Muerte en La Fenice (20 page)

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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

BOOK: Muerte en La Fenice
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Ella había contestado la pregunta. Si ahora él conocía o no la verdad era otra cuestión que prefería dejar para más adelante.

—¿Sabe si tenía diferencias con alguno de los cantantes de la obra? ¿O con alguna otra persona que interviniera en ella?

—No más de las habituales. El director artístico es un homosexual notorio, y lo mismo se rumorea de la soprano.

—¿Conoce a alguno de ellos?

—Con Santore no he cruzado más que algún que otro saludo en los ensayos. A Flavia la conozco, pero sólo de hablar con ella en las fiestas.

—¿Qué opina de ella?

—Que es una soberbia cantante. Y lo mismo pensaba Helmut —respondió evasivamente.

—¿Y en el aspecto personal?

—Creo que es muy agradable. Quizá a veces le falte un poco de sentido del humor, pero es una persona encantadora. Y posee una inteligencia sorprendente, a diferencia de la mayoría de cantantes. —Era evidente que seguía eludiendo dar las respuestas que él esperaba y que no se las daría hasta que le preguntara directamente.

—¿Y los rumores?

—Nunca me han parecido dignos de ser tomados en consideración.

—¿Y su marido?

—Me parece que él los creía. No; eso no es exacto: me consta que los creía. Una noche dijo algo al respecto. Ahora no recuerdo cuáles fueron sus palabras exactamente, pero dejó muy claro que él creía esos rumores.

—¿Pero ello no bastó para convencerla?

—Comisario —dijo la mujer con exagerada paciencia—, todavía no estoy segura de si ha entendido usted lo que le he dicho. No se trata de si Helmut pudo o no convencerme de que los rumores eran ciertos sino de que no pudo convencerme de que importaran. Por eso los había olvidado hasta que usted los ha mencionado.

Él se reservó su aprobación y preguntó:

—¿Y de Santore? ¿Dijo su marido algo de él?

—Nada que yo recuerde. —Encendió otro cigarrillo—. Teníamos opiniones distintas sobre esa cuestión. A mí me irritaban sus prejuicios, él lo sabía y, de mutuo acuerdo, evitábamos hablar del tema. Helmut era lo bastante profesional como para dejar de lado sus sentimientos personales. Era una de las cosas que me gustaban de él.

—¿Le era usted fiel,
signora
?

Era evidente que ella esperaba la pregunta.

—Creo que sí —dijo después de un largo silencio.

—Lo siento, pero no sé cómo interpretar su respuesta —dijo Brunetti.

—Depende de lo que entienda usted por «fiel».

«Sí, supongo», pensó él. Pero también suponía que el significado de la palabra era lo bastante claro, incluso en Italia. De repente, se sintió muy cansado de la conversación.

—¿Mantuvo usted relaciones sexuales con otra persona mientras estuvo casada con él?

La respuesta fue inmediata:

—No.

Él, comprendiendo qué era lo que ahora se esperaba de él, preguntó:

—¿Por qué ha dicho antes que sólo lo creía?

—Porque ya estaba cansada de preguntas previsibles.

—Y yo, de respuestas imprevisibles —replicó él con sequedad.

—Es lógico. —Ella le sonrió, ofreciendo una tregua. Como no se había preocupado de escenificar el número de la libretita, ahora no pudo marcar el final de la entrevista por el procedimiento de guardársela en el bolsillo. Se levantó y dijo:

—Una cosa más.

—¿Sí?

—Ayer por la mañana le devolvieron los papeles de su marido. Me gustaría que me autorizara a examinarlos.

—¿No pudo examinarlos mientras los tenían ustedes? —preguntó ella sin molestarse en disimular la irritación.

—Hubo una confusión en la
questura
. Los pasaron a los traductores y luego los devolvieron antes de que yo pudiera verlos. Le ruego disculpe las molestias, pero me gustaría repasarlos. También me gustaría hablar con la criada. Hablé con ella un momento al llegar, pero tengo que hacerle varias preguntas.

—Los papeles están en el despacho de Helmut. Segunda puerta a la izquierda. —No se dio por enterada de la solicitud referente a la criada, se quedó sentada y no le tendió la mano. Le siguió con la mirada mientras él salía de la habitación y volvió a su actitud de espera del futuro.

Brunetti se alejó por el pasillo hasta la segunda puerta. Lo primero que vio al entrar en el despacho fue el abultado sobre de la
questura
encima de la mesa, sin abrir. El comisario se sentó y lo atrajo hacia sí. Fue entonces cuando miró por la ventana y reparó en los tejados de la ciudad, que parecían alejarse flotando en el aire. A lo lejos, se veía el esbelto campanario de San Marcos y, muy cerca, a la izquierda, la adusta fachada del teatro de la ópera. No sin esfuerzo, apartó la mirada de la ventana y abrió el sobre.

Puso a un lado los documentos cuya traducción había leído. Se referían a contratos, compromisos y grabaciones y no le habían parecido importantes.

