. No hay sitio para mí en su vida. Ella todavía no se ha dado cuenta, porque, como le dije antes, es así, no lo verá hasta que lo tenga delante de los ojos.

—¿Y usted lo ve?

—Desde luego.

—¿Qué piensa hacer?

—Ver en qué para todo esto. —Hizo otro ademán, que incluía la muerte ocurrida en el teatro cuatro noches antes—. Y volver a China. O eso creo.

—¿Así, sin más?

—«Sin más», no. Pero me iré.

—¿Considera que merece la pena? —preguntó él. —¿El qué?

—China.

Ella volvió a encogerse de hombros.

—Es mi trabajo, lo que hago. Y, a fin de cuentas, creo que es lo que me gusta. No puedo pasarme la vida en los camerinos, leyendo poesía china y esperando a que termine la representación para vivir mi vida.

—¿Se lo ha dicho a ella?

—¿Qué tiene que decirme? —preguntó Flavia Petrelli, haciendo una entrada absolutamente teatral y dando un portazo. Cruzó el camerino arrastrando la cola de su traje azul celeste. Estaba transfigurada, radiante. Brunetti nunca había visto mujer más hermosa. Pero no era el traje ni el maquillaje en sí lo que la había transformado, sino el estar vestida para hacer lo que mejor sabía hacer. Paseó la mirada por la habitación observando las dos copas y lo amigable de la actitud de ambos—. ¿Qué tiene que decirme? —insistió.

—Que no le gusta
La Traviata
—dijo Brunetti—. Yo he comentado que me parecía extraño encontrarla aquí, leyendo mientras usted cantaba, y ella me ha dicho que no era una de sus óperas favoritas.

—También es extraño encontrarle a usted aquí, comisario. Y que no es una de sus óperas favoritas ya lo sé. —Si no le creía, no lo demostró. El comisario se había levantado cuando entró la soprano y ahora ella pasó por delante de él para ir hasta una repisa, donde llenó un vaso de agua mineral y lo bebió de un tirón. Volvió a llenarlo y bebió la mitad—. Esas luces, es como estar en una sauna. —Terminó el agua y dejó el vaso—. ¿De qué hablabais?

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