Sacó del sobre tres fotografías. Como era de esperar, el informe que había leído no las mencionaba, probablemente porque no había nada escrito en ellas. La primera era de Wellauer y su viuda, a orillas de un lago. Aparecían en ella bronceados y sanos. Costaba trabajo creer que aquel hombre tuviera más de setenta años cuando se hizo la foto, porque no aparentaba muchos más que el propio Brunetti. La segunda foto era de una jovencita al lado de un caballo de aspecto dócil y fornido. La niña tenía una mano levantada hacia la brida y un pie en el aire, entre el suelo y el estribo, y la cabeza vuelta en un ángulo forzado, evidentemente sorprendida por el fotógrafo, que la habría llamado cuando se disponía a montar. Era alta, esbelta y rubia como su madre, a juzgar por las largas trenzas que asomaban bajo el casco. Desprevenida, sin tiempo para sonreír, tenía una expresión curiosamente sombría.

La tercera foto era de los tres. La niña, casi tan alta como su madre pero desgarbada incluso en actitud de reposo, estaba en el centro y los dos mayores, un poco rezagados y enlazados por la cintura. La niña parecía más joven que en la otra foto. Los tres lanzaban a la cámara sonrisas preparadas.

Dentro del sobre no había ya nada más que una agenda de piel, con el año en cifras doradas. La hojeó. El nombre de los días estaba en alemán y en muchas páginas había anotaciones hechas en la enrevesada letra que el comisario recordaba haber visto en la partitura de La Traviata. La mayoría de las entradas correspondían a nombres de ciudades, óperas o programas de conciertos, en abreviaturas fáciles de descifrar: «Salz-D.G.»; «Viena-Ballo»; «Bonn-Moz 40»; «Lond-Cosi.» Otras parecían de carácter personal o, por lo menos, no relacionadas con la música: «Von S-17.00 h.» «Erich H-8»; «DG té-Demel-4.»

Empezando por la fecha de la muerte del maestro, Brunetti fue pasando páginas hasta tres meses atrás. El programa hubiera agotado a un hombre treinta años más joven que Wellauer, y se hacía más compacto a medida que se retrocedía en el tiempo. Intrigado por este aumento gradual en la actividad, abrió la agenda por el mes de agosto y leyó hacia adelante. Ahora observó el proceso a la inversa, una progresiva disminución en el número de cenas, tés y almuerzos. Sacó una hoja de papel de un cajón e hizo un rápido desglose de las anotaciones: compromisos personales a la derecha y profesionales a la izquierda. En agosto y septiembre, salvo durante un período de dos semanas en el que no había casi nada escrito, cada día había algún compromiso. En octubre, éstos empezaban a disminuir y, a últimos de mes, prácticamente no había compromisos sociales. También los profesionales se habían espaciado, pasando de dos a la semana como mínimo a uno o dos en varias semanas.

Brunetti pasó al año siguiente, que Wellauer ya no vería y, a últimos de enero, encontró: «Lond-Cosi.» Le llamó la atención un signo minúsculo que distinguió al lado del nombre de la ópera. ¿Era un interrogante o un simple acento mal hecho?

En otra hoja de papel, hizo una segunda lista, ésta de las citas personales, empezando por octubre. En el día 6 se leía: «Erich H-21 h.» Como ya estaba familiarizado con los nombres, le encontró sentido. El día 7: «Erich-8 h.» El 15: «Petra Nikolai-20 h.» Nada más hasta el 27, en el que había escrito: «Erich-8 h.» Parecía muy temprano para citarse con un amigo. La última anotación estaba hecha dos días antes de salir para Venecia: «Erich-9 h.»

Esto era todo, salvo en la página del 30 de noviembre: «A Venecia.»

Brunetti cerró la agenda y la metió en el sobre, con las fotos y documentos. Dobló las hojas de papel con sus notas y volvió a la habitación en la que había dejado a la
signora
Wellauer. Ella seguía en el mismo sitio, sentada delante de la chimenea, fumando.

—¿Ha terminado? —preguntó al verle entrar.

—Sí. —Todavía con las hojas de papel en la mano, él dijo-: En la agenda de su marido he observado que durante los dos últimos meses disminuyó mucho su actividad. ¿Existía alguna razón en particular?

Ella reflexionó antes de contestar:

—Helmut decía que estaba fatigado, que no tenía la energía de antes. Veíamos a algunos amigos, pero, como usted ha observado, no tantos como antes. Aunque no todo lo que hacíamos está anotado en la agenda.

—Eso no lo sabía. Pero este cambio me parece muy interesante. Usted no lo mencionó cuando le pregunté.

—Por si no lo recuerda, comisario, usted me preguntó por mis relaciones sexuales con mi marido. Desgraciadamente, no están anotadas en la agenda.

—Aparece con frecuencia el nombre de «Erich».

—¿Y por qué supone que eso puede ser importante?

—No he dicho que fuera importante: sólo que el nombre aparece con regularidad durante los últimos meses de vida de su marido. Unas veces, seguido de la inicial H y otras veces, solo.

—Como ya le he dicho, no todas nuestras citas están en la agenda.

—Pero éstas eran lo bastante importantes como para que su marido las anotara. ¿Puede decirme quién es ese Erich?

—Erich. Erich y Hedwig Steinbrunner. Los más antiguos amigos de Helmut.

—Y de usted, ¿no?

—También son amigos míos, pero Helmut los conocía desde hacía más de cuarenta años, y yo sólo desde hace dos, por lo que es lógico que los considere más amigos de Helmut que míos.

—Entiendo. ¿Podría darme su dirección?

—Comisario, no sé qué importancia pueda tener esto.

—Ya le he explicado por qué me parece importante. Si no quiere usted darme la dirección, estoy seguro de que otros amigos de su marido me la darán.

Ella soltó rápidamente una dirección y explicó que estaba en Berlín, luego se interrumpió mientras él sacaba el bolígrafo y lo apoyaba en el papel que aún tenía en la mano. Cuando lo vio preparado, repitió las señas despacio, deletreando cada palabra, incluso
Strasse
, lo que pareció a Brunetti una alusión excesiva a su estupidez.

—¿Es todo? —preguntó cuando él acabó de escribir.

—Sí,
signora
. Muchas gracias. ¿Puedo hablar ahora con la criada?

—No veo la necesidad.

Él, como si no la hubiera oído, preguntó:

—¿Está en el apartamento?

Sin contestar a esto, la
signora
Wellauer se levantó y se acercó a un cordón que colgaba de la pared, tiró de él y, se situó delante de la ventana, de cara a los tejados de la ciudad.

Poco después, se abrió la puerta y entró la criada. Brunetti esperó a que la signora Wellauer dijera algo, pero ella permanecía rígida y muda delante de la ventana, dándoles la espalda. Brunetti no tuvo entonces más remedio que tomar la iniciativa, y dijo a la criada, de modo que ambas mujeres pudieran oírle:


Signora
Breddes, me gustaría hablar con usted unos minutos, si no tiene inconveniente.

La mujer asintió, pero no dijo nada.

—Quizá podríamos ir al estudio del maestro —sugirió Brunetti, pero la viuda seguía mirando por la ventana, impasible. Él fue hasta la puerta, se paró e hizo un ademán invitando a la mujer a precederle y la siguió por el pasillo hasta el estudio que ya conocía. Cerró la puerta y señaló una silla. Ella se sentó y él volvió a ocupar el sillón del escritorio.

Era una mujer de unos cincuenta y cinco años y llevaba un vestido oscuro que podía ser señal tanto de su condición como de luto. El largo hasta media pantorrilla era anticuado y el corte hacía resaltar su extrema delgadez, sus hombros estrechos y su pecho liso. La cara, de ojos muy juntos y nariz muy larga, armonizaba con el cuerpo. Sentada como estaba en el borde de la silla, recordaba al comisario a una de aquellas aves zancudas y de cuello largo que se posaban en los pilotes de los canales.

—Me gustaría hacerle unas preguntas,
signora
Breddes.


Signorina
—rectificó ella automáticamente.

—Supongo que no habrá dificultad en que hablemos en italiano.

—Por supuesto que no. Llevo viviendo aquí diez años. —Su tono daba a entender que su observación le parecía ofensiva.

—¿Cuánto tiempo ha trabajado para el maestro,
signorina
?

—Veinte años. Diez en Alemania y diez aquí. Cuando el maestro compró este apartamento, me pidió que viniera a cuidar de él. Yo accedí. Hubiera ido a cualquier sitio por el maestro. —Por la manera en que lo dijo, Brunetti comprendió que, para ella, tener que vivir en Venecia, en un apartamento de diez habitaciones, era un sufrimiento que aceptaba de buen grado por devoción a su señor.

—¿Usted administra la casa?

—Sí. Estoy aquí desde que la compró. Él vino para dar instrucciones sobre los muebles y la pintura y yo me encargué de hacerlas cumplir y organizarlo todo. Desde entonces he cuidado de la casa cuando él no estaba.

—¿Y cuando estaba?

—También.

—¿Con qué frecuencia venía él a Venecia?

—Dos o tres veces al año. Casi nunca más.

—¿Venía a trabajar? ¿A dirigir?

—A veces. Pero también a ver a sus amigos o para asistir a la Bienal. —La mujer imprimía en sus palabras un acento que daba a entender que consideraba estas cosas vanidades terrenas.

—¿Cuáles eran sus obligaciones, cuando estaba aquí el maestro?

—Yo guisaba, aunque en las fiestas venía una cocinera italiana. Elegía las flores. Supervisaba el trabajo de las criadas. Son italianas. —Esta aclaración, supuso el Comisario, explicaba la necesidad de la supervisión.

—¿Quién hacía la compra? La comida, el vino…

—Cuando el maestro estaba aquí, yo confeccionaba el menú y todas las mañanas enviaba a las criadas al Rialto a comprar verduras frescas.

